Era un pueblo musulmán, por lo cual Osman, el converso, había venido a él después de abrazar la fe, con su traje de payaso y su toro «boom boom», en un acto de desesperación, para probar si un nombre musulmán le daba más suerte que anteriores cambios de nombre, como, por ejemplo, cuando se dio a los intocables el nuevo nombre de «hijos de Dios». Siendo hijo de Dios en Chatnapatna no podía ni sacar agua del pozo de la ciudad, porque el contacto de un paria habría contaminado el agua potable… Osman, sin tierras y, al igual que Ayesha, huérfano, se ganaba la vida haciendo de payaso. Su toro llevaba cucuruchos de papel rojo en los cuernos y muchos adornos brillantes en el morro y el lomo. Iban de pueblo en pueblo, a las bodas y otras fiestas, haciendo un número en el que el toro era la imprescindible pareja de Osman y movía el testuz de arriba abajo en respuesta a sus preguntas, una vez: no; dos veces: sí. «Qué bonito es este pueblo, ¿verdad?» Boom, negaba el toro.
«¿Que no? Sí que lo es. Mira ¿no es buena la gente?» Boom.
«¿Cómo? ¿Es un pueblo de pecadores?» Boom, boom.
«¡Baapuré! Entonces, ¿todos irán al infierno?» Boom, boom.
«Pero, bhaijan. ¿Hay esperanza para ellos?» Boom, boom, el toro les ofrecía la salvación. Osman, excitado, acercaba el oído al morro del toro. «Di pronto. ¿Qué tienen que hacer para salvarse?» Entonces el toro arrancaba la gorra de la cabeza de Osman y la pasaba entre los espectadores, y Osman asentía alegremente. Boom, boom.
Osman, el converso, y su toro boom-boom tenían muchas simpatías en Titlipur, pero el muchacho sólo deseaba el afecto de una persona, y ella no se lo daba. Él había reconocido que su conversión al Islam había sido, sobre todo, táctica. «Sólo para poder beber, bibi, ¿qué va a hacer uno?» Ella se escandalizó de su confesión, le participó que no tenía nada de musulmán, que su alma estaba en peligro y que, por ella, podía volver a Chatnapatna y morirse de sed. Se puso colorada al decírselo, con una decepción exagerada, y fue la vehemencia de esta decepción lo que dio ánimo a Osman para quedarse en cuclillas a una docena de pasos de su casa, día tras día, pero ella seguía pasando por su lado con la frente alta, sin un triste buenos días o me alegraré de que estés bien.
Una vez a la semana, los carros de patatas de Titlipur, en cuatro horas de viaje, recorrían el estrecho camino surcado de roderas para ir a Chatnapatna, que se encontraba en el cruce del camino con la gran línea del ferrocarril. En Chatnapatna se erguían los altos silos de reluciente aluminio de los mayoristas de patatas, pero esto no tenía nada que ver con las visitas regulares de Ayesha a la ciudad. Ella se subía a uno de los carros de patatas, agarrando un pequeño hato de arpillera en el que llevaba sus juguetes al mercado. Chatnapatna era famosa en toda la región por sus chucherías para niños, juguetes de madera y figuritas de esmalte. Osman y su toro salían al extremo del baniano a despedirla y se quedaban mirando cómo se bamboleaba encima de los sacos de patatas hasta que no era más que un puntito lejano.
En Chatnapatna, ella se dirigió a casa de Sri Srinivas, dueño de la fábrica de juguetes más importante de la ciudad. En las paredes se leían las frases políticas del día: Vota a Hand. O, más cortésmente: Sírvase votar por CP (M). Encima de estas exhortaciones campeaba el ufano rótulo: Juguetes Srinivas. Nuestro lema: Sinceridad amp; Creatividad. Dentro estaba Srinivas: un gigantón gelatinoso de unos cincuenta años, con la cabeza monda como un sol, al que toda una vida dedicada a la venta del juguete no había agriado el carácter. Ayesha le debía el sustento. Él había quedado tan prendado de su arte que se ofreció a comprar todos los muñequitos que ella pudiera hacer. Pero aquel día, a pesar de su habitual jovialidad, Srinivas frunció el ceño cuando Ayesha sacó del hato dos docenas de figuras de un muchacho con gorro de payaso acompañado de un toro muy engalanado que movía su adornada cabeza. Al comprender que Ayesha había perdonado a Osman su conversión, Sri Srinivas exclamó: «Ese hombre es un traidor a su nacimiento, como tú sabes bien. ¿Qué clase de persona es la que cambia de dioses con la misma facilidad que de dhotis? Sabe Dios cómo se te ha ocurrido tal cosa, muchacha, pero esos muñecos no los quiero.» De la pared situada detrás del escritorio colgaba un certificado en un marco impreso en artísticos caracteres: Por el presente se certifica que MR. SRI S. SRINIVAS es experto en Historia Geológica del Planeta Tierra, por haber volado a través del Gran Cañón con SCENIC AIRLINES. Srinivas cerró los ojos y cruzó los brazos, como un Buda taciturno, con la indiscutible autoridad del que ha volado. «Ese chico es un demonio», dijo categóricamente, y Ayesha envolvió los muñecos en la arpillera y, sin discutir, dio media vuelta para marcharse. Srinivas abrió los ojos. «¡Condenada muchacha! -gritó-. ¿Es que no vas a protestar? ¿Crees que no sé que necesitas el dinero? ¿Por qué has hecho esa tontería? ¿Qué vas a hacer ahora? Anda, hazme unos cuantos muñecos de PF de prisa, y te los pagaré a buen precio, con una prima, porque soy generoso a más no poder.» El muñeco PF, de Planificación Familiar, era invento personal de Mr. Srinivas, una variante de la muñeca rusa destinada a fomentar la responsabilidad social. Dentro de un muñeco Abba con traje y zapatos había una muñeca Amma con sari, y, dentro de ella, una hija que, a su vez, llevaba un hijo. Dos hijos y basta: éste era el mensaje de las mujeres. «Trabaja de prisa, de prisa -gritó Srinivas al despedir a Ayesha-. Los muñecos PF se venden muy bien.» Ayesha se volvió y le sonrió. «No te preocupes por mí, Srinivasji.»
Ayesha, la huérfana, tenía diecinueve años cuando emprendió el camino de regreso a Titlipur por la ruta de las patatas surcada de roderas, pero cuando llegó a su pueblo, unas cuarenta y ocho horas después, había alcanzado la intemporalidad, porque su cabello se había vuelto blanco como la nieve y su piel había recuperado la luminosa perfección de la de un recién nacido, y aunque estaba completamente desnuda, las mariposas se habían posado en su cuerpo en tan grandes enjambres que parecía llevar un vestido de la tela más fina del mundo. Osman, el payaso, ensayaba con su toro cerca del camino, porque, si bien la gran demora en el regreso de Ayesha le había producido viva angustia y pasó toda la noche buscándola, también tenía que ganarse la vida. Al verla, aquel muchacho que nunca había respetado a Dios por haber nacido intocable, se sintió lleno de un santo temor y no se atrevió a acercarse a la muchacha de la que estaba perdidamente enamorado.
Ella entró en su choza y durmió un día y una noche de un tirón. Luego, fue en busca del jefe del pueblo, sarpanch Muhammad Din, y le comunicó con toda naturalidad, que el arcángel Gibreel se le había aparecido en una visión y se había acostado a su lado a descansar. «La grandeza ha descendido entre nosotros -informó al alarmado sarpanch, que hasta entonces se había preocupado más de los contingentes de patatas que de la trascendencia-. Se nos exigirá todo y también se nos dará todo.»
En otra parte del árbol, Khadija, la esposa del sarpanch, consolaba a un lloroso payaso que no se resignaba a que un ser superior le quitara a su amada Ayesha, porque cuando un arcángel yace con una mujer la hace inaccesible a los hombres. Khadija era vieja, distraída y torpe cuando trataba de ser cariñosa, y dio a Osman un pobre consuelo: «El sol siempre se esconde cuando rondan los tigres», viejo adagio que significa que las desgracias nunca vienen solas.
Poco después de que trascendiera la noticia del milagro, la joven Ayesha fue llamada a la casa grande, y en días sucesivos pasó largas horas encerrada con la esposa del zamindar, la begum Mishal Akhtar, cuya madre también había llegado de visita y se había encariñado con la esposa de blancos cabellos del arcángel.