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– No te voy a levantar, Max, estás bien así. Mantén los ojos abiertos o ciérralos, es igual, piensa en algo bonito o no pienses en nada. Está amaneciendo pero para el caso lo mismo daría que estuviera anocheciendo. Tú eres el príncipe y llegas en la mejor hora. Eres bienvenido no importa cómo vengas ni de dónde vengas, si te ha traído una moto o has llegado por tu propio pie, si sabes lo que te aguarda o lo ignoras, si apareciste mediante engaños o a sabiendas de que te enfrentabas con tu destino. Tu rostro, que hasta hace poco sólo era capaz de expresar estupidez o rabia u odio, ahora se recompone y sabe expresar aquello que sólo es posible adivinar en el interior de un túnel, en donde confluyen y se mezclan el tiempo físico y el tiempo verbal. Avanzas resuelto por los pasillos de mi palacio deteniéndote apenas los segundos necesarios para contemplar las pinturas de los Reyes Católicos, para beber un vaso de agua cristalina, para tocar con la yema de los dedos el azogue de los espejos. El castillo está silencioso sólo en apariencia, Max. Por momentos crees que estás solo, pero en el fondo sabes que no estás solo. Dejas atrás tu mano levantada, tu torso desnudo, tu camiseta enrollada alrededor de la cintura, tus himnos guerreros que evocan la pureza y el futuro. Este castillo es tu montaña, que tendrás que escalar y conocer con todas tus fuerzas pues después ya no habrá nada, la montaña y su ascensión te costarán el precio más alto que tú puedas pagar. Piensa ahora en lo que dejas, en lo que pudiste dejar, en lo que debiste dejar y piensa también en el azar, que es el mayor criminal que jamás pisó la Tierra. Despójate del miedo y del arrepentimiento, Max, pues ya estás dentro del castillo y aquí sólo existe el movimiento que ineluctablemente te llevará a mis brazos. Ahora estás en el castillo y oyes sin volverte las puertas que se cierran. Avanzas en medio del sueño por pasillos y salas de piedra desnuda. ¿Qué armas llevas, Max? Sólo tu soledad. Sabes que en algún lugar te estoy esperando. Sabes que yo también estoy desnuda. Por momentos sientes mis lágrimas, ves el fluir de mis lágrimas por la piedra oscura y crees que ya me has encontrado, pero la habitación está vacía y eso te desconsuela y al mismo tiempo te enardece. Sigue subiendo, Max. La siguiente habitación está sucia y no parece la de un castillo. Hay un viejo televisor que no funciona y un catre con dos colchones. Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa vieja cubierta de moho, sangre seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a alguien. Le dices que no llore. Sobre el polvo del pasillo van quedando tus pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo. No tiene importancia. Para el caso lo mismo daría que brotaran de la punta de tu polla. Por momentos todas las habitaciones parecen la misma habitación estragada por el tiempo. Si miras el techo creerás ver una estrella o un cometa o un reloj de cuco surcando el espacio que dista de los labios del príncipe a los labios de la princesa. Por momentos todo vuelve a ser como siempre. El castillo es oscuro, enorme, frío, y tú estás solo. Pero sabes que hay otra persona escondida en alguna parte, sientes sus lágrimas, sientes su desnudez. En sus brazos te aguarda la paz, el calor, y en esa esperanza avanzas, sorteas cajas llenas de recuerdos que nadie volverá a mirar, maletas con ropa vieja que alguien olvidó o no quiso tirar a la basura, y de vez en cuando la llamas, a tu princesa, ¿dónde estás?, dices con el cuerpo aterido de frío, haciendo castañetear los dientes, justo en medio del túnel, sonriendo en la oscuridad, tal vez por primera vez sin miedo, sin ánimo de provocar miedo, animoso, exultante, lleno de vida, tanteando en la oscuridad, abriendo puertas, cruzando pasillos que te acercan a las lágrimas, en la oscuridad, guiándote únicamente por la necesidad que tu cuerpo tiene de otro cuerpo, cayendo y levantándote, y por fin llegas a la cámara central, y por fin me ves y gritas. Yo estoy quieta y no sé de qué naturaleza es tu grito. Sólo sé que por fin nos hemos encontrado, y que tú eres el príncipe vehemente y yo soy la princesa inclemente.

EL RETORNO

Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.

Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura.

Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.

Después todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.

En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.

Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito de taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mí (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble.

Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas, y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.

Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue más bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber qué venía después. Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tú sabes que son tus gafas las que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.

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