«Él me habla en forma clara y memorable», respondió Ayesha.
Mirza Saeed, con la agria energía del deseo carnal, el dolor de la ruptura con su esposa moribunda y el recuerdo de las penalidades de la marcha, adivinó en la reticencia de Ayesha la debilidad que él andaba buscando. «Te agradeceré que concretes un poco más -insistió-. Si no, ¿cómo va nadie a creer? ¿Qué forma es esa?
«El arcángel me canta -reconoció ella-, con músicas de canciones célebres.»
Mirza Saeed Akhtar dio una palmada de júbilo y soltó la fuerte carcajada de la venganza, y Osman, el chico del toro, se sumó a su regocijo, batiendo el dholki y bailando alrededor de los peregrinos, mientras cantaba las últimas filmi ganas guiñando los ojos con picardía «¡Ho ji! -cantaba-. ¡Así habla Gibreel, ho ji! ¡Ho ji!»
Y, uno a uno, peregrino tras peregrino, todos fueron levantándose y entrando en el baile del tamborilero, expresando así su desilusión y su amargura en el patio de la mezquita, hasta que el imán salió corriendo y les increpó a gritos por lo profano de su conducta.
* * *
Anocheció. Los antiguos vecinos de Titlipur estaban agrupados alrededor de Muhammad Din, su sarpanch, hablando seriamente de regresar a Titlipur. Quizás aún pudiera salvarse algo de cosecha. Mishal Akhtar agonizaba con la cabeza en el regazo de su madre, atormentada por el dolor y con una única lágrima en su ojo izquierdo. Y, sentados en un rincón apartado del patio de la mezquita verdiazul iluminada con tubos en tecnicolor, la visionaria y el zamindar hablaban a solas. Una hoz de luna fría brillaba en lo alto.
«Eres listo -decía Ayesha-. Sabes aprovechar tu oportunidad.»
Entonces fue cuando Mirza Saeed ofreció un pacto. «Mi esposa se muere -dijo-. Y ella desea fervientemente ir a Mecca Sharif. De manera que tú y yo tenemos intereses en común.»
Ayesha escuchaba. Saeed prosiguió: «Ayesha, yo no soy un malvado. Quiero que sepas que muchas de las cosas que han ocurrido durante esta marcha me han causado una condenada impresión; una condenada impresión -repitió-. Tú has dado a esta gente una profunda experiencia espiritual, eso es innegable. No creas que nosotros, los modernos, no tenemos dimensión espiritual.»
«La gente me ha abandonado», dijo Ayesha.
«La gente está confusa -respondió Saeed-. Lo cierto es que si tú realmente los llevas hasta el mar y allí no ocurre nada, Dios mío, entonces sí que podrían volverse contra ti. De manera que éste es el trato. Ya he hablado con el padre de Mishal y él está dispuesto a correr con la mitad de los gastos. Proponemos llevaros personalmente a ti, a Mishal y, digamos, a diez, ¡doce!, peregrinos a La Meca antes de cuarenta y ocho horas. Hay pasajes disponibles. Tú elegirás a las personas más indicadas para hacer el viaje. Entonces realmente habrás hecho un milagro para algunos, en lugar de no hacerlo para nadie. Y, a mi modo de ver, la peregrinación en sí, en cierto modo, ha sido un milagro. De manera que habrás conseguido mucho.»
La miraba conteniendo el aliento.
«Tengo que pensarlo», dijo Ayesha.
«Piénsalo, piénsalo -la alentó Saeed, satisfecho-. Consulta a tu arcángel. Si él accede, señal de que es correcto.»
* * *
Mirza Saeed Akhtar sabía que cuando Ayesha anunciara que el arcángel Gibreel había aceptado su oferta, su influencia quedaría destruida para siempre, porque los peregrinos advertirían su falsedad y también su desesperación. Pero, ¿cómo iba ella a rechazar su ofrecimiento? ¿Qué alternativa tenía en realidad? «La venganza es dulce», se decía. Una vez aquella mujer estuviera desacreditada, él llevaría a su mujer a La Meca, si ella aún lo deseaba.
Las mariposas de Titlipur no habían entrado en la mezquita. Cubrían sus muros exteriores y su cúpula de cebolla, brillando en la oscuridad con una incandescencia verde.
Ayesha, aquella noche, paseaba en las sombras, se echaba en el suelo, se levantaba y volvía a deambular. Había en ella un aire de vacilación; luego se quedó quieta y pareció disolverse en las sombras de la mezquita. Regresó al amanecer.
Después de la oración de la mañana, Ayesha preguntó a los peregrinos si podía hablarles; ellos, dudando, accedieron.
«Anoche el ángel no cantó -empezó-. Me habló, eso sí, de la duda y de cómo el diablo se sirve de ella. Yo le dije: es que ellos dudan de mí, ¿qué puedo hacer? Él respondió: sólo la evidencia puede acallar la duda.»
Ellos la escuchaban con toda atención. Después les dijo lo que Mirza Saeed le había propuesto la noche antes. «Él me dijo que preguntara a mi ángel, pero yo no necesito preguntar -exclamó-. ¿Cómo podría yo elegir entre vosotros? O vamos todos, o ninguno.»
«¿Por qué habíamos de seguirte? -preguntó el sarpanch-. Después de tantos muertos, y el recién nacido, y todo.»
«Porque cuando las aguas se retiren, estaréis salvados. Entraréis en la Gloria del Altísimo.»
«¿Qué aguas? -gritó Mirza Saeed-. ¿Cómo van a retirarse?»
«Seguidme -dijo Ayesha, terminante-, y, cuando se retiren, juzgadme.»
En su ofrecimiento estaba implícita una vieja pregunta: ¿Qué clase de idea eres tú? Y ella, a su vez, le había dado una vieja respuesta: Yo fui tentada, pero he sido renovada: soy inflexible; absoluta; pura.
* * *
La marea estaba alta cuando la Peregrinación Ayesha bajó por una avenida contigua al Holiday Inn, cuyas ventanas estaban llenas de admiradores de estrellas de cine que manejaban sus nuevas cámaras Polaroid, cuando los peregrinos sintieron que el asfalto de la ciudad rechinaba y se convertía en arena; cuando empezaron a pisar una gruesa alfombra de cocos podridos paquetes de cigarrillos caca de caballo botellas no degradables pieles de fruta medusas y papeles, sobre una arena color tostado que se extendía al pie de altos cocoteros inclinados y de las terrazas de lujosos apartamentos con vistas al mar; por entre grupos de jóvenes de músculos tan bien cultivados que parecían deformidades, que realizaban contorsiones gimnásticas de todas clases, al unísono, como un feroz cuerpo de ballet, y descuideros de playa, casinistas y familias, venidos a tomar el fresco, a hacer negocio o a buscarse la vida en la arena; entonces, por primera vez en su vida, contemplaron el mar de Arabia.
Mirza Saeed vio a Mishal, que se apoyaba en dos de los hombres del pueblo porque ya no tenía fuerzas para sostenerse sola. Ayesha estaba a su lado, y Saeed tuvo la idea de que, en cierta manera, la profetisa había emergido de la moribunda, que toda la vivacidad de Mishal había abandonado su cuerpo y adquirido esta forma mitológica, dejando atrás una carcasa moribunda. Luego se enfadó consigo mismo por dejarse contagiar de la metafísica de Ayesha.
Los vecinos de Titlipur, tras una larga discusión en la que le pidieron que no interviniera, acordaron seguir a Ayesha. Su sentido común les decía que era una tontería volverse atrás después de llegar tan lejos, cuando ya tenían a la vista su primer objetivo; pero las dudas adquiridas recientemente les minaban las fuerzas. Era como si hubieran emergido de una especie de Shangri-La construido por Ayesha, porque ahora que, en lugar de seguirla, sólo caminaban detrás de ella, parecían envejecer y debilitarse a cada paso que daban. Cuando avistaron el mar eran un puñado de individuos renqueantes, reumáticos y febriles, de ojos enrojecidos, y Mirza Saeed se preguntaba cuántos conseguirían recorrer los pocos metros que los separaban de la orilla.
Las mariposas estaban con ellos, a gran altura sobre sus cabezas.
«¿Y ahora qué, Ayesha? -le gritó Saeed, consternado por la idea de que su adorada esposa pudiera morir aquí, bajo los cascos de caballos de alquiler y ante la mirada de los vendedores de zumo de caña de azúcar-. Nos has puesto a todos al borde del agotamiento, pero aquí tenemos una realidad indiscutible: el mar. ¿Dónde está ahora tu ángel?»