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– Creo que es el sumario de un juicio por una serie de asesinatos -dijo Michael-. Estaba bajo un pliego de citaciones a nombre del ingeniero Chandra Chatterghee.

– ¿El juicio a Jawahal? -saltó Seth visiblemente excitado.

– Déjame ver -ordenó De Rozio-.

Michael depositó la caja sobre el escritorio del bibliotecario. Una nube de polvo amarillento inundó el cono de luz dorada que proyectaba la lamparilla eléctrica. Los grue-sos dedos del bibliotecario repasaron cuidadosamente los documentos, mientras sus ojos diminutos escrutaban su contenido. Seth observó el rostro del bibliotecario con el corazón encogido a la espera de alguna palabra o signo clarificador. De Rozio se detuvo en una hoja que parecía llevar diversos sellos y la acercó a la luz.

– Vaya, vaya -murmuró el bibliotecario para sí.

– ¿Qué es, señor? -suplicó Seth-. ¿Qué ha encontrado?

De Rozio alzó la mirada y blandió una amplia sonrisa felina.

– Tengo en mis manos un documento firmado por el Coronel Sir Arthur Hewelyn. En él, alegando razones de estado mayor y secreto militar, ordena sobreseer el procedimiento judicial Nº 089861 /A de la sala cuarta del Tribunal Mayor de justicia de la ciudad de Calcuta, en el que se inculpa al ciudadano Lahawaj Chandra ingeniero, de presunta implicación, encubrimiento y/o ocultamiento de pruebas en una investigación de asesinato, y trasladarlo a la corte suprema de justicia militar del ejército de Su Majestad quedando anuladas todas las resoluciones previas así como las pruebas aportadas por la defensa y el ministerio fiscal en la vista. Fecha: 14 de septiembre de 1911.

Michael y Seth contemplaron, atónitos a Mr. De Rozio, sin acertar a pronunciar palabra.

– Bien, hijos -concluyó De Rozio-, ¿Quién de vosotros sabe hacer café? Ésta puede ser una noche muy larga…

La cerradura de las cuatro ruedas de alfabeto emitió un crujido casi inaudible y, tras unos segundos, la masa férrea de la puerta se abrió lentamente en dos láminas, dejando escapar con una exhalación el aire que había permanecido atrapado en el interior de la casa durante años.

Ian palideció en la sombra. -Se ha abierto -susurró tembloroso-.

– Siempre el gran observador -comentó Ben-.

– No es momento para bromas -replicó Ian-. No sabemos lo que hay ahí dentro.

Ben extrajo su caja de fósforos y la agitó en el aire haciéndolos sonar.

– Eso es sólo una cuestión de tiempo -afirmó-. ¿Quieres ser el primero en entrar?

Ian le ofreció una sonrisa recalcitrante. -Te cedo los honores replicó.

– Yo iré primero -dijo Sheere, adentrándose en la casa sin esperar la respuesta de los dos amigos.

Ben se apresuró a prender otro fósforo y seguir sus pasos. Ian echó un último vistazo al cielo nocturno, como si temiese que aquella fuese su última oportunidad para contemplarlo, y tras inspirar profundamente, se sumergió en el interior de la casa del ingeniero. Un instante después, la puerta se cerró a sus espaldas con la misma suavidad y precisión con que les había franqueado el paso.

Los tres muchachos se detuvieron el uno junto al otro y Ben alzó la cerilla en alto. Ante sus ojos se desplegó un impresionante espectáculo que excedía las ensoñaciones que ninguno de ellos había albergado respecto a aquel lugar.

Se encontraban en una sala sostenida por gruesas columnas bizantinas y coronada por una bóveda cóncava cubierta por un fresco monumental. En él se podían apreciar cientos de figuras de la mitología hindú formando una interminable crónica en imágenes que constituían círculos concéntricos alrededor de una figura central esculpida en relieve sobre la pintura: la diosa Kali.

Las paredes de la sala estaban formadas por estantes atestados de libros que dibujaban dos semicírculos de más de tres metros de altura. El suelo estaba cubierto por un mosaico de brillantes esmaltes negros y puntas de cristal de roca, lo que conseguía crear la ilusión de un firmamento de constelaciones y estrellas. Ian observó detenidamente el trazado a sus pies y reconoció la configuración de las varias figuras celestes que Bankim les había explicado en el St. Patricks.

– Seth tendría que ver esto… -susurró Ben. En el extremo de la sala, más allá de aquella alfombra de estrellas que representaba el universo conocido, una escalera de cara-col ascendía en espiral al segundo piso de la casa.

Antes de que pudiera advertirlo, la llama del fósforo le quemó los dedos a Ben y los tres muchachos quedaron de nuevo en la oscuridad absoluta. Los caminos de constelaciones a sus pies, sin embargo, seguían brillando como el firmamento nocturno.

– Es increíble -murmuró Ian para sí mismo.

– Espera a ver el piso de arriba -replicó la voz de Sheere a unos metros de él.

Ben encendió una nueva cerilla y los dos amigos comprobaron que la muchacha ya les esperaba junto a la escalera en espiral. Sin mediar palabra, Ben e Ian la siguieron.

La escalera de caracol se izaba en el centro de un conducto que parecía formar una linterna similar a las que habían estudiado en grabados de ciertos castillos franceses, construidos a orillas del río Loira. Alzando la vista, los muchachos podían experimentar la sensación de encontrarse en el interior de un gran caleidoscopio, coronado por un rosetón catedralicio de cristales multicolores que transformaba la luz de la Luna y la descomponía en cientos de haces azules, escarlatas, amarillos, verdes y ámbar.

Al llegar al primer piso, comprobaron que las agujas de luz que emergían de la corona de la linterna proyectaban dibujos y figuras cambiantes, que recorrían lentamente las paredes de la sala como imágenes de un primitivo cinematógrafo espectral.

– Mirad eso -dijo Ben señalando una gran superficie que se extendía a una altura de un metro sobre el suelo y ocupaba un rectángulo de casi cuarenta metros cuadrados.

Los tres se acercaron hasta ella y descubrieron lo que parecía ser una inmensa maqueta de Calcuta, reproducida con un grado de detalle y realismo que, al contemplarla de cerca, producía la ilusión de estar sobrevolando la verdadera ciudad. Pudieron reconocer el trazado del Hooghly, el Maidán, Fort William, la ciudad blanca, el templo de Kali al Sur de Calcuta, la ciudad negra e incluso los bazares. Sheere, Ian y Ben contempla-ron maravillados aquella extraordinaria miniatura durante un largo espacio de tiempo, cautivados por la belleza y el encantamiento que producía su observación.

– Ahí está la casa -señaló Ben. Todos se unieron a él y comprobaron que en el corazón de la ciudad negra se alzaba una fiel reproducción de la casa en la que se encontraban. Las luces multicolores de la linterna barrían las calles de aquella miniatura como haces caídos del cielo a cuyo paso se revelaban los secretos ocultos de Calcuta.

– ¿Qué es lo que hay detrás de la casa? -preguntó Sheere.

– Parece una vía de tren -apuntó Ian. -

Lo es -confirmó Ben, siguiendo su trazado hasta que su mirada descubrió la silueta angulosa y majestuosa de la estación de Jheeter’s Gate, tras un puente de metal que cruzaba el Hooghly.

– Esa vía lleva hasta a la estación del incendio -dijo Ben-. Es una vía muerta.

– Hay un tren parado en el puente -observó Sheere.

Ben rodeó la maqueta para aproximarse hasta la reproducción del ferrocarril y lo examinó detenidamente. Un incómodo cosquilleo le recorrió la espalda. Reconocía aquel tren. Lo había visto la noche anterior, aunque él lo había tomado por una pesadilla. Sheere se acercó a él en silencio y Ben advirtió que había lágrimas en sus ojos.

– Ésta es la casa de nuestro padre, Ben -murmuró Sheere-. La construyó para no-sotros, para que fuera nuestra.

Ben rodeó a Sheere con sus brazos y la apretó contra sí. Ian le observaba desde el otro extremo de la sala y desvió la mirada. Ben acarició el rostro de Sheere y la besó en la frente.

– De ahora en adelante -dijo-, siempre será nuestra casa.

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