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Gradualmente, su rencor hacia Gibreel fue disminuyendo. Tampoco los cuernos, pezuñas, etcétera volvían a aparecer. Evidentemente, se había iniciado un proceso de curación. En realidad, a medida que pasaban los días, no ya Gibreel, sino todas las experiencias vividas últimamente por Saladin, llegaron a parecerle incoherentes, como ocurre incluso con la más pertinaz de las pesadillas una vez te has lavado la cara, cepillado los dientes y tomado una taza de algo fuerte y caliente. Empezó a hacer expediciones al mundo exterior, a los asesores profesionales, abogado gestor agente, a los que Pamela solía llamar «los gorilas», y cuando estaba sentado entre los contraplacados, libros y carpetas de aquellos despachos serios, en los que, evidentemente, nunca podrían ocurrir milagros, él solía aludir a su «enfermedad», «el trauma del accidente», etcétera, explicando su desaparición como si nunca hubiera caído del cielo, cantando «Rule Britannia» mientras Gibreel aullaba una canción de la película Shree 420. Hizo un esfuerzo para reanudar su antigua actividad cultural yendo a conciertos, salas de exposiciones y teatros, y, si su reacción era un tanto abúlica, si estas visitas no conseguían hacerle volver a casa en el estado de exaltación que era el efecto que él esperaba de todo el arte puro, entonces él se repetía que la emoción no tardaría en volver; él había tenido «una mala experiencia» y necesitaba un poco de tiempo.

En su guarida, sentado en la butaca Parker-Knoll, rodeado de sus cosas -los pierrots de porcelana, el espejo en forma de corazón de caricatura, Eros sosteniendo en alto el globo de una lámpara antigua-, Saladin se felicitaba de ser la clase de persona incapaz de alimentar el odio durante mucho tiempo. Quizás, al fin y al cabo, el amor fuera más duradero que el odio; aunque el amor cambiara, siempre quedaba una sombra, una forma perdurable. Por ejemplo, hacia Pamela estaba seguro de no sentir sino el afecto más altruista. Quizás el odio era como una huella dactilar en el cristal del alma sensible; una simple marca de grasa, que se borraba sola. ¿Gibreel? Bah, ya estaba olvidado; ya no existía. Así, renunciar al rencor era alcanzar la libertad.

El optimismo de Saladin iba en aumento, pero el papeleo de su vuelta a la vida estaba resultando más lento de lo que él esperaba. Los bancos no se daban ninguna prisa en desbloquear sus cuentas y él tenía que pedir préstamos a Pamela. Tampoco le era fácil encontrar trabajo. Charlie Sellers, su agente, le explicó por teléfono: «Los clientes sienten escrúpulos. Empiezan a hablar de zombies, y todo esto les parece poco limpio, como robar una tumba.» Charlie, que a sus cincuenta y tantos años conservaba la voz de niña pava de la aristocracia rural, daba la impresión de que compartía el punto de vista de los clientes. «Ten paciencia -le aconsejó-. Ya se les pasará. Al fin y al cabo, tú no eres un Drácula, por Dios.» Gracias, Charlie.

Sí: su odio obsesivo hacia Gibreel, su sueño de exigir una venganza cruel y equitativa, todo esto eran cosas del pasado, aspectos de una realidad incompatible con su apasionado deseo de restablecer la vida normal. Ni siquiera la imaginería sediciosa y disolvente de la televisión podía desviarle de su propósito. Lo que él rechazaba era la imagen de sí mismo y de Gibreel como monstruos. Monstruos, pues vaya: la idea no podía ser más absurda. En el mundo había verdaderos monstruos: dictadores genocidas, violadores de niños, el Destripador de Abuelas. (Aquí no tenía más remedio que reconocer que, a pesar del excelente concepto que antaño le merecía la Policía Metropolitana, la detención de Uhuru Simba era excesivamente oportuna y conveniente.) No tenías más que abrir un periódico amarillo cualquier día de la semana para encontrar a homosexuales irlandeses locos que llenaban la boca de tierra a los niños. Pamela, naturalmente, opinaba que el término de «monstruo» era excesivamente -¿cómo diría?- sentencioso hacia estas personas; la caridad, decía, nos exigía considerarlas como víctimas de la época. La caridad, respondía él, exigía consideración hacia las víctimas que hacían ellos. «Eres un caso perdido -dijo ella con su voz más aristocrática-. Y es que piensas en términos de mediocres puntos de debate.»

Y había otros monstruos, no menos reales que los demonios de la prensa amarilla: el dinero, el poder, el sexo, la muerte, el amor. Ángeles y demonios, ¿qué falta hacían? «¿Por qué los demonios, si el hombre es ya un demonio?», preguntaba desde su buhardilla de Tishevitz el «último demonio» de Singer, el Nobel. A lo que Chamcha, con su ecuanimidad y su reflejo de todos-tenemos-nuestras-virtudes-y-nuestros-defectos, deseaba agregar: «¿Y por qué ángeles, si también el hombre es angélico?» (¿Cómo explicar, si no, la pintura de Leonardo? ¿Y era Mozart en realidad un Belcebú con peluca empolvada?) Pero había que reconocer, y éste era su punto original, que las circunstancias de la época no requerían explicaciones diabólicas.

* * *

Yo no digo nada. No me pidan que aclare las cosas en un sentido o en otro; la época de las revelaciones ya pasó. Las reglas de la Creación están bastante claras: tú haces unos planes, creas las cosas así o asá y luego las dejas a su aire. ¿Dónde estaría la gracia, si siempre hubieras de estar interviniendo, apuntando, cambiando las reglas, arbitrando en las peleas? Bien, hasta ahora me he mantenido bastante quieto y no tengo intención de cambiar de táctica. No crean que no he sentido el deseo de meter baza; sí que lo he sentido, muchas veces. Y, en una ocasión, hasta entré en escena, es verdad. Aparecí en la cama de Alleluia Cone y hablé con Gibreel superstar. Ooparvala o Neechayvala, preguntaba él, pero yo no le saqué de dudas; y tampoco pienso contarle nada al desconcertado Chamcha.

Ahora me marcho. Él va a acostarse.

* * *

Por la noche era cuando más le costaba mantener su nuevo, tímido y todavía frágil optimismo, porque por la noche no era tan fácil negar ese otro mundo de cuernos y pezuñas. Y estaba también el asunto de las dos mujeres que habían empezado a frecuentar sus sueños. La primera -costaba trabajo reconocerlo, incluso a uno mismo- no era otra que la mujer-niña del Shaandaar, su fiel aliada de sus tiempos de pesadilla que él tanto se empeñaba ahora en ocultar tras trivialidades y brumas, la aficionada a las artes marciales, la amante de Hanif Johnson: Mishal Sufyan.

La otra mujer -a la que dejara en Bombay con el puñal de su marcha clavado en el corazón, y que aún debía de creerle muerto- era Zeeny Vakil.

* * *

El nerviosismo de Jumpy Joshi cuando se enteró de que Saladin Chamcha había vuelto bajo su forma humana y ocupaba los últimos pisos de la casa de Notting Hill, era un espectáculo penoso que indignó a Pamela más de lo que ella hubiera estado dispuesta a reconocer. La primera noche -había decidido no decírselo hasta que lo tuviera seguro entre sábanas-, al oír la noticia, él dio un salto que le hizo ir a parar a un metro de la cama, y se quedó de pie en la alfombra azul celeste, en cueros, temblando y con el pulgar en la boca.

«Vuelve a la cama y no hagas el imbécil», ordenó ella, pero él movió furiosamente la cabeza y se sacó el dedo de la boca el tiempo justo para tartamudear: «¡Pero si él está aquí! ¡En esta casal ¿Cómo quieres que jo…?» Hizo un lío con la ropa y huyó de la habitación. Ella oyó unos golpes que indicaban que los zapatos, y quizá también su persona, habían rodado por la escalera. «Me alegro -le gritó-. Ojalá te desnuques, gallina.»

Pero, momentos después, Saladin recibió la visita de su separada esposa, que venía con la cara colorada y la cabeza desnuda y hablaba con voz sorda, apretando los dientes. «J. J. está ahí fuera, en la calle. El muy idiota dice que no entra si tú no le das permiso.» Como de costumbre, había bebido. Chamcha, vivamente asombrado, preguntó impulsivamente: «¿Y tú? ¿Tú quieres que entre?» Lo cual fue interpretado por Pamela como afán de ahondar en la herida. Poniéndose aún más colorada, asintió con feroz humillación. Sí.

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