Jahilia, ciudad de comerciantes. El nombre de la tribu es Shark.
En esta ciudad, Mahound, el comerciante-profeta, está fundando una de las grandes religiones del mundo; y en este día, el día de su cumpleaños, ha llegado a la encrucijada de su vida. Una voz le susurra al oído: ¿Qué clase de idea eres tú? ¿Hombre o ratón?
Nosotros conocemos la voz. Ya la oímos una vez.
* * *
Mientras Mahound trepa al Coney, Jahilia celebra otro aniversario. En los tiempos antiguos, el patriarca Ibrahim llegó a este valle con Hagar e Ismail, el hijo de ambos. Aquí, en este desierto, la abandonó. Ella le preguntó ¿puede ser esto voluntad de Dios? Y él respondió lo es. Y se marchó, el muy canalla. Desde el principio, los hombres han utilizado a Dios para justificar lo injustificable. Sus designios son insondables, dicen los hombres. No es de extrañar, entonces, que las mujeres se hayan vuelto hacia mí… Pero no nos desviemos; Hagar no era una pécora. Ella tenía confianza: pues entonces él no permitirá que yo muera. Cuando Ibrahim la dejó ella dio de mamar al niño hasta que se quedó sin leche. Luego subió dos montañas, Safa y Marwah, corriendo de una a otra en su desesperación, tratando de descubrir una tienda, un camello, un ser humano. No vio nada. Entonces fue cuando acudió a ella Gibreel y le mostró las aguas de Zamzam. Y Hagar sobrevivió; pero ¿por qué se congregan ahora los peregrinos? ¿Para celebrar que ella se salvara? No, no. Celebran el honor que fue otorgado al valle con la visita de, sí, lo han adivinado, Ibrahim. En el nombre de aquel amante esposo se reúnen, rezan y, sobre todo, gastan.
Hoy Jahilia es toda perfume. Los aromas de Arabia, de Arabia Odorífera, impregnan el aire: bálsamo, cassis, canela, incienso, mirra. Los peregrinos beben el vino de la datilera y pasean por la gran feria de la fiesta de Ibrahim. Y, entre ellos, deambula uno cuyo sombrío ceño se destaca entre la alegre muchedumbre: un hombre alto, con ropas anchas y blancas, casi toda una cabeza más alto que Mahound. Lleva la barba recortada, siguiendo el contorno de su cara de mejillas hundidas y pómulos pronunciados. Camina con el contoneo, con la elegancia terrible del poder. ¿Cómo se llama? Por fin, la visión da su nombre; también lo ha cambiado el sueño. Éste es Karim Abu Simbel, grande de Jahilia, esposo de la feroz Hind. Jefe del consejo de la ciudad, dueño de incalculables riquezas, de los lucrativos templos de las puertas de la ciudad y de muchos camellos, controlador de caravanas y esposo de la mujer más hermosa de la región. ¿Qué había de conmover las ideas de semejante hombre? No obstante, también Abu Simbel se acerca a una encrucijada. Un nombre le roe por dentro, y ya pueden ustedes imaginar cuál es, Mahound, Mahound, Mahound.
¡Qué esplendor el de la feria de Jahilia! Aquí, en amplias tiendas perfumadas, se exhiben especias, hojas de sena, maderas fragantes; aquí están los vendedores de perfume que compiten por las narices, y por las bolsas, de los peregrinos. Abu Simbel se abre paso entre la multitud. Los comerciantes, judíos, monofisitas y nabateos, compran y venden objetos de plata y oro, pesando y mordiendo monedas con diente experto. Aquí hay lino de Egipto y seda de la China; de Basra, armas y grano. Hay juego, y bebida, y baile. Hay esclavos en venta: nubios, anatolios, etíopes. Las cuatro ramas de la tribu de Shark controlan distintos sectores de la feria. Los perfumes y especias, en las Tiendas Escarlata, y los tejidos y cueros, en las Tiendas Negras. El grupo de Pelo de Plata se encarga de los metales preciosos y las espadas. La diversión -dados, danzarinas, vino de palma, hachís y afeem- compete a la cuarta rama, los Dueños de los Camellos Moteados, que también dirigen el mercado de esclavos. Abu Simbel mira al interior de una tienda de danza. Los peregrinos están sentados sosteniendo la bolsa del dinero con la mano izquierda; de vez en cuando una moneda pasa de la bolsa a la palma de la mano derecha. Las danzarinas mueven el vientre y sudan sin apartar la mirada de los dedos de los peregrinos; cuando dejan de correr las monedas, termina la danza. El gran hombre hace una mueca y deja caer el alerón de la tienda.
Jahilia está construida en una serie de desiguales círculos. Sus casas se esparcen hacia el exterior partiendo de la Casa de la Piedra Negra, aproximadamente por orden de riqueza y rango. El palacio de Abu Simbel está en el primer círculo, el más interno; él avanza por una de las sinuosas calles radiales barridas por el viento, por delante de los numerosos videntes de la ciudad que, a cambio del dinero de los peregrinos, trinan, rugen o silban, poseídos por djinnis de pájaros, fieras o serpientes. Le sale al paso, en cuclillas, una hechicera que no ha visto a quién aborda: «¿Quieres cautivar el corazón de una muchacha, mi bien? ¿Quieres tener a tu merced a un enemigo? ¡Prueba mis artes; prueba mis nuditos!» Y levanta una cuerda de nudos, haciéndola oscilar, captador de vidas humanas; pero, al ver a quien tiene delante, deja caer el brazo con desencanto y se aleja refunfuñando entre la arena.
Por todas partes, ruidos y codos. Los poetas declaman, subidos a cajas, y los peregrinos arrojan monedas a sus pies. Hay bardos que recitan versos rajaz cuyo metro tetrasílabo se inspira, según la leyenda, en el paso del camello; otros recitan qasidah, poemas de amantes ingratas, aventuras del desierto, la caza del onagro. Dentro de un día aproximadamente se celebrará el concurso anual de poesía, después del cual los siete mejores versos serán clavados en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Los poetas se preparan para el gran día; Abu Simbel ríe de los cantores que cantan sátiras malévolas y odas vitriólicas encargadas por un jefe contra otro, por una tribu contra su vecina. Y saluda inclinando la cabeza cuando uno de los poetas se sitúa a su lado acomodando el paso, un joven delgado y vivaz de dedos nerviosos. Este hombre, a pesar de su juventud, posee la lengua más temida de
toda Jahilia, pero hacia Abu Simbel se muestra casi deferente. «¿Por qué tan preocupado, grande? Si no estuvieras perdiendo el pelo, yo te diría que te lo soltaras.» Abu Simbel esboza su sonrisa oblicua. «Qué reputación la tuya – murmura-. Cuánta fama, incluso antes de que se te caigan los dientes de leche. Cuidado no tengamos que arrancártelos.» Bromea, habla con ligereza, pero incluso la ligereza está aderezada de amenaza, por la magnitud de su poder. El muchacho no se inmuta. Acompasando perfectamente la marcha, responde: «Por cada uno que me arranquéis nacerá otro más fuerte que morderá mejor y hará brotar chorros de sangre más caliente.» El Grande asiente levemente. «Te gusta el sabor de la sangre», dice. El muchacho se encoge de hombros. «La misión del poeta es nombrar lo innombrable, denunciar el engaño, tomar partido, iniciar discusiones, dar forma al mundo e impedir que se duerma.» Y si de los cortes que infligen sus versos brotan ríos de sangre, de ellos se alimentará. Éste es Baal, el satírico.
Pasa una litera con cortinillas; una gran dama de la ciudad que va a ver la feria, transportada a hombros de ocho esclavos anatolios. Abu Simbel toma del brazo al joven Baal con el pretexto de apartarlo del paso y murmura: «Quería verte; permíteme una palabra.» Baal se admira de la habilidad del Grande. Cuando busca a un hombre puede hacer que su presa piense que ha cazado al cazador. Abu Simbel aumenta la presión de su mano; llevándolo del codo, lo conduce hasta el santo de los santos, situado en el centro de la ciudad.
«Tengo que darte un encargo -dice el Grande-. Asunto literario. Yo conozco mis limitaciones; las dotes para la malicia rimada, el arte del insulto métrico están fuera de mi alcance. Tú ya me entiendes.»
Pero Baal, orgulloso y arrogante, se yergue para defender su dignidad. «No está bien que el artista se convierta en servidor del Estado.» La voz de Simbel se suaviza y adquiere una entonación más dulce. «Ah, sí. Pero ponerte a la disposición de asesinos es cosa perfectamente honorable.» En Jahilia hace furor el culto de los muertos. Cuando un hombre muere, las plañideras alquiladas se golpean, se arañan el pecho y se mesan los cabellos. Sobre la tumba se deja morir a un camello desjarretado. Y si el hombre ha sido asesinado, su pariente más próximo hace votos de ascetismo y persigue al asesino hasta que la sangre es vengada con sangre; entonces es costumbre componer una poesía celebrándolo, pero pocos son los vengadores que poseen el don de la versificación. Muchos poetas se ganan la vida escribiendo cantos de asesinato, y existe la creencia general de que el mejor de estos cantores de la sangre es el precoz polemista Baal. Cuyo orgullo profesional le impide ahora sentirse herido por la ironía del Grande. «Es cuestión cultural», responde. Abu Simbel se hace más meloso todavía. «Quizá sí -musita a las puertas de la Casa de la Piedra Negra-. Pero, Baal, reconócelo, ¿no me debes cierta consideración? Los dos servimos, o así lo creía yo, a la misma señora.»