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Las fortunas de la ciudad de Jahilia se hicieron gracias a la supremacía de la arena sobre el agua. En los viejos tiempos, se creía más seguro transportar las mercancías por el desierto que por los mares, en los que en cualquier momento podían atacar los monzones. En aquellos tiempos anteriores a la meteorología estas cosas eran imposibles de predecir. Por esta razón, los caravanserrallos prosperaban. Los productos del mundo iban de Zafar a Saba y de allí a Jahilia y al oasis de Ahrib y hasta Midian, donde vivía Moisés, y de allí a Aqabah y Egipto. De Jahilia partían otras rutas; al Este y Noreste, hacia Mesopotamia y el gran Imperio persa. A Petra y a Palmira, donde Salomón amó a la reina de Saba. Aquéllos eran días prósperos. Pero ahora las flotas que surcan las aguas que rodean la península son más osadas; sus tripulaciones, más diestras; sus instrumentos de navegación, más exactos. Las caravanas de camellos pierden clientela ante los barcos. La nave del desierto y la nave marina, la vieja rivalidad; ahora, la balanza del poder se decanta. Los gobernantes de Jahilia se irritan, pero poco pueden hacer. A veces, Abu Simbel piensa que sólo las peregrinaciones salvan a la ciudad de la ruina. El consejo busca por todo el mundo imágenes de dioses ajenos para atraer a nuevos peregrinos a la ciudad de arena; pero también en esto hay competencia. En Saba se ha construido un gran templo, un santuario que rivalizará con la Casa de la Piedra Negra. Muchos peregrinos son atraídos hacia el Sur, y en la feria de Jahilia disminuyen los visitantes.
Por recomendación de Abu Simbel, los gobernantes de Jahilia han añadido a las prácticas religiosas el tentador y picante aliciente de la disipación. La ciudad se ha hecho famosa por su depravación: antro de juego, burdel, un lugar en el que suenan canciones obscenas y música alocada y estrepitosa. Una vez, varios miembros de la tribu de los sharks fueron muy lejos impulsados por su codicia del dinero de los peregrinos. Los guardianes de la puerta de la Casa empezaron a exigir sobornos a los cansados viajeros; cuatro de ellos, furiosos por lo exiguo de la propina, arrojaron a dos peregrinos por las grandes y empinadas escaleras causándoles la muerte. Esta costumbre fue contraproducente, ya que desanimó a muchos a repetir el viaje… Hoy las peregrinas son raptadas para conseguir rescate o vendidas como concubinas. Pandillas de jóvenes sharks patrullan por la ciudad imponiendo su propia ley. Se dice que Abu Simbel se reúne en secreto con los jefes de las bandas para organizar sus actividades. Éste es el mundo al que Mahound ha traído su mensaje: uno uno uno. En medio de tanta multiplicidad, suena como una palabra peligrosa.
El Grande de Jahilia se incorpora y, de inmediato, las concubinas se acercan para reanudar los untes y masajes. Él las despide agitando la mano y da una palmada. Entra el eunuco. «Lleva un mensaje a casa del kahin Mahound», ordena Abu Simbel. Le pondremos una pequeña prueba. Una contienda justa: tres contra uno.
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Aguador inmigrante esclavo: los tres discípulos de Mahound se lavan en la fuente de Zamzam. En la ciudad de arena, su obsesión por el agua hace de ellos unos excéntricos. Abluciones y más abluciones: las piernas, hasta la rodilla; los brazos, hasta el codo; la cabeza, hasta el cuello. El tronco seco, las extremidades mojadas y el pelo húmedo, ¡qué tipos tan raros! Splish, splosh, lavar y rezar. De rodillas, hundiendo brazos, piernas y cabeza en la ubicua arena y, luego, vuelta a empezar el ciclo de agua y oración. Son blancos fáciles para la pluma de Baal. Su amor al agua es una especie de traición; el pueblo de Jahilia reconoce la omnipotencia de la arena. Se mete entre los dedos de las manos y de los pies, se deposita en las pestañas y se hace costra en los poros. Ellos se abren al desierto: ven, arena, inúndanos de aridez. Así son los jahilitas, desde el primero hasta el último. Son gente de silicio, y ahora entre ellos hay partidarios del agua.
Baal, a distancia -con Bilal no se puede jugar-, los provoca. «Si las ideas de Mahound tuvieran algún valor, ¿creéis que serían aceptadas únicamente por gentuza como vosotros?» Salman apacigua a Bilal: «Debemos sentirnos honrados de que el poderoso Baal se digne atacarnos», sonríe, y Bilal se relaja y desiste. Khalid, el aguador, está inquieto, y cuando ve acercarse la figura corpulenta de Hamza, tío de Mahound, corre ansiosamente hacia él. Hamza, a los sesenta años, todavía es el luchador y el cazador de leones más famoso de la ciudad. No obstante, la verdad es menos gloriosa que los elogios: muchas veces, Hamza ha sido vencido en el combate y salvado por los amigos o por la suerte; rescatado de las fauces de los leones. Él tiene dinero suficiente para hacer que estos detalles no trasciendan. Y la edad, y la supervivencia, imprimen una especie de refrendo en una leyenda marcial. Bilal y Salman se olvidan de Khalid y siguen a Baal. Los tres están nerviosos, son jóvenes.
Todavía no ha vuelto a casa, dice Hamza. Y Khalid, preocupado: Pero si hace horas. ¿Qué estará haciéndole ese canalla, torturándole, empulgueras, látigo? Salman, una vez más, es el más tranquilo: No es el estilo de Simbel, dice; debe de ser algo más taimado, podéis estar seguros. Y Bilal vocifera lealmente: Taimado o no, yo tengo fe en él, en el Profeta. Él no sucumbirá. Hamza se limita a reprochar ligeramente: Oh, Bilal, ¿cuántas veces habré de decírtelo? Conserva tu fe para Dios. El Mensajero sólo es un hombre. La tensión estalla en Khalid: se planta ante el viejo Hamza y pregunta: ¿Quieres decir que el Mensajero es débil? Por más tío que seas… Hamza golpea al aguador sobre una oreja. No le demuestres tu miedo, dice, ni aunque estés medio muerto.
Los cuatro están otra vez lavándose cuando llega Mahound; se arremolinan alrededor de él quiénquéporqué. Hamza se mantiene apartado. «Sobrino, esto no me gusta -dice con su áspera voz de soldado -. Cuando bajas de Coney, hay en ti un resplandor; hoy todo son sombras.»
Mahound se sienta en el brocal del pozo y sonríe. «Me han ofrecido un trato.» ¿Abu Simbel?, grita Khalid. Inconcebible. Recházalo. El leal Bilal le reprende: No sermonees al Mensajero. Naturalmente, él lo ha rechazado. Salman, el persa, pregunta: Qué trato. Mahound sonríe otra vez. «Por lo menos, uno de vosotros quiere enterarse.»
«Es una cosa pequeña -vuelve a empezar-. Un grano de arena. Abu Simbel pide a Alá que le conceda una pequeña gracia.» Hamza ve que está exhausto. Como si hubiera estado peleando con un demonio. El aguador grita: «¡Nada! ¡Ni un adarme!» Hamza le hace callar.
«Si nuestro gran Dios quisiera conceder… él usó esta palabra: conceder… que tres, sólo tres de los trescientos sesenta ídolos de la casa son dignos de adoración…»
«¡No hay más dios que Dios!», grita Bilal. Y sus compañeros hacen coro: «¡Ya, Alá!» Mahound parece enojado. «¿Quieren los fieles oír al Mensajero?» Ellos enmudecen, restregando los pies en el polvo.
«Él pide que Alá reconozca a Lat, Uzza y Manat. A cambio, él garantiza que nosotros seremos tolerados, incluso oficialmente reconocidos; en señal de lo cual yo voy a ser elegido miembro del consejo de Jahilia. Ésta es la oferta.»
Salman, el persa, dice: «Es una trampa. Si tú subes al Coney y luego bajas con semejante Mensaje, él te preguntará cómo conseguiste que Gibreel te hiciera la revelación precisa. Entonces podrá llamarte charlatán y farsante.» Mahound mueve la cabeza. «Tú sabes, Salman, que yo he aprendido a escuchar. Esta manera de escuchar es especial; es también una manera de preguntar. Muchas veces, cuando Gibreel viene, es como si él supiera lo que hay en mi corazón. Casi siempre me da la impresión de que él viene de dentro de mi corazón; de lo más profundo, de mi alma.»