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– No tienes por qué entrar si no quieres -repuso Siraj sin ningún asomo de repro-che.

– Ya -atajó Roshan-. ¿Y tú entrarás solo, no? Olvídalo. Andando.

Los dos miembros de la Chowbar Society se adentraron en la estación siguiendo el rastro de los raíles que cruzaban el puente y dibujaban la ruta del andén central. La oscuridad en el interior de la bóveda era mucho más densa que en el exterior y apenas podían distinguirse los contornos de los objetos entre manchas de claridad grisácea y acuosa.

Roshan y Siraj caminaron lentamente, separados apenas por un metro de distancia, mientras el eco de sus pasos formaba una letanía recurrente entre el susurro de las corrientes de aire, que parecían rugir en algún lugar del interior de los túneles con la voz de un mar lejano y enfurecido.

– Es mejor que subamos al andén -apuntó Roshan.

– Hace años que no pasan trenes por aquí. ¿Qué más da?

– A mí me importa, ¿de acuerdo? -replicó Roshan, que no podía apartar de su mente la imagen de un tren penetrando en la vía desde la boca del túnel y arrollándolos bajo sus ruedas.

Siraj murmuró algo ininteligible pero revestido de un tono de aceptación y se disponía a trepar hasta el andén cuando algo emergió desde los túneles, flotando en el aire y dirigiéndose hacia los dos muchachos.

– ¿Qué es eso? -murmuró Roshan alarmado.

– Parece un trozo de papel, acertó a decir Siraj-. El viento arrastra la basura, eso es todo.

La lámina blanca rodó sobre el suelo hasta sus pies y se detuvo junto a Roshan. El muchacho se arrodilló y la tomó en sus manos. Siraj vio cómo se descomponía el rostro de su amigo.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, sintiendo que el temor de su amigo empezaba a resultar contagioso.

Roshan le tendió la lámina en silencio y Siraj la reconoció al instante. Era el dibujo que Michael había realizado de ellos frente a aquel estanque y del que Isobel se había apropiado. Siraj le devolvió el dibujo a su compañero y, por primera vez desde que habían empezado la búsqueda, contempló la posibilidad de que Isobel estuviera en verdadero peligro.

– ¿Isobel? -gritó Siraj hacia los túneles. El eco de su voz se perdió en las entrañas de aquel lugar y le heló la sangre. Siraj trató de concentrarse en no perder el control de su respiración, que cada vez le resultaba más dificultosa. Dejó que el reflejo de su voz se desvaneciese y, templando sus nervios, llamó de nuevo.

– ¿Isobel? Un fuerte impacto metálico resonó desde algún lugar de la estación. Roshan reaccionó de un salto, miró a su alrededor. El viento de los túneles les azotó el rostro y los dos muchachos retrocedieron unos pasos.

– Hay algo ahí dentro -murmuró Siraj señalando hacia el túnel con una serenidad que su compañero no acababa de comprender.

Roshan concentró la mirada en la boca negra del túnel y, entonces, él también pudo verlo. Las luces lejanas de un tren se aproximaban. Sintió los raíles vibrar bajo sus pies y miró a Siraj, aterrado. Siraj sonreía extrañamente.

– Yo no voy a poder correr tan aprisa como tú, Roshan -dijo pausadamente-. Los dos lo sabemos. No me esperes y ve a buscar ayuda.

– ¿De qué demonios estás hablando? -exclamó Roshan, perfectamente consciente de lo que su amigo insinuaba.

Las luces del tren penetraron en la bóveda de la estación como un rayo en la tormenta.

– Corre -ordenó Siraj-. Ahora. Roshan se perdió en los ojos de su amigo y sintió el estruendo de la locomotora cada vez más próximo. Siraj asintió. Roshan reunió todas sus fuerzas y echó a correr desesperadamente hacia el extremo del andén, en busca de un lugar en el que saltar fuera de la trayectoria del tren. Corrió tan deprisa como pudo, sin detenerse a mirar atrás, con la certeza de que se encontraría con la cuña de aluminio de la locomotora a tan sólo un palmo de su rostro osaba hacerlo. Los quince metros que le separaban del fin del andén, se convirtieron en ciento cincuenta y, presa de pánico, creó ver cómo la vía se alargaba ante sus ojos en una fuga vertiginosa. Cuando se lanzó al suelo y rodó sobre los escombros, sintió el rugido del tren atronando a escasos centímetros del lugar donde había caído. Escuchó el aullido ensordecedor de los niños y percibió en su piel la mordedura de las llamas durante diez terribles segundos en los que imaginó que la estructura de la estación se desplomaría sobre él.

Súbitamente se hizo el silencio. Roshan se incorporó y abrió los ojos por primera vez desde que había saltado. La estación estaba de nuevo desierta y no había más rastro del tren que dos hileras de llamas que se extinguían a lo largo de los raíles. Notó que las entrañas se le inundaban de agua helada y corrió de vuelta hacia el punto donde había visto por última vez a Siraj. Maldiciendo su cobardía, lloró de rabia y comprobó que estaba solo en la estación.

El amanecer, a lo lejos, le mostraba el camino de salida.

El preludio del alba se insinuaba tímidamente a través de los postigos cerrados de la sala de la biblioteca del museo indio. Seth y Michael, exhaustos, dormitaban sobre la mesa al borde de la inconsciencia. Mr. De Rozio suspiró profundamente y retiró su silla del escritorio frotándose los ojos. Llevaba horas enfrascado en el océano de documentos tratando de desentrañar aquel monstruoso sumario judicial; su estómago le reclamaba atenciones, amén de una clara moratoria en la ingestión de café si se esperaba de él que siguiera cumpliendo sus funciones con cierta dignidad.

– Me rindo, bellas durmientes -atronó.

Seth y Michael levantaron la cabeza de un respingo y comprobaron que el día había madrugado más que ellos.

– ¿Qué ha podido encontrar, señor? -preguntó Seth, reprimiendo un bostezo.

Su estómago crujía y su cabeza parecía estar repleta de un potaje de manzanas cocidas.

– ¿Bromeas, hijo? -dijo el bibliotecario-. Me parece que me habéis tomado el pelo.

– No comprendo, señor -adujo Michael. De Rozio bostezó airosamente mostrando unas fauces cavernosas y emitió un sonido que despertó en los muchachos la imagen mental de un hipopótamo retozando en un río.

– Muy simple -dijo el bibliotecario-. Vinisteis aquí con una historia de asesinatos y crímenes y con ese absurdo enredo del tal Jawahal.

– Pero todo eso es cierto. Tenemos información de primera mano.

De Rozio rió con sorna. -A lo mejor es a vosotros a quienes han tomado por tontos -replicó-. En toda esa pila de papeles no he encontrado una sola mención a vuestro amigo Jawahal. Ni una letra. Cero.

Seth sintió que su desinflado estómago se deslizaba hasta sus pies por la pernera del pantalón.

– Pero eso es imposible, Jawahal fue condenado e ingresó en la prisión de la que huyó años después. Tal vez podríamos, empezar de nuevo por ahí. Por la fuga. Debe cons-tar en algún lugar…

De Rozio le escrutó con escepticismo con sus ojos porcinos y penetrantes. Su rostro delataba claramente que no había segunda oportunidad.

– Si yo fuera vosotros, chicos -sugirió el bibliotecario-, volvería a donde hubiese conseguido esa historia y me aseguraría de que esta vez me la explicaran entera. Y respecto a ese Jawahal que según vuestro informe misterioso estaba en prisión, me parece que más escurridizo de lo que vosotros y yo podemos manejar.

De Rozio examinó a los dos muchachos. Estaban pálidos como el mármol. El orondo erudito les ofreció una sonrisa de conmiseración.

– Mis condolencias -murmuró- Habéis estado olfateando en el agujero equivoca-do.

Poco después, Seth y Michael contemplaban el amanecer sentados en los la fachada principal del museo indio. Una ligera llovizna había impregnado las calles de una capa brillante que formaba una lámina de oro líquido a la luz del Sol ascendente entre las brumas del Este. Seth miró a su compañero y le mostró una moneda.

– Cara, yo voy a ver a Ariami y tú vas a la prisión- dijo Seth- Cruz al revés.

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