Fue el baile en el que un tal Juan Julia, apodado El Buitre por su cadavérico semblante, bebió demasiado e insultó el honor de Aurora del Sol, y no paró hasta que Martín no tuvo más remedio que pelear, eh, Martín, por qué te gusta tanto follar con ésa. Yo creía que era muy sosa. «Vámonos del baile», dijo Martín y, en la oscuridad, recortando sus siluetas sobre el resplandor de los farolillos colgados de los árboles alrededor de la pista de baile, los dos hombres se envolvieron el antebrazo con el poncho, sacaron el cuchillo, dieron vueltas y lucharon. Juan murió. Martín de la Cruz tomó el sombrero del muerto y lo arrojó a los pies de Aurora del Sol. Ella recogió el sombrero y siguió con la mirada al hombre que se alejaba.
Rosa Diamond, a los ochenta y nueve años, con un vestido plateado ceñido al cuerpo, boquilla en una enguantada mano y un turbante de plata en la cabeza, bebía gin-and-sin en una copa cónica verde y hablaba de los viejos buenos tiempos. «Quiero bailar -dijo de pronto-. Es mi cumpleaños y no he bailado ni una sola vez.»
* * *
El esfuerzo de aquella noche en la que Rosa y Gibreel bailaron hasta el amanecer resultó excesivo para la anciana, que al día siguiente tuvo que quedarse en la cama con unas décimas de fiebre que provocaron nuevas apariciones delirantes: Gibreel vio a Martín de la Cruz y Aurora del Sol bailar flamenco en el tejado de dos aguas de la casa Diamond, y a peronistas vestidos de blanco que hablaban del futuro a una concentración de peones en el cobertizo: «Con Perón, estas tierras serán expropiadas y repartidas entre el pueblo. Los ferrocarriles ingleses también pasarán a ser propiedad del Estado. Vamos a echar a esos bandidos, a esos piratas…» El busto de escayola de Henry Diamond flotaba en el aire, observando la escena, y un agitador vestido de blanco gritó, señalándolo con el dedo: Ahí está vuestro opresor; ahí está el enemigo. A Gibreel le dolía tanto el vientre que temía por su vida, pero en el mismo instante en que su razón le sugería la posibilidad de una úlcera o una apendicitis, el resto de su cerebro le susurraba la verdad: que la voluntad de Rosa lo tenía prisionero y lo manipulaba, del mismo modo que el ángel Gibreel había sido obligado a hablar por la irresistible necesidad de Mahound, el Profeta.
«Se muere -pensó-. No durará mucho.» Rosa Diamond, revolviéndose en las garras de la fiebre, hablaba del veneno del ombú y de la antipatía de su vecino, el doctor Babington, que preguntó a Henry ¿su esposa es quizá lo bastante pacífica para la vida pastoral? y (cuando ella se recuperó del tifus) le regaló un ejemplar de los relatos de los viajes de Americo Vespucci. «Este hombre era un gran imaginativo, desde luego -sonrió Babington-. Pero la imaginación puede ser más fuerte que los hechos; después de todo, le pusieron su nombre a continentes.» Cuanto más se debilitaba más energías vertía ella en sus sueños de la Argentina, y Gibreel sentía como si el ombligo le ardiera. Estaba derrumbado en una butaca, al lado de la cama, y, según transcurrían las horas, se multiplicaban las apariciones. Llenaba el aire una música de instrumentos de viento de madera y, lo más maravilloso, muy cerca de la orilla, apareció una pequeña isla blanca que se mecía en las olas como una balsa; era tan blanca como la nieve, con una playa de arena blanca que se elevaba hasta un grupo de árboles albinos, blancos como el hueso, blancos como el papel hasta las puntas de las hojas.
Después de la aparición de la isla blanca, Gibreel cayó en un profundo letargo. Repantigado en la butaca del dormitorio de la moribunda, se le cerraban los párpados, sentía cómo el peso de su cuerpo aumentaba hasta que todo movimiento resultó imposible. Entonces se vio en otra habitación, con pantalón negro con botones de plata en las pantorrillas y una gran hebilla en la cintura. ¿Me mandó usted llamar, don Enrique?, decía al hombre corpulento y blando que tenía la cara blanca como un busto de escayola, pero él sabía quién le había mandado llamar, y no apartaba los ojos de la cara de la mujer, ni siquiera cuando la vio sonrojarse sobre el cuello de encaje fruncido.
Henry Diamond se negó a permitir a las autoridades que intervinieran en el asunto de Martín de la Cruz, esta gente son responsabilidad mía, dijo a Rosa, es cuestión de honor. No contento con ello, se esforzaba por demostrar su confianza en el homicida De la Cruz, por ejemplo, nombrándole capitán del equipo de polo de la estancia. Pero don Enrique nunca volvió a ser el mismo después de que Martín matara al Buitre. Cada vez se cansaba más fácilmente y se le veía inquieto y distraído y hasta perdió el interés por los pájaros. Las cosas empezaron a decaer en Los Álamos, imperceptiblemente al principio y luego con más claridad. Volvieron los hombres del traje blanco y esta vez no fueron expulsados. Cuando Rosa Diamond contrajo el tifus, había muchos en la estancia que lo consideraron señal de la decadencia de la hacienda.
Qué hago yo aquí, pensó Gibreel con viva alarma, al verse de pie delante de don Enrique, en el despacho del estanciero, mientras doña Rosa se sonrojaba en su rincón, éste es el lugar de otra persona. Gran confianza en ti -decía Henry, no en inglés, pero, no obstante, Gibreel le entendía-. Mi esposa tiene que hacer una excursión en coche, aún está convaleciente, y tú la acompañarás… En Los Álamos hay responsabilidades que me impiden ir a mí. Ahora tengo que hablar yo, pero qué digo, y cuando abrió la boca salieron palabras extrañas, será un honor para mí, don Enrique, taconazo, inedia vuelta, mutis.
Rosa Diamond, con su debilidad de ochenta y nueve años, había empezado a soñar la más importante de sus historias que había reservado durante más de medio siglo, y Gibreel iba a caballo detrás de su Hispano-Suiza, de estancia en estancia, por un bosque de arrayanes, a los píes de la alta cordillera, llegando a estancias pintorescas, construidas al estilo de castillos escoceses o palacios indios, visitando las tierras de Mr. Cadwallader Evans, el de las siete esposas que estaban encantadas por tener sólo una noche de servicio a la semana, y los territorios del tristemente célebre MacSween, que se había enamorado de las ideas que llegaban a la Argentina desde Alemania y empezaba a hacer ondear del asta de su estancia una bandera roja en cuyo centro, dentro de un círculo blanco, bailaba una cruz negra y retorcida. Fue en la estancia de MacSween donde cruzaron la laguna y Rosa vio por primera vez la isla blanca de su destino, y se empeñó en almorzar allí, pero sin que la acompañaran ni la doncella ni el chófer, llevándose sólo a Martín de la Cruz para que remara y extendiera una manta escarlata en la arena blanca y le sirviera la carne y el vino.
Blanco como la nieve, rojo como la sangre y negro como el ébano. Cuando ella, con su falda negra y su blusa blanca, se hallaba sentada sobre el escarlata que, a su vez, estaba extendido sobre el blanco, y él (también de blanco y negro) echaba vino rojo en una copa que ella sostenía con su mano enguantada en blanco, entonces, para asombro de sí mismo, él, maldición y condenación, él le tomó la mano y empezó a besarla, algo ocurrió, la escena se difuminó y al minuto estaban tendidos en la manta escarlata, rodando sobre los quesos, los fiambres y las ensaladas y patés, que quedaron aplastados bajo el peso de su deseo, y cuando volvieron al Hispano-Suiza fue imposible ocultar nada al chófer y a la doncella, por las manchas de comida de sus ropas; pero al minuto siguiente ella se apartaba de él no con crueldad sino con tristeza, retirando la mano y moviendo ligeramente la cabeza, no, y él, de pie, se inclinó y retrocedió, dejándola con la virtud y el almuerzo intactos, las dos posibilidades se alternaban mientras Rosa se moría dando vueltas en la cama, ¿lo hizo, no lo hizo?, elaborando la última versión de la historia de su vida, incapaz de decidir cuál de las dos quería que fuera cierta.