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Decenas de siluetas envueltas parcialmente en sus mantos blancos y raídos se sumergían en las aguas del río y la suma de sus voces se perdía en el murmullo de la corriente. El sonido de las palomas que batían sus alas al viento elevándose en la jungla de palacios y cúpulas descoloridas y alineadas frente a la lámina de luz del Hooghly recor-daba una Venecia de las tinieblas.

– ¿Eres tú quien me busca? -dijo la anciana, que yacía sentada a unos metros de él, su rostro oculto en un velo.

Michael la miró y la anciana alzó su velo. Los ojos tristes y profundos de Aryami Bosé palidecieron al crepúsculo.

– No tenemos mucho tiempo, señora -dijo Michael-. Ya no.

Aryami asintió y se incorporó lentamente. Michael le ofreció su brazo y ambos par-tieron rumbo a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee al amparo del ocaso.

Los cinco muchachos se reunieron en silencio en torno a Aryami Bosé. Esperaron pacientemente a que la anciana se acomodase y encontrara el instante oportuno en que saldar la deuda que había contraído con ellos al ocultarles la verdad. Ninguno osó pro-nunciar palabra antes que ella. La angustiosa urgencia que les consumía interiormente se transformó momentáneamente en una tensa calma, una sombra de incertidumbre ante la sospecha de que el secreto que la dama había guardado con tanto celo supusiera un desa-fío insalvable.

Aryami observó los rostros de los muchachos con profunda tristeza y esbozó un amago de sonrisa que apenas afloró a sus labios. Finalmente, bajando la mirada, suspiró débilmente y, examinando las palmas de sus manos pequeñas y nerviosas, empezó a hablar. Esta vez, sin embargo, su voz les pareció desposeída de la autoridad y la determi-nación que habían aprendido a esperar de ella. Al final del camino, el miedo había borra-do la fortaleza de ánimo que emanaba de su persona y los muchachos comprobaron que quien les hablaba no era más que una anciana débil y mortalmente asustada, una niña que había vivido demasiado.

«Antes de empezar, permitidme decir que, si alguna vez en mi vida he mentido, y me he visto obligada a hacerlo en numerosas ocasiones, siempre fue para proteger a al-guien. Si esta vez os mentí a vosotros, fue con la certeza de que de este modo os protegería a ti, Ben, y a tu hermana Sheere de algo que quizá pudiera dañaros más que las estratage-mas de un criminal enloquecido. Nadie sabe el dolor que me ha causado tener que llevar esta carga en solitario desde el día de vuestro nacimiento. Todo cuanto os diga ahora será la verdad hasta donde yo la conozco. Escuchadme bien y dad por cierto cuanto salga de mis labios, aunque nada hay tan terrible y difícil de creer como la pura y desnuda realidad de los hechos…

Parece que hayan transcurrido años desde el día en que os narré la historia de mi hija Kylian. Os hablé de ella, de su maravillosa luminosidad y de cómo, de entre todos cuantos la pretendían, el elegido para ser su esposo fue un hombre horrible de origen sencillo y de gran talento, un joven ingeniero en quien todo eran promesas, pero que llevaba desde la infancia una pesada carga sobre sus espaldas, un secreto que habría de llevarle a la muerte a él y a otros muchos. Y aunque os parezca paradójico, permitidme que por una vez em-piece este relato por el final y no por el principio, en respuesta a los hallazgos que sagaz-mente habéis desentrañado.

Chandra Chatterghee fue siempre un soñador, un hombre poseído por una visión de un futuro mejor y más justo para su gente, a la que veía morir en la miseria en las calles de esta ciudad. Mientras, tras los muros de sus opulentas casas, aquéllos a quienes él consi-deraba como invasores y explotadores del legado natural de nuestro pueblo se enrique-cían y vivían una vida de lujo y frivolidad a costa de la miseria de millones de almas con-denadas a la pobreza en el gran orfanato sin techo que es este país.

Su sueño era poder dotar de un instrumento de progreso y de riqueza a la nación que él siempre creyó que llegaría a romper el yugo opresor de la corona. Un instrumento para abrir nuevas rutas entre las ciudades, nuevos enclaves, y nuevos caminos hacia el futuro de las familias de la India. Él siempre soñó con un invento de hierro y fuego: el ferrocarril. Para Chandra, los raíles del ferrocarril eran las arterias que tenían que llevar la nueva sangre del progreso por toda esta tierra y para ellas proyectó un corazón del cual brotaría toda esa energía: su obra cumbre, la estación de Jheeter's Gate.

Pero la línea que separa los sueños de las pesadillas es tan fina como un alfiler y, muy pronto, las sombras del pasado volvieron a cobrarse su precio. Un alto mandatario del ejército británico, el coronel Arthur Hewelyn, había realizado una meteórica carrera, edificada sobre sus hazañas y matanzas de inocentes, ancianos y niños, hombres desarma-dos y mujeres aterrorizadas en pueblos y aldeas de toda la península de Bengala. Allí don-de llegaba el mensaje de paz y unión de la nueva India, llegaban sus fusiles y sus bayone-tas. Un hombre de gran talento y futuro, como proclamaban sus superiores con orgullo. Un asesino con la bandera de la corona y el poder de su ejército en las manos. Uno entre tantos.

Hewelyn no tardó en reparar en el talento de Chandra y sin excesivos problemas trazó un círculo negro en torno a él, bloqueando todos sus proyectos. En unas semanas, no había una sola puerta en Calcuta o en toda la provincia que se le abriera. Excepto, claro está, la de Hewelyn. Éste le propuso realizar obras para el ejército, puentes, líneas férreas… Todos estos ofrecimientos fueron rechazados por tu padre, que prefirió mante-nerse con el mísero sueldo que los editores de Bombay se complacían en enviarle como li-mosna a cambio de sus manuscritos. Con el tiempo, el círculo de Hewelyn se relajó y Chandra empezó a trabajar de nuevo en su obra cumbre.

Al pasar los años, Hewelyn retomó su cólera. Su carrera estaba en peligro y necesitaba urgentemente un golpe de efecto, un baño de sangre fresca con que renovar el interés de la jerarquía de Londres en sus hazañas y restaurar su reputación como la pantera de Bengala. Su solución era clara. Presionar a Chandra, pero esta vez, con otras ar-mas.

Durante años le había estado investigando y sus esbirros terminaron por olfatear el rastro de los crímenes asociados con Jawahal. Hewelyn permitió que el caso casi aflorase a la luz pública y, cuando tu padre estaba más comprometido que nunca en su proyecto de Jheeter's Gate, intervino, ocultándolo y amenazándole con revelar la verdad si no creaba para él un arma nueva, un instrumento de represión mortífero y capaz de acabar con todos los disturbios que pacifistas e independentistas sembraban en el camino de Hewelyn. Él tuvo que claudicar y ése fue el nacimiento del Pájaro de Fuego, una máquina que podría convertir una ciudad o una aldea en un océano de llamas en cuestión de segundos.

Chandra desarrolló paralelamente los proyectos del ferrocarril y del Pájaro de Fuego, con la constante presión de Hewelyn, a quien la codicia y la desconfianza que empezaba a inspirar en sus superiores amenazaban con ponerle en evidencia. El que otrora todos habían considerado un hombre sereno, ecuánime y cumplidor de su deber se revelaba ahora como un maníatico enfermizo, cuya necesidad de éxito y reconocimiento cegaba día a día sus posibilidades de sobrevivir.

Chandra comprendió que la caída de Hewelyn por su propio peso era sólo cuestión de tiempo y jugó con él. Le hizo creer que le entregaría el proyecto antes de lo previsto. Pero aquella actitud sólo exacerbó la crispación de Hewelyn y pulverizó la poca cordura que todavía albergaba en su interior.

En 1915, un año antes de la inauguración de Jheeter"s Gate y la línea que partía de ella, Hewelyn ordenó una matanza de gentes desarmadas sin justificación posible y fue expulsado del ejército británico tras un escándalo que llegó hasta los oídos de la Cámara de los Comunes. Su estrella ya no brillaría nunca más.

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