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Cuando él comprendió por fin que ella hablaba en serio, que basta de cuento, no señor, que ella era una mujer decente y no una descarada libertina, él empezó a llegar tarde a casa por la noche. Fue entonces -ella, erróneamente, pensaba que andaba con prostitutas- cuando él empezó a meterse en política, y no al viejo estilo, quiá, el señor Sabihondo tenía que unirse a los mismos diablos, al partido comunista nada menos, a pesar de todos sus principios; porque eran unos demonios, sí, mucho peores que las prostitutas. Y, por estos juegos con las fuerzas ocultas, ella había tenido que liar bártulos a toda prisa y embarcarse para Inglaterra con dos niñas pequeñas; por esas brujerías ideológicas ella había tenido que soportar todas las privaciones y humillaciones del proceso de la inmigración; y, por aquel diabolismo de su marido, ella estaba condenada a vivir para siempre en esta Inglaterra y a no volver a ver su pueblo. «Inglaterra -le dijo una vez- es tu venganza contra mí por haberte impedido hacer obscenidades con mi cuerpo.» Él no respondió, y ya se sabe que quien calla otorga.

¿Y qué era lo que les permitía subsistir en esta Vilayet de su exilio, esta Yuké de la venganza de su libidinoso marido? ¿Qué? ¿Sus libros? Su Gitanjali, sus Églogas o esa comedia, Othello, que, según él, en realidad era Attallah o Attaullah, pero el autor no sabía ortografía, y por cierto, ¿qué autor podía ser ése?

Pues era: sus guisos. «Shaandaar -elogiaba la gente-. Extraordinario, exquisito, delicioso.» De todo Londres iban los clientes a comer sus sarnosas, su chaat de Bombay y sus gulab jamans llegados directamente del Paraíso. ¿Y qué le quedaba que hacer a Sufyan? Cobrar, servir el té, correr de un lado al otro y comportarse como un criado, a pesar de todo su saber. Oh, sí, claro, a los clientes les gustaba su personalidad, él siempre tuvo un carácter muy agradable, pero en una casa de comidas lo que se paga no es la conversación. Jale-bis, barfi, Especial del Día. ¡Qué vueltas da la vida! Ahora ella era el ama. ¡Victoria!

Y, no obstante, también era indiscutible que ella, cocinera y mantenedora de la familia, artífice del éxito del Shaandaar Café que les había permitido comprar todo el edificio de cuatro pisos y alquilar sus habitaciones; ella era quien se sentía envuelta, como en un mal aliento, en el miasma del fracaso. Mientras Sufyan seguía brillando, ella estaba apagada como una bombilla con el filamento roto, como una estrella o como una llama extinguida. -¿Por qué?- ¿Por qué, mientras Sufyan, que se había visto privado de vocación, alumnos y respeto, brincaba como un corderito e, incluso, empezaba a aumentar de peso y en el Mismo Londres engordaba todo lo que no se había engordado en su tierra; por qué, cuando a ella se le había otorgado el poder que le había sido arrebatado a él, ella era -como decía su marido- la «mustia», la «penas», la «suspiros»? Simple: no era «a pesar de», sino «a causa de». Todo lo que ella reverenciaba había sido trastocado; en este proceso de traslación, se había perdido.

El idioma: obligada como ahora se veía a emitir esos sonidos extraños que le cansaban la lengua, ¿no tenía derecho a lamentarse? El hogar: ¿qué importaba que, en Dhaka, vivieran en el modesto piso de un maestro y ahora, gracias a su espíritu emprendedor, amor al ahorro y habilidad con las especies ocuparan un edificio de cuatro pisos con terrazas? ¿Dónde estaba ahora la ciudad que ella conocía? ¿Dónde, el pueblo de su juventud y las verdes riberas de su tierra? Las costumbres en torno a las cuales ella había construido toda su vida también se habían perdido o, por lo menos, costaba mucho trabajo encontrarlas. En esta Vilayet nadie tenía tiempo para la pausada cortesía de la vida de allá, ni para la práctica de la religión. Además: ¿no estaba obligada a aguantar a un donnadie de marido cuando antes ella podía ufanarse de su digno cargo? ¿Dónde estaba la satisfacción de tener que trabajar para vivir, para mantener a toda la familia, cuando antes ella podía quedarse en su casa, rodeada de una pompa halagüeña? Y ella sabía, y cómo no iba a saber, que debajo de la jovialidad de su marido había tristeza, y esto también era una derrota; nunca se había sentido una esposa tan inútil, porque, ¿qué clase de mujer es la que no puede alegrar a su marido y tiene que ver su falsa alegría y resignarse, como si fuera el artículo genuino? Además: habían venido a un demonio de ciudad en la que podía ocurrir cualquier cosa; las ventanas se te hacían pedazos a medianoche sin causa aparente; cuando ibas por la calle, unas manos invisibles te derribaban; en las tiendas oías unas palabrotas que te parecía que se te caían las orejas, y cuando volvías la mirada hacia el lugar de donde venían las palabras no había más que aire y caras risueñas; y no había día en que no te enterases de tal chico, o chica, que había sido golpeada por los espíritus. Sí, una tierra de fantasmas y diablos, cómo explicarlo; lo mejor era quedarse en casa, no salir ni para echar una carta al correo, quedarse en casa, pasar el cerrojo, decir las oraciones, y así los duendes (quizá) se mantendrían alejados. ¿Razones del fracaso? Baba, ¿y quién podría contarlas? No sólo era la mujer de un hostelero y una esclava de la cocina, sino que no podía fiarse ni de su propia gente; hombres que ella siempre consideró respetables, sharif, que se divorciaban por teléfono de la mujer que había quedado en su tierra y se iban con cualquier haramzadi femenino, y muchachas muertas por la dote (hay cosas que pasan fronteras sin pagar aduana); y, lo peor de todo, el veneno de esta isla diabólica había contaminado a sus niñas, que se negaban a hablar su lengua materna, a pesar de que entendían hasta la última palabra; lo hacían sólo para mortificar; por qué si no Mishal se había cortado el pelo y se había puesto en él un arco iris; y todos los días, gritos, disputas, desobediencia.

Y, lo más triste, que en sus quejas no había nada nuevo, que así era la vida de las mujeres como ella, por lo que ya no era sólo una, sólo ella, sólo Hind, esposa del maestro Sufyan; se había hundido en el anonimato, en la pluralidad uniforme había pasado a ser una-de-tantas-como-ella. Ésta era la lección de la historia: las-como-ella no podían hacer nada más que sufrir, recordar y morir.

Lo que ella hacía: para no reconocer la debilidad de su marido, lo trataba, casi siempre, como a un gran señor, como a un monarca, porque en su mundo perdido, su gloria era la de él: para no reconocer a los espíritus que acechaban fuera del café, ella se quedaba dentro, enviando a otras personas a comprar las provisiones, y también a alquilar las películas de vídeo bengalí e hindi gracias a las cuales (y a su creciente colección de revistas de cine indias) podía mantenerse en contacto con los sucesos del «mundo real», como la extraña desaparición del incomparable Gibreel Farishta y el posterior anuncio de su trágica muerte en una catástrofe aérea; y ella, para desahogar sus sentimientos de desesperación, derrota y fatiga, gritaba a sus hijas. La mayor de las cuales, para vengarse, se cortó el pelo y hacía que los pezones se le transparentaran a través de unas camisas que se ceñía provocativamente al cuerpo.

La llegada de un demonio en regla, un macho cabrío con sus cuernos, fue, después de todo ello, algo así como la última gota que hace derramar el vaso o, por lo menos, la penúltima.

* * *

Los residentes del Shaandaar se reunieron de noche en la cocina para una improvisada reunión de emergencia en la cumbre. Mientras Hind echaba imprecaciones al caldo de pollo, Sufyan instaló a Chamcha en una mesa, acercándole, para que el infeliz se sentara, una silla de aluminio con asiento de plástico azul, e inició la sesión. Me place señalar que el exiliado maestro de escuela citó, con su mejor tono didáctico, las teorías de Lamarck. Cuando Jumpy hubo referido la fantástica historia de la caída del cielo de Chamcha -el protagonista estaba muy inmerso en el caldo de pollo y en su dolor para hablar por sí mismo-, Sufyan, aspirando el aire por entre los dientes, aludió a la última edición de El origen de las especies. «Ahí hasta el propio gran Charles aceptaba la noción de la mutación in extremis, para asegurar la supervivencia de la especie; y que si sus discípulos -siempre más darwinianos que él mismo- repudiaron, póstumamente, tal herejía lamarckiana, insistiendo en la selección natural y nada más, no obstante, yo debo reconocer que esta teoría no se hizo extensiva a la supervivencia de un ejemplar individual sino únicamente al conjunto de la especie; además, por lo que respecta a la naturaleza de la mutación, el problema consiste en comprender la verdadera utilidad del cambio.»

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