Литмир - Электронная Библиотека
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En aquel momento el pequeño tren detenido sobre el puente encendió sus luces y, lentamente, sus ruedas empezaron a girar sobre los raíles.

Mientras Mr. De Rozio consagraba en silencio sepulcral todos sus poderes de análisis y su astucia de zorro documentalista a los informes del Juicio que el coronel Hewelyn había puesto tanto empeño en sepultar, Seth y Michael hacían lo propio con una extraña carpeta que contenía planos y numerosas anotaciones a mano del propio Chandra. Seth la había encontrado en el fondo de una de las cajas que contenían los efectos del ingeniero. Tras su desaparición, en vista de que ningún familiar o institución los había reclamado y atendiendo a la relevancia pública del personaje, habían ido a perderse en el limbo de los archivos del museo, cuya biblioteca estaba compartida en consorcio con diversas insti-tuciones científicas y académicas de Calcuta, entre ellas el Instituto de Ingeniería Superior, del que Chandra Chatterghee había sido uno de los más ilustres y controvertidos miem-bros. La carpeta estaba encuadernada con sencillez y respondía a una única leyenda cali-grafiada en tinta azul sobre la portada: El Pájaro de Fuego.

Seth y Michael habían obviado el hallazgo para no distraer al orondo bibliotecario de la tarea que acaparaba sus talentos y para la cual su pericia de viejo diablo archivador era insustituible. Con tal espíritu, se habían retirado al otro extremo de la sala se habían entre-gado al análisis de los documentos en silencio.

– Estos dibujos son formidables -susurró Michael, admirando el trazo del ingeniero en diversos grabados que mostraban objetos mecánicos cuya función concreta le resultaba arcana e insondable.

– Estemos por lo que tenemos que estar -reprendió Seth-. ¿Qué dice del Pájaro de Fuego?

– Las ciencias no son mi fuerte -empezó Michael-, pero que me maten si todo esto no es el despiece de una gran maquinaria incendiaria.

Seth observó los planos sin comprender un ápice de lo que significaban. Michael se anticipó a sus cuestiones.

– Esto es un tanque de aceite o algún tipo de combustible -señaló Michael sobre los planos-. A él está unido este mecanismo de succión. No es más que una bomba de ali-mentación, como la de un pozo. La bomba suministra el combustible para mantener este círculo de llamas. Una especie de piloto de fuego.

– Pero esas llamas no deben de medir más que unos centímetros -objetó Seth-. No veo el poder incendiario por ningún sitio.

– Observa esta conducción. Seth vio a lo que se refería su amigo: una especie de tu-bería similar al cañón de un fusil.

– Las llamas afloran en el perímetro de la boca del cañón.

– ¿Y?

Mira este otro extremo -dijo Michael-. Es un tanque, un tanque de oxígeno.

– Química elemental -murmuró Seth, atando cabos.

– Imagínate lo que sucedería si ese oxigeno saliese escupido a presión por el conduc-to y atravesara el círculo de llamas -sugirió Michael.

– Un cañón de fuego -corroboró Seth. Michael cerró la carpeta y miró a su amigo. -¿Qué clase de secreto tenía que ocultar Chandra para diseñar un juguete así para un carnicero como Hewelyn? Es como regalarle un cargamento de pólvora al emperador Nerón…

– Eso es lo que tenemos que averiguar -dijo Seth-. Y pronto.

Sheere, Ben e Ian siguieron el recorrido del tren a través de la maqueta en silencio hasta que la pequeña locomotora se detuvo justo tras la miniatura que reproducía la casa del ingeniero. Las luces se extinguieron lentamente y los tres amigos permanecieron inmóviles y expectantes.

– ¿Cómo demonios se mueve este tren? -preguntó Ben-. Tiene que sacar la ener-gía de algún sitio. ¿Existe algún generador de electricidad en esta casa, Sheere?

– No que yo sepa -repuso su hermana.

– Tiene que haberlo -afirmó Ian-. Busquémoslo.

Ben negó en silencio. -No es eso lo que me preocupa -dijo Ben-. Suponiendo que lo haya, no conozco ningún generador que se conecte solo. Y más después de años de inactividad.

– Tal vez esta maqueta funcione con otro tipo de mecanismo -sugirió Sheere sin demasiada convicción.

– Tal vez haya alguien más en la casa -repuso Ben.

Ian maldijo su suerte mentalmente. -Lo sabía… -murmuró abatido. -¡Espera! -exclamó Ben. Ian miró a su amigo y vio que señalaba de nuevo hacia la maqueta. El tren había reemprendido el movimiento y rehacía su camino en dirección inversa.

– Está volviendo a la estación -observó Sheere. Ben se acercó lentamente hasta el extremo de la maqueta y se detuvo junto al tramo de vía que el tren empezaba a enfilar.

¿Qué te propones? -preguntó Ian. Su amigo no respondió y extendió su brazo progresivamente hacia la vía, mientras la locomotora se aproximaba por momentos. Cuando el tren cruzó frente a él, asió la locomotora y la alzó en el aire, desenganchándola de los vagones. El resto del convoy fue perdiendo velocidad paulatinamente hasta detenerse en la vía. Ben se acercó a la luz de la linterna y examinó la pequeña locomotora. Sus diminutas ruedas giraban cada vez más lentamente.

– Alguien tiene un sentido del humor bastante extraño -comentó Ben.

– ¿Por qué? -inquirió Sheere.

– Hay tres figuras de plomo dentro de la locomotora -dijo Ben-, y se parecen a nosotros más allá de posibles coincidencias.

Sheere se aproximó a Ben y tomó la pequeña locomotora entre sus manos. Las dan-zantes líneas de luz dibujaron un arco iris sobre su rostro y sus labios formaron una sonrisa serena y resignada.

– Sabe que estamos aquí -dijo la muchacha-. No tiene sentido que sigamos ocultándonos.

– ¿Quién lo sabe? -preguntó Ian.

– Jawahal -respondió Ben en su lugar-. Está esperando. Lo que no sé es a qué.

Siraj y Roshan se detuvieron frente a la silueta espectral del puente de metal que se perdía en la niebla que cubría el río Hooghly y se dejaron caer contra un muro, agotados después de recorrer la ciudad en vano tras el rastro de Isobel. Las cúspides de las torres de Jheeter’s Gate asomaban entre la niebla dibujando la cresta de un dragón dormido en una nube de su propio aliento.

– Falta muy poco para el amanecer -dijo Roshan-. Deberíamos volver. Tal vez Isobel esté esperándonos desde hace horas.

– No lo creo -objetó Siraj.

La carrera nocturna se dejaba sentir en la voz del muchacho, pero por primera vez en años, Roshan no le había escuchado quejarse ni una sola vez de su asma.

– Hemos buscado en todas partes -replicó Roshan-. No podemos hacer más. Al menos vayamos a buscar más ayuda.

– Nos queda un sitio por visitar…

Roshan contempló la siniestra estructura de Jheeter’s Gate entre la niebla y suspiró.

– Isobel no se metería ahí ni loca -dijo-. Y yo tampoco.

– Iré solo entonces -respondió Siraj, incorporándose de nuevo.

Roshan le escuchó jadear y cerró los ojos, abatido.

– Siéntate -le ordenó, adivinando los pasos de Siraj alejándose hacia el puente.

Cuando abrió los ojos, la escuálida silueta de Siraj se sumergía en la niebla.

– Maldita sea -murmuró para sí, y se levantó para seguir a su amigo.

Siraj se detuvo al final del puente y contempló el pórtico de Jheeter’s Gate que se alzaba frente a él. Roshan se acercó hasta su compañero y ambos examinaron el lugar. Una corriente de aire frío emergía de los túneles de la estación y el hedor a madera quemada y suciedad se hacía cada vez más perceptible. Los dos muchachos trataron de dilucidar algo en el pozo de negrura que se abría tras el umbral de la gran bóveda de la estación. El eco lejano de una llovizna repiqueteaba sobre los carteles caídos.

– Esto parece la boca del infierno -dijo Roshan-. Larguémonos ahora que pode-mos.

– Es todo mental -dijo Siraj-. Piensa que no es más que una estación abandonada. No hay nadie aquí dentro. Sólo nosotros.

– Si no hay nadie, ¿por qué tenemos que entrar en ella? -protestó Roshan.

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