Su -se repetía con terquedad- larga tradición de refugio, condición que mantenía a pesar de la recalcitrante ingratitud de los hijos de los refugiados; y todo ello sin recurrir a la retórica virtuosa y autosuficiente alusiva a «los afligidos y perseguidos» que utilizaba la «nación de inmigrantes» del otro lado del océano, a la que tampoco se le daba muy bien eso de abrir los brazos. ¿Acaso los Estados Unidos, con todos sus es-en-la-actualidad-o-ha-sido-alguna-vez hubieran permitido a Ho Chi Minh cocinar en sus hoteles? ¿Qué diría su ley McCarran-Walter acerca de un Karl Marx de hoy, de barba florida, que pretendiera cruzar la línea amarilla de sus fronteras? ¡Oh Londres Londres! Hay que tener el alma embotada para no preferir tus esplendores marchitos, tus nuevas vacilaciones, a las furibundas certidumbres de la Nueva Roma transatlántica con su gigantismo arquitectónico nazificado que esgrime la opresión del tamaño para hacer que sus ocupantes humanos se sientan como gusanos… Londres, a pesar de un aumento de protuberancias tales como la NatWest Tower -un logotipo corporativo extruido en la tercera dimensión-, conservaba su escala humana. ¡Viva! ¡Zindabad!
Pamela siempre reaccionaba con causticidad a tales transportes. «Son valores de museo -solía decirle-. Canonizados, colgados en marco dorado de paredes honoríficas.» ¡Todo lo que pervivía la impacientaba! ¡Cambiarlo todo! ¡Rajarlo! El dijo: «Si lo consigues, harás imposible que, dentro de una o dos generaciones, aparezca alguien como tú.» Ella celebraba esta visión de su propia caducidad. Si acababa como el dodó -convertida en una reliquia disecada, Traidora a su Clase, 1980-, ello indicaría sin duda una mejora en el mundo. Él se permitía disentir, pero para entonces ya estaban abrazados: lo cual, evidentemente, era una mejora, reconocía él.
(Un año, el Gobierno implantó el cobro a la entrada en los museos, y grupos de indignados amantes del arte se manifestaban delante de los templos de la cultura. Chamcha quiso levantar su propia pancarta y lanzar una contraprotesta de un hombre solo. ¿Sabía aquella gente lo que valían las cosas que había allí dentro? Ahí estaban, destrozándose los pulmones con unos cigarrillos que costaban, el paquete, más que las entradas por las que protestaban; lo que esa gente manifestaba al mundo era el poco valor que daba a su patrimonio cultural… Pamela golpeó el suelo con el pie. «No te atrevas a decir eso», le atajó. Ella sustentaba la opinión que privaba en el momento: la de que los museos valían tanto que no se podía cobrar por visitarlos. Es decir: «No te atreverás», y él, con sorpresa, descubrió que no se atrevía. Él no quería decir lo que podía parecer que había querido decir. Él quería decir que, quizás, en determinadas circunstancias, hubiera dado la vida por lo que había en aquellos museos. Por lo tanto, él no podía tomar en serio las objeciones al pago de unos peniques. Ahora bien, advertía que la suya era una posición oscura y vulnerable.)
Y entre todos los seres humanos, Pamela, yo te quería a ti.
Cultura, ciudad, esposa, y un cuarto y último amor del que no había hablado a nadie: el amor a un sueño. En los viejos tiempos, el sueño se repetía aproximadamente una vez al mes; era un sueño sencillo, que tenía lugar en un parque de la ciudad, por una avenida de altos olmos cuyas ramas se unían formando un túnel verde en el que el cielo y el sol penetraban aquí y allá por las perfectas imperfecciones del dosel de hojas. En aquel reducto silvestre, Saladin se veía acompañado de un niño de unos cinco años al que enseñaba a ir en bicicleta. El niño, que al principio hacía unas eses alarmantes, se esforzaba heroicamente por alcanzar y mantener el equilibrio, con la ferocidad del que quiere que su padre esté orgulloso de él. El Chamcha del sueño corría detrás de su hijo imaginario sujetando la bicicleta por el portapaquetes situado encima de la rueda trasera. Luego la soltaba y el niño (sin saber que ya no lo sostenía nadie) seguía avanzando: el equilibrio se adquiría como el don del vuelo, y los dos se deslizaban por la avenida, Chamcha corriendo y el niño pedaleando cada vez con más fuerza. «¡Lo conseguiste!», gritaba Saladin con alegría, y el niño, no menos jubiloso, gritaba a su vez: «¡Mira, papá! ¡Mira qué pronto he aprendido! ¿No estás contento de mí? ¿No estás contento?» Era un sueño que hacía llorar, porque, al despertar, no había bicicleta ni había niño.
«¿Qué harás ahora?», le preguntó Mishal entre los destrozos de la discoteca Cera Caliente, y él contestó, con excesiva ligereza: «¿Yo? Me parece que volveré a la vida.» Se dice pronto; al fin y al cabo, era la vida la que había recompensado su amor a un niño soñado con la falta de hijos: su amor a una mujer, con el distanciamiento de ella y su inseminación por el viejo compañero de estudios del marido; su amor a una ciudad, despeñándolo desde la cumbre de un Himalaya, y su amor a una cultura, haciendo que esa cultura lo acusara, lo humillara, lo destruyera en el potro. Pero no del todo, se dijo; estaba otra vez entero y podía inspirarse en el ejemplo de Niccolò Machiavelli (un hombre tratado injustamente, cuyo nombre, al igual que el de Muhammad-Mahoma-Mahound, se había convertido en sinónimo del mal; cuando, en realidad, su firme republicanismo lo envió al potro, en el que sobrevivió, ¿fueron tres vueltas de la rueda?, lo suficiente, en cualquier caso, para que otro en su lugar confesara haber violado a su abuela, o lo que fuera, con tal de poner fin al dolor; pero él no confesó nada, ya que no cometió crimen alguno mientras sirvió a la república florentina, aquella breve interrupción en la dominación de la familia Medici); si Niccolò había podido sobrevivir a semejante tortura y escribir esa acaso rencorosa o acaso sardónica parodia de la literatura sicofántica estilo espejo-de-príncipes tan en boga en aquel entonces, titulada // Principe, seguida de los magistrales Discorsi, entonces él, Chamcha, no podía permitirse el lujo de darse por vencido. Por lo tanto, a la resurrección: a retirar la piedra de la oscura boca del sepulcro y a hacer puñetas los problemas jurídicos.
Mishal, Hanif Johnson y Pinkwalla -a cuyos ojos las metamorfosis de Chamcha habían convertido al actor en un héroe a través del cual la magia de las películas fantásticas con efectos especiales (Laberinto, Leyenda, Roger Rabbit) llegaba al Mundo Real- llevaron a Saladin a casa de Pamela en la furgoneta del disc-jockey; pero esta vez él se comprimió en la cabina, con los otros tres. Era primera hora de la tarde; Jumpy estaría aún en el centro deportivo. «Buena suerte», dijo Mishal dándole un beso, y Pinkwalla preguntó si quería que le esperasen. «No, gracias -respondió Saladin-. Cuando has caído del cielo, has sido abandonado por tu amigo, sufrido la brutalidad de la policía, te has convertido en macho cabrío, has perdido el trabajo además de la esposa, descubierto el poder del odio y recobrado la apariencia humana, ¿qué te queda sino, como diríais vosotros sin duda, hacer valer tus derechos?» Él los despidió agitando la mano. «Bien dicho», respondió Mishal, y arrancaron. En la esquina, los consabidos niños del barrio, con los que nunca estuvo en buenas relaciones, chutaban una pelota contra un farol. Uno de ellos, un canallita con ojos de cerdo de unos nueve o diez años, apuntó a Chamcha con un imaginario control remoto de vídeo gritando: «¡Avance rápido!» La suya era una generación que trataba de saltarse los trozos aburridos, molestos y desagradables, pulsando la tecla de «avance rápido» para pasar de un momento de gran acción y emoción al siguiente. Bienvenido al hogar, pensó Saladin, y tocó el timbre.
Pamela, al verlo, se echó realmente la mano a la garganta. «Creí que eso ya no lo hacía nadie -dijo él -. Por lo menos, desde Dr. Strangelove.» Todavía no se le notaba el embarazo; él preguntó y ella se sonrojó, pero confirmó que iba bien. «Hasta ahora, bien.» Naturalmente, estaba violenta; el ofrecimiento de una taza de café en la cocina llegó con varios segundos de retraso (ella «siguió» con el whisky, bebiendo de prisa, a pesar del niño); pero en realidad Chamcha se sintió en desventaja durante toda la entrevista. Era evidente que Pamela comprendía que tenía que ser ella la contrita. Ella era la que quería deshacer el matrimonio, la que le había negado por lo menos tres veces; pero él estaba tan torpe y tan tímido como ella, de manera que los dos parecían disputarse el papel de villano. La causa de la confusión de Chamcha -recordemos que no llegó con esta actitud pusilánime, sino con el ánimo firme y agresivo- fue que, al ver a Pamela, con aquella vivacidad exagerada, aquella cara que era como una máscara de santidad detrás de la que a saber qué gusanos se regalaban con carne putrefacta (le alarmó la hostilidad de las imágenes que le enviaba el subconsciente), la cabeza afeitada bajo el absurdo turbante, el aliento de whisky y el gesto duro que se había imprimido en los pequeños pliegues de sus labios, fue que, sencillamente, se había desenamorado y comprendido que no quería volver a vivir con ella ni en el caso (improbable pero no inconcebible) de que ella lo deseara. En el momento en que él se dio cuenta de ello, sin saber por qué, empezó a sentirse culpable y, por lo tanto, en desventaja. El perro de pelo blanco también le gruñía. Entonces él recordó que en realidad no le gustaban los animales.