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Todos están muertos, piensa B.

Y después: qué lastima que M no sonría más a menudo.

Tienes una sonrisa muy hermosa, dice. M lo mira a los ojos. ¿Estás intentando seducirme? No, no, Dios me libre, murmura B.

Muy avanzada la tarde abandonan el restaurante y vuelven al coche. ¿Adonde vamos ahora?, dice M. A Bruselas, dice B. M se queda pensando durante un rato y finalmente dice que no le parece una buena idea. No obstante enciende el motor. Aquí ya no tengo nada más que hacer, dice B. Esa frase lo perseguirá a lo largo de todo el viaje de regreso como los faros de un coche fantasma.

Cuando llegan a Bruselas B quiere volver al hotel que ha dejado esa mañana. A M le parece una estupidez que gaste dinero por unas pocas horas teniendo ella un sofá cama disponible. Durante un rato hablan sin salir del coche, estacionado junto a la casa de M. Finalmente B accede a pasar la noche en su casa. A la mañana siguiente piensa salir muy temprano y coger el primer tren a París. Cenan en un restaurante vegetariano regentado por un matrimonio de brasileños que cierra a las tres de la mañana. Una vez más son los últimos clientes en abandonar el local.

Durante la cena M habla de su vida. Por un momento B llega a creer que M está analizando toda su vida. No es cierto: M habla de su adolescencia, de sus idas y venidas de Nueva York, de sus noches de insomnio. No habla de novios, no habla de trabajos, no habla de locura. M bebe vino y B fuma un cigarrillo detrás de otro. A veces dejan de mirarse y contemplan el paso de un coche a través de la ventana. Al llegar a casa M ayuda a B a abrir el sofá cama y luego se encierra en su habitación. Sin desvestirse, mientras lee una novela como si estuviera escrita en una lengua de otro planeta, B se queda dormido. Lo despierta la voz de M. Como la puta de la otra noche, piensa B, la que hablaba dormida. Pero antes de que pueda reunir la voluntad suficiente para levantarse e ir a la habitación de M y despertarla de su pesadilla, vuelve a quedarse dormido.

A la mañana siguiente coge un tren con destino a París.

Se aloja en el hotel de la rué Saint-Jacques, en otra habitación, y durante los primeros días se dedica a buscar en las librerías de viejo un libro cualquiera de André du Bouchet. No encuentra nada. Du Bouchet, al igual que Henri el de Masnuy, ha sido borrado del mapa. Al cuarto día ya no sale a la calle. Se hace subir la comida a la habitación, pero casi no come. Termina de leer la última novela que ha comprado y la arroja a la papelera. Duerme y tiene pesadillas, pero cuando despierta está seguro de que no ha hablado en sueños. Al día siguiente, tras darse una larga ducha, sale a pasear por el Jardin du Luxembourg. Después coge el metro y se baja en Pigalle. Come en un restaurante de la rué La Bruyére y se acuesta con una puta que lleva el pelo muy corto en la nuca y muy largo en la parte superior del cráneo, en un hotelito de la rué Navarin. La puta le dice que vive en la cuarta planta. No hay ascensor. Y allí, resulta evidente, no vive nadie. Es sólo una habitación impersonal que utilizan ella y sus amigas.

Mientras hacen el amor la puta le cuenta chistes. B se ríe. El también, en su francés macarrónico, le cuenta un chiste que ella no comprende. Cuando acaban la puta se mete en el cuarto de baño y le pregunta a B si quiere ducharse. B responde que no, que ya se ha duchado por la mañana, pero igual entra al baño a fumarse un cigarrillo y a contemplar cómo ella se ducha.

Sin sorpresa (o al menos eso deja entrever) observa cómo se quita la peluca y la deja sobre la tapa del inodoro. Tiene el pelo cortado al cero y sobre su cuero cabelludo se distinguen dos costurones relativamente recientes. B enciende un cigarrillo y le pregunta cómo se hizo eso. La puta está bajo la ducha y no le entiende. B no repite la pregunta. Tampoco abandona el baño. Al contrario, se recuesta sobre las baldosas blancas y contempla el vapor que sale del otro lado de la cortina con una sensación de placidez y abandono, hasta que ya no distingue la peluca, ni el inodoro, ni su mano que sostiene el cigarrillo.

Cuando salen es de noche y tras separarse se dedica a caminar sin prisa pero sin detenerse casi nunca, desde el cementerio de Montmartre hasta el Pont Royal, una ruta que le resulta vagamente familiar, con la estación de Saint-Lazare como punto intermedio. Al llegar a su hotel se mira en un espejo. Espera ver a un perro apaleado, pero lo que ve es un tipo de mediana edad, más bien flaco, un poco sudoroso por la caminata, que busca, encuentra y esquiva sus ojos en una fracción de segundo. A la mañana siguiente llama a M a Bruselas. No espera encontrarla. No espera encontrar a nadie. Sin embargo alguien descuelga el teléfono. Soy yo, dice B. ¿Cómo estás?, dice M. Bien, dice B. ¿Has encontrado a Henri Lefebvre?, dice M. Debe de estar dormida aún, piensa B. Luego dice: no. M se ríe. Su risa es bonita. ¿Por qué te preocupas por él?, dice sin dejar de reírse. Porque nadie más lo hace, dice B. Y porque era bueno. Acto seguido piensa: no debí decir eso. Y piensa: M va a colgar. Aprieta los dientes, involuntariamente su rostro se contrae en un gesto de crispación. Pero M no cuelga el teléfono.

PREFIGURACIÓN DE LALO CURA

Parece mentira, pero yo nací en el barrio de los Empalados. El nombre brilla como la luna. El nombre, con su cuerno, abre un camino en el sueño y el hombre camina por ese sendero. Un sendero tembloroso. Siempre crudo. El sendero de llegada o de salida del infierno. A eso se reduce todo. Acercarse o alejarse del infierno. Yo, por ejemplo, he mandado matar. He hecho los mejores regalos de cumpleaños. He financiado proyectos faraónicos. He abierto los ojos en la oscuridad. Con extrema lentitud abrí los ojos en la oscuridad total y sólo vi o imaginé aquel nombre: barrio de los Empalados, fulgurante como la estrella del destino. Naturalmente, os contaré todo. Mi padre fue un cura renegado. No sé si era colombiano o de qué país. Latinoamericano era. Pobre como las ratas, apareció una noche por Medellín dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un agente de los servicios secretos, pero mi madre evitó que lo mataran y se lo llevó a su penthouse en el barrio. Vivieron juntos cuatro meses, hasta donde yo sé, y luego mi padre desapareció en el Evangelio. Latinoamérica lo llamaba y él siguió deslizándose en las palabras del sacrificio hasta desaparecer, hasta no dejar rastro. Si era sacerdote católico o protestante es algo que ya no sabré. Sé que estaba solo y que se movía entre las masas afiebrado y sin amor, lleno de pasión y vacío de esperanza. Cuando nací me pusieron por nombre Olegario, pero siempre me han llamado Lalo. A mi padre lo llamaban el Cura y así fue como mi madre me inscribió en el registro civil. Todo legal. Olegario Cura. Hasta fui bautizado en la fe católica. Mi madre, sin duda, era una soñadora. Se llamaba Connie Sánchez y si ustedes fueran menos jóvenes y más viciosos su nombre no les resultaría extraño. Fue una de las estrellas de la Productora Cinematográfica Olimpo. Las otras dos estrellas eran Doris Sánchez, la hermana menor de mi madre, y Mónica Farr, nacida Leticia Medina, natural de Valparaíso. Tres buenas amigas. La Productora Cinematográfica Olimpo se dedicaba a las películas pornográficas y aunque el negocio era semiilegal y el ambiente francamente hostil la empresa no se hundió hasta mediados los ochenta. El responsable fue un alemán polifacético, Helmut Bittrich, capaz de ejercer de gerente, director, escenógrafo, músico, relaciones públicas y ocasional matón de la productora. A veces incluso actuaba. Para estos menesteres usaba el nombre de Abelardo Bello. Un tipo extraño este Bittrich. Nunca lo vieron con el pene erecto. Le gustaba levantar pesas en el gimnasio Salud y Amistad, pero no era marica. Sólo sucedía que en el cine nunca se lo metió a nadie. Hombre o mujer. Si se toman la molestia lo pueden ver haciendo de mirón, de maestro de escuela o de espía en el seminario, siempre en un discreto segundo plano. Lo que más le gustaba era actuar de doctor. Un doctor alemán, se entiende, aunque la mayor parte del tiempo ni siquiera abría la boca: era el doctor Silencio. El doctor de los ojos azules resguardado detrás de una oportuna cortina de terciopelo. Bittrich tenía una casa en las afueras, en los lindes del barrio de los Empalados con el Gran Baldío. El chalet de las películas. La casa de la soledad que luego se convirtió en la casa del crimen, en una zona perdida, llena de arboledas y zarzas. Connie solía llevarme. Me quedaba en el patio jugando con los perros y los gansos que el alemán criaba como si fueran sus hijos. Las flores crecían salvajes entre la maleza y los hoyos de los perros. En una mañana cualquiera entraban en la casa de diez a quince personas. Las ventanas cerradas no impedían que oyera los lamentos que se proferían en el interior. A veces también se reían. A la hora de comer Connie y Doris instalaban una mesa plegable en el jardín de atrás, bajo un árbol, y los empleados de la Productora Cinematográfica Olimpo se despachaban a gusto con latas de conserva que Bittrich calentaba en un hornillo de gas. La gente comía directamente de las latas o en platos de cartón. Una vez entré en la cocina, para ayudar, y al abrir las estanterías sólo encontré enemas, cientos de enemas alineados como para una parada militar. Todo en la cocina era falso. No había platos de verdad, ni cubiertos de verdad, ni ollas de verdad. Así es el cine, me dijo Bittrich mirándome con aquellos ojos azules que entonces me asustaban y que ahora sólo me producen lástima. La cocina era falsa. Todo en la casa era falso. ¿Quién duerme aquí por la noche? En ocasiones el tío Helmut, contestaba Connie. El tío Helmut duerme aquí para cuidar a los perros y a los gansos y seguir trabajando. Trabajando en el montaje de sus películas artesanales. Artesanales, pero el negocio jamás se detenía: las películas iban destinadas a Alemania, Holanda, Suiza. Algunas quedaban en Latinoamérica y otras se vendían en Estados Unidos, pero la mayoría partían para Europa, que era donde Bittrich tenía los clientes. Tal vez por eso una voz en off, la voz del alemán, narraba en su idioma los cuadros representados. Como un cuaderno de viajes para sonámbulos. Y la fijación por la leche materna, otra característica europea. Cuando yo estaba dentro de Connie ésta siguió trabajando. Y Bittrich filmó películas de leche materna. Las del tipo Milch y Pregnant Fantasies, dedicadas al mercado de los hombres que creían o a quienes les gustaba creer que las mujeres embarazadas tienen leche. Connie, con una barriga de ocho meses, se apretaba los pechos y la leche fluía como lava. Se inclinaba sobre el Pajarito Gómez o sobre Sansón Fernández o sobre ambos y les dejaba ir un chisguetazo de leche. Trucos del alemán, Connie nunca tuvo leche. Un poco sí, unos quince días, tal vez veinte, lo suficiente para que yo la probara. Pero nada más. En realidad las películas eran del tipo Pregnant Fantasies y no del tipo Milch. Ahí está Connie: gorda, rubia, y yo dentro, hecho un ovillo, mientras ella ríe y unta con vaselina el culo del Pajarito Gómez. Sus movimientos ya son los movimientos delicados y seguros de una madre. Abandonada por el imbécil de mi padre, ahí está Connie, con Doris y Mónica Farr, sonriéndose intermitentemente, intercambiando muecas y gestos imperceptibles o secretos mientras el Pajarito mira como hipnotizado la barriga de Connie. El misterio de la vida en Latinoamérica. Como un pajarito delante de una serpiente. La Fuerza está conmigo, me dije, la primera vez que vi la película, a los diecinueve años, llorando a moco tendido, haciendo rechinar los dientes, pellizcándome las sienes, la Fuerza está conmigo. Todos los sueños son reales. Hubiera querido creer que las vergas que penetraron a mi madre se encontraron al final del sendero con mis ojos. Soñé con ello a menudo: mis ojos cerrados y translúcidos en la sopa negra de la vida. ¿De la vida? No: de los negocios que remedan la vida. Mis ojos en cruz, como la serpiente que hipnotiza al pajarito. Ya saben, tonterías de joven en el cine. Todo falso, como decía Bittrich. Y tenía razón, como casi siempre. Por eso las chicas lo adoraban. Les resultaba grato tener al alemán cerca de ellas, una voz amiga dispuesta para el consuelo o el consejo. Las chicas: Connie, Doris y Mónica. Tres buenas amigas perdidas en la noche de los tiempos. Connie intentó hacer carrera en Broadway. Me parece que nunca, ni en los peores años, rechazó la posibilidad de ser feliz. Allí, en Nueva York, conoció a Mónica Farr y compartieron miserias e ilusiones. Fueron camareras, vendieron sangre, hicieron de putas. Siempre buscando el hueco, deambulando por la ciudad enganchadas a un único walkman, algo propio de bailarinas, cada día más delgadas y más íntimas. Coristas, vicetiples. Buscando a Bob Fosse. En una fiesta en casa de unos colombianos encontraron a Bittrich, de paso por Nueva York con un lote de su mercancía. Hablaron hasta que amaneció. Nada de cama, sólo música y palabras. Esa noche echaron a rodar los dados por la Séptima Avenida, el artista prusiano y las putas latinoamericanas. Ya no había nada que hacer. Cuando sueño, en algunas pesadillas, vuelvo a verme reposando en el limbo y entonces oigo, al principio lejano, el golpe de los dados en el pavimento. Abro los ojos y grito. Algo cambió para siempre aquella madrugada. Se estableció, como la peste, el vínculo de la amistad. Después Connie y Mónica Farr consiguieron un contrato para actuar en Panamá, en donde las esquilmaron a conciencia. El alemán les pagó el billete para Medellín, la tierra de Connie y un lugar tan bueno como cualquier otro para Mónica. Hay unas fotos que las muestran en la escalerilla del avión: las tomó Doris, la única persona que las esperaba en el aeropuerto. Connie y Mónica llevan lentes negros y pantalones ajustados. No son muy altas, pero están bien proporcionadas. El sol de Medellín alarga sus sombras por la pista vacía de aviones, salvo uno, en el fondo, a medio salir de un hangar. No hay nubes en el cielo. Connie y Mónica enseñan los dientes. Beben coca-cola junto a la parada de taxis y fingen poses turbulentas. Turbulencias aéreas y turbulencias terrenas. Con sus gestos dan a entender que llegan directamente de Nueva York, aureoladas por el misterio. Luego Doris, jovencísima, aparece junto a ellas. Las tres abrazadas mientras un galante desconocido toma la foto, apoyadas en el guardabarros del taxi y observadas, desde el interior, por un taxista tan viejo y gastado que cuesta creer que sea real. Así empiezan las singladuras más llenas de pasión. Un mes después ya están filmando la primera película: Hecatombe. Mientras el mundo se convulsiona el alemán filma Hecatombe. Una película sobre las convulsiones del espíritu. Desde la cárcel un santo recuerda las noches de plenitud y jodienda. Connie y Mónica lo hacen con cuatro tipos con pinta de sombras. Doris y el ganso más grande de Bittrich pasean por la ribera de un río de poco caudal. La noche está inusualmente estrellada. Al amanecer Doris encuentra al Pajarito Gómez y se ponen a hacer el amor en la parte trasera de la casa de Bittrich. Hay un gran revoloteo de gansos. Connie y Mónica aplauden asomadas a una ventana. La verga de chicharrón del santo resplandece de semen. Fin. Los títulos de crédito aparecen sobre la imagen de un policía durmiendo. El humor de Bittrich. Películas celebradas por narcotraficantes y hombres de negocios. Los tipos simples como los pistoleros o los recaderos no las entendían, ellos de buena gana se hubieran cargado al alemán. Otra película: Kundalini. El velorio de un ganadero. Mientras los deudos lloran y beben café con aguardiente Connie entra en una habitación oscura llena de arreos de campo. De un ropero gigantesco surgen dos tipos disfrazados de toro y de cóndor respectivamente. Sin preámbulos fuerzan a Connie por las dos entradas. Los labios de Connie se curvan dibujando una letra. Mónica y Doris se meten mano en la cocina. Luego se ven establos atestados de ganado y un hombre que se aproxima trabajosamente, apartando vacas. Es el Pajarito Gómez. Nunca llega: la escena siguiente lo muestra tendido en el barro, entre los mojones y las patas de los animales. Mónica y Doris hacen un 69 negro en una gran cama blanca. El ganadero muerto abre los ojos. Se incorpora y sale del ataúd ante el horror y la estupefacción de familiares y amigos. Cubierta por el toro y por el cóndor, Connie pronuncia la palabra Kundalini. Las vacas huyen de los establos y los títulos de crédito aparecen sobre el cuerpo abandonado del Pajarito Gómez que poco a poco se va oscureciendo. Otra película: Impluvio. Dos mendigos verdaderos arrastran sendos sacos por una calle de tierra. Llegan al patio trasero de la casa de Bittrich. Encadenada de modo que sólo pueda permanecer de pie encontramos a Mónica Farr completamente desnuda. Los mendigos vacían los sacos: una nutrida colección de instrumentos sexuales de acero y cuero. Los mendigos se colocan máscaras con protuberancias fálicas y arrodillados delante y detrás de Mónica la penetran con cabezazos que resultan por lo menos ambiguos, uno no sabe si están excitados o si las máscaras los ahogan. Acostado en un catre militar, el Pajarito Gómez fuma. En otro catre el conscripto Sansón Fernández se hace una paja. La cámara recorre lentamente el rostro de Mónica: está llorando. Los mendigos se alejan arrastrando sus sacos por una miserable calle sin asfaltar. Aún encadenada, Mónica cierra los ojos y parece dormirse. Sueña con las máscaras, las narices de látex, los pellejos viejos que apenas contienen el aire que respiran, tan animosos, sin embargo, en su cometido. Pellejos sobrenaturales vaciados de todo lo esencial. Luego Mónica se viste, camina por el centro de Medellín, es invitada a una orgía en donde encuentra a Connie y a Doris, se besan y sonríen, se cuentan sus cosas. El Pajarito Gómez, con el uniforme de camuflaje a medio poner, se ha quedado dormido. Antes de que anochezca, cuando la orgía ha terminado, el dueño de la casa quiere enseñarles su posesión más preciada. Las chicas siguen a su anfitrión hasta un jardín cubierto por un armazón de metal y cristales. El dedo enjoyado del tipo indica algo en un extremo. Las chicas contemplan una pileta de cemento con forma de ataúd. Al asomarse ven sus rostros dibujados en el agua. Entonces cae el crepúsculo y los mendigos se internan por una zona de grandes naves industriales. La música, una conga de timbaleros, sube de volumen, se hace más siniestra y premonitoria, hasta que finalmente estalla la tormenta. A Bittrich le encantaba ese tipo de efectos sonoros. Los truenos en las montañas, el sonido del rayo, los árboles que caen fulminados, la lluvia sobre los cristales. Los coleccionaba en cintas de alta calidad. Para sus películas, decía, para conseguir un toque local, pero en realidad los apreciaba porque sí. Toda la gama de ruidos que produce la lluvia en la selva. El tañido del viento y del mar, acompasados o desacompasados. Sonidos para sentirse solo y para erizar los pelos. Su joya era el rugido de un huracán. Lo escuché siendo niño. Los actores tomaban café debajo de un árbol y Bittrich manipulaba una enorme grabadora alemana, distanciado de los demás y ungido por la palidez que le daba el exceso de trabajo. Ahora vas a escuchar al huracán desde dentro, me dijo. Al principio no oí nada. Creo que esperaba un estruendo de los mil demonios, algo que dañara los tímpanos, por lo que me sentí decepcionado al escuchar tan sólo una especie de remolino intermitente. Rasgado e intermitente. Como una hélice de carne. Y luego oí voces, pero no era el huracán, claro, sino los pilotos del avión que pasaba junto a él. Voces duras hablando en español y en inglés. Bittrich, mientras escuchaba, sonreía. Y luego oí otra vez el huracán y esta vez lo oí de verdad. El vacío. Un puente vertical y vacío, vacío, vacío. Nunca olvidaré aquella sonrisa de Bittrich. Era como si estuviera llorando. ¿Esto es todo?, pregunté sin querer reconocer que ya había tenido bastante. Eso es todo, dijo Bittrich abstraído en la cinta que giraba silenciosa. Luego detuvo la grabadora, la cerró con mucho cuidado y volvió con los demás al interior de la casa, a seguir trabajando. Otra película: Barquero. Por las ruinas uno podría creer que se trata de la vida en Latinoamérica después de la Tercera Guerra Mundial. Las chicas recorren basureros y caminos despoblados. Luego se ve un río de cauce ancho y aguas tranquilas. El Pajarito Gómez y otros dos tipos juegan a las cartas iluminados por una vela. Las chicas llegan a una fonda en donde los hombres van armados. Sucesivamente hacen el amor con todos. Desde los matorrales contemplan el río y unas maderas atadas torpemente. El Pajarito Gómez es el barquero, al menos todos lo llaman de esa manera, pero no se mueve de la mesa. Sus cartas son las mejores. Los maleantes comentan acerca de lo bien que juega. Qué bien juega el barquero. Qué suerte tiene el barquero. Poco a poco comienzan a escasear los víveres. El cocinero y el pinche de cocina martirizan a Doris, la penetran con los mangos de enormes cuchillos de carnicero. El hambre se enseñorea de la fonda: algunos no se levantan de la cama, otros deambulan por los matorrales buscando comida. Mientras los hombres van cayendo enfermos las chicas escriben como posesas en sus diarios. Pictogramas desesperados. Se superponen las imágenes del río y las imágenes de una orgía que nunca termina. El final es previsible. Los hombres disfrazan a las mujeres de gallinas y después de pasarlas por el aro se las comen en medio de un banquete nimbado de plumas. Se ven los huesos de Connie, Mónica y Doris en el patio de la fonda. El Pajarito Gómez juega otra mano de póquer. Tiene la suerte apretada como un guante. La cámara se coloca detrás de él y el espectador puede ver qué cartas lleva. Los naipes están en blanco. Sobre los cadáveres de todos ellos aparecen los títulos de crédito. Tres segundos antes del final el río cambia de color, se tiñe de negro azabache. Película profunda como pocas, solía recordar Doris, de esa vil manera acabamos las artistas de cine porno, devoradas por fulanos insensibles después de ser usadas sin descanso ni piedad. Parece que Bittrich hizo esa película para competir con las cintas de porno caníbal que empezaron a causar sensación en aquella época. Pero a poco que uno la vea con algo de atención se dará cuenta de que lo importante es el Pajarito Gómez sentado en la timba. El Pajarito Gómez, que sabía vibrar desde dentro hasta empotrarse en los ojos del espectador. Un gran actor desperdiciado por la vida, por nuestra vida, amiguitos. Pero ahí están las películas del alemán, todavía impolutas. Y ahí está el Pajarito Gómez sosteniendo esas cartas llenas de polvo, con las manos y el cuello sucios, los párpados eternamente caídos y vibrando sin tomarse un respiro. El Pajarito Gómez, un caso paradigmático en el porno de los ochenta. Ni la tenía grande, ni era culturista, ni gustaba a los consumidores potenciales de esa clase de películas. Se parecía a Walter Abel. Un aficionado que Bittrich sacó del arroyo para ponerlo delante de una cámara: el resto era tan natural que parecía mentira. El Pajarito vibraba, vibraba y de repente, dependiendo de la resistencia del espectador, éste quedaba atravesado por la energía de aquel trocito de hombre de apariencia tan endeble. Tan poquita cosa, tan mal alimentado. Tan extrañamente victorioso. El actor porno por excelencia del ciclo de películas colombianas de Bittrich. El que mejor daba la talla de muerto y el que mejor daba la talla de ausente. También fue el único que sobrevivió del elenco del alemán: en 1999 sólo quedaba con vida el Pajarito Gómez, los demás habían sido asesinados o se los había llevado por delante la enfermedad. Sansón Fernández, muerto de sida. Praxíteles Barrionuevo, muerto en el Hoyo de Bogotá. Ernesto San Román, muerto a navajazos en la sauna Arearea de Medellín. Alvarito Fuentes, muerto de sida en la prisión de Cartago. Todos jóvenes y con la picha superior. Frank Moreno, muerto a balazos en Panamá. Óscar Guillermo Montes, muerto a balazos en Puerto Berrío. David Salazar, llamado el Oso Hormiguero, muerto a balazos en Palmira. Caídos en ajustes de cuentas o en reyertas fortuitas. Evelio Latapia, colgado en un cuarto de hotel en Popayán. Carlos José Santelices, apuñalado por desconocidos en un callejón de Maracaibo. Reinaldo Hermosilla, desaparecido en El Progreso, Honduras. Dionisio Aurelio Pérez, muerto a balazos en una pulquería de México Distrito Federal. Maximiliano Moret, muerto ahogado en el río Marañen. Vergas de 25 y 30 centímetros, a veces tan grandes que no se podían levantar. Jóvenes mestizos, negros, blancos, indios, hijos de Latinoamérica cuya única riqueza era un par de huevos y un pene cuarteado por las intemperies o milagrosamente rosado quién sabe por qué extraños vericuetos de la naturaleza. La tristeza de las vergas Bittrich la entendió mejor que nadie. Quiero decir: la tristeza de esas pollas monumentales en la vastedad y desolación de este continente. Ahí tienen a Óscar Guillermo Montes en la escena de una película que ya he olvidado: el actor está desnudo de cintura para abajo, el pene le cuelga fláccido y goteante. El pene es oscuro y arrugado y las gotas son de leche brillante. Detrás del actor se abre el paisaje: montañas, cañadas, ríos, bosques, cordilleras, cúmulos de nubes, tal vez una ciudad y un volcán y un desierto. Óscar Guillermo Montes está subido en un promontorio y un vientecillo helado le acaricia un mechón de pelo. Eso es todo. Parece un poema de Tablada, ¿verdad?, pero ustedes nunca oyeron hablar de Tablada. Tampoco Bittrich, en realidad no importa, ahí está la película, debo de tener el vídeo por alguna parte, ahí está la soledad a la que me refería. El paisaje imposible y el cuerpo imposible. ¿Qué pretendió Bittrich al filmar esa secuencia? Justificar la amnesia, nuestra amnesia? ¿Hacer el retrato de los ojos cansados de Óscar Guillermo? ¿Enseñarnos simplemente un pene sin circuncidar goteando en la vastedad del continente? ¿Una sensación de grandeza inútil, de muchachos guapos y sin escrúpulos destinados al sacrificio: desaparecer en la vastedad del caos? Quién sabe. Sólo el aficionado Pajarito Gómez, cuyos atributos con mucho trabajo alcanzaban los 18 centímetros, era inaprehensible. El alemán flirteaba con la muerte, ¡no le importaba un carajo la muerte!, flirteaba con la soledad y con los agujeros negros, pero con el Pajarito nunca quiso ni pudo. Inasible, ingobernable, el Pajarito entraba en el ojo de la cámara por casualidad, como si pasara por allí y se hubiera detenido a mirar. Entonces se ponía a vibrar, sin dosificarse, y los espectadores, ya fueran pajeros solitarios u hombres de negocios que ponían el vídeo por vicio, sin apenas echarle más que un par de miradas, eran atravesados por los humores de aquella cosita. ¡Licor prostático eran las emanaciones del Pajarito Gómez! Y eso era algo distinto que no cabía en las elucubraciones del alemán. Bittrich lo sabía y generalmente cuando aparecía el Pajarito no había efectos adicionales, ni música ni sonidos de ninguna especie, nada que distrajera la atención del espectador de lo verdaderamente importante: el Pajarito Gómez hierático, chupado o chupador, cogedor o cogido, pero siempre, como quien no quiere la cosa, vibrando. A los protectores del alemán les desagradaba profundamente esta capacidad, ellos hubieran preferido que el Pajarito trabajara en el Mercado Central descargando camiones, que fuera usado sin límite y que luego desapareciera. Y sin embargo no hubieran sabido explicar qué era lo que no les gustaba de él, sólo intuían vagamente que era un tipo capaz de atraer la mala suerte y causar desazón en los corazones. A veces, cuando recuerdo mi infancia, pienso en lo que Bittrich debió de sentir por sus protectores. A los narcotraficantes los respetaba, al fin y al cabo eran los del dinero y Bittrich, como buen europeo, respetaba el dinero, un punto de referencia en medio del caos. Pero los militares y policías corruptos, qué debió pensar de ellos, él, que era alemán y que leía libros de historia. Qué caricaturescos debieron de parecerle, cómo debió de reírse de ellos, por las noches, después de alguna reunión agitada. Monos con uniformes de las SS, ni más ni menos. Y Bittrich, solo en su casa, rodeado de sus vídeos y de sus sonidos tremendos, cuánto debió de reírse. Y eran esos monos, con su sexto sentido, los que querían sacar al Pajarito del negocio. Esos monos patéticos e infames los que se atrevían a sugerirle a él, un cineasta alemán en el exilio permanente, a quién debía y a quién no debía contratar. Imaginaos a Bittrich después de una de esas reuniones: en la casa oscura del barrio de los Empalados, cuando ya todos se han marchado excepto él, que bebe ron y fuma Delicados mexicanos en la habitación más grande, la que le sirve de estudio y de dormitorio. En la mesa hay vasos de papel con restos de whisky. Sobre la tele dos o tres vídeos, las últimas producciones de la Productora Cinematográfica Olimpo. Agendas y hojas arrancadas, rellenas de números, sueldos, coimas, bonificaciones. Dinero de bolsillo. Y en el aire las palabras del comisario de policía, del teniente de aviación, del coronel del Servicio de Inteligencia Militar: queremos lejos a ese pájaro de mal agüero. A la gente le revuelve el estómago verlo en nuestras películas. Es de mal gusto tener a esa babosa jodiéndose a las chicas. Pero Bittrich los dejaba hablar, los estudiaba en silencio y luego hacía lo que le venía en gana. Total, sólo era cine porno, nada verdaderamente rentable. Así fue como el Pajarito se quedó con nosotros aunque a los capitalistas de la productora les resultara inquietante su presencia. El Pajarito Gómez. Un tipo callado y no muy cariñoso al que las chicas, sin que se sepa por qué, le tomaron un afecto especial. Todas, por motivos laborales, se lo pasaron por la piedra y en todas el Pajarito dejó un regusto extraño, algo que no se sabía muy bien qué era y que invitaba a repetir. Supongo que estar con el Pajarito era como estar en ninguna parte. Doris incluso llegó a vivir un tiempo con él, pero la cosa no resultó. Doris y el Pajarito: seis meses entre el hotel Aurora, que era donde vivía él, y el apartamento en la Avenida de los Libertadores. Demasiado bonito para que durara, ya saben, los espíritus singulares no soportan tanto amor, tanta perfección encontrada por casualidad. Si Doris no hubiera tenido ese cuerpo y además hubiera sido muda, y si el Pajarito jamás hubiera vibrado. Durante la filmación de Cocaína, una de las peores películas de Bittrich, el asunto terminó de romperse. De todas maneras siguieron siendo amigos hasta el final. Muchos años después, cuando ya todos estaban muertos, busqué al Pajarito. Vivía en un apartamento minúsculo, de una sola habitación, en una calle que daba al mar, en Buenaventura. Trabajaba de camarero en el restaurante de un policía jubilado, La Tinta del Pulpo, el lugar ideal para alguien que temiera ser descubierto. De la casa al trabajo y del trabajo a casa, con una breve escala en una tienda de vídeos donde solía alquilar una o dos películas cada día. Películas de Walt Disney y el viejo cine colombiano, venezolano y mexicano. Todos los días puntual como un reloj. De su apartamento sin ascensor a La Tinta del Pulpo y de allí, entrada la noche, a su apartamento, con las películas bajo el brazo. Nunca llevaba comida, sólo películas. Y las alquilaba indistintamente al ir o al volver, en la misma tienda, un tugurio de tres metros por tres que permanecía abierto dieciocho horas al día. Lo busqué por capricho, porque me dio la venada. Lo busqué y lo encontré en 1999, fue fácil, no tardé más de una semana. El Pajarito tenía entonces cuarentainueve años y aparentaba diez más. No se sorprendió al llegar a casa y encontrarme sentado en la cama. Le dije quién era, le recordé las películas que había hecho con mi madre y con mi tía. El Pajarito cogió una silla y al sentarse se le cayeron los vídeos. Has venido a matarme, Lalito, dijo. Una película era de Ignacio López Tarso y la otra de Matt Dillon, dos de sus actores favoritos. Le recordé los viejos tiempos de Pregnant Fantasies. Los dos sonreímos. Vi tu pichula transparente como gusano, porque tenía los ojos abiertos, ya sabes, vigilando tu ojo de cristal. El Pajarito asintió con la cabeza y luego se sorbió los mocos. Siempre fuiste un niño listo, dijo, también fuiste un feto listo, con los ojos abiertos, por qué no. Te vi, eso es lo importante, dije. Allí dentro eras rosado al principio pero luego te volviste transparente y te cagaste de asombro, Pajarito. Entonces no tenías miedo, te movías con tanta rapidez que sólo los animales pequeños y los fetos podían verte. Sólo las cucarachas, las liendres, las ladillas y los fetos. El Pajarito miraba el suelo. Lo oí susurrar: etcétera, etcétera. Luego dijo: nunca me gustó esa clase de películas, una o dos está bien, pero tantas es un crimen. Hasta donde cabe soy una persona normal. Por Doris tuve un cariño sincero, tu madre siempre encontró un amigo en mí, cuando eras pequeño nunca te hice daño. ¿Lo recuerdas? No fui yo el promotor del negocio, nunca traicioné a nadie, nunca maté a nadie. Trafiqué un poco y robé un poco, como todos, pero ya ves, no pude jubilarme bien. Luego recogió las películas del suelo, puso en el vídeo la de López Tarso y mientras pasaban las imágenes sin sonido se echó a llorar. No llores, Pajarito, le dije, no vale la pena. Ya no vibraba. O tal vez todavía vibrara un poquito y yo sentado en la cama recogí esos restos de energía con la voracidad de un náufrago. Es difícil vibrar en un apartamento tan reducido, con ese olor a caldo de gallina que se colaba por todos los resquicios. Es difícil percibir una vibración si tienes los ojos fijos en Ignacio López Tarso gesticulando mudo. Los ojos de López Tarso en blanco y negro: ¿cómo se podía fundir tanta inocencia y tanta malicia? Un buen actor, señalé, por decir algo. Un padre de la patria, corroboró el Pajarito. Tenía razón. Luego susurró: etcétera, etcétera. Pinche Pajarito jodido. Durante mucho rato permanecimos en silencio: López Tarso se deslizó por su argumento como un pez en el interior de una ballena, las imágenes de Connie, Mónica y Doris brillaron unos segundos en mi cabeza y la vibración del Pajarito se hizo imperceptible. No he venido a liquidarte, le dije finalmente. En aquella época, cuando aún era joven, me costaba emplear la palabra matar. Nunca mataba: daba el billete, borraba, hundía, desintegraba, hacía puré, desmenuzaba, dormía, pacificaba, quebrantaba, malograba, abrigaba, ponía bufandas y sonrisas perennes, archivaba, vomitaba. Quemaba. Pero al Pajarito no lo quemé, sólo quería verlo y platicar un rato con él. Sentir su tictac y recordar mi pasado. Gracias, Lalito, dijo, y luego se levantó y llenó una palangana con el agua de una garrafa. Con movimientos exactos, artísticos y resignados, se lavó las manos y la cara. Cuando yo era niño, Connie, Mónica, Doris, Bittrich, el Pajarito, Sansón Fernández, todos me llamaban así: Lalito. Lalito Cura jugando con los gansos y los perros en el jardín de la casa del crimen, que para mí era la casa del aburrimiento y a veces del asombro y la felicidad. Ahora no hay tiempo para aburrirse, la felicidad desapareció en algún lugar de la tierra y sólo queda el asombro. Un asombro constante, hecho de cadáveres y de personas comunes y corrientes como el Pajarito, que me daba las gracias. Nunca pensé en matarte, dije, conservo todas tus películas, no las veo muy a menudo, lo reconozco, sólo en momentos especiales, pero las guardo con cuidado. Soy un coleccionista de tu pasado cinematográfico, le dije. El Pajarito volvió a sentarse. Ya no vibraba: de reojo miraba la película de López Tarso y en su reposo se traslucía la paciencia de las rocas. Eran las dos de la mañana según el despertador de la cama. La noche anterior había soñado que encontraba al Pajarito desnudo y que mientras lo montaba le gritaba al oído palabras ininteligibles acerca de un tesoro escondido. O acerca de una ciudad subterránea. O acerca de un difunto envuelto en papeles que resistían la podredumbre y el paso del tiempo. Pero ni siquiera puse mi mano en su hombro. Te dejaré dinero, Pajarito, para que vivas sin trabajar. Te compraré lo que quieras. Te llevaré a un lugar tranquilo donde puedas dedicarte a contemplar a tus actores favoritos. En el barrio de los Empalados no hubo nadie como tú, dije. Paciencia de piedra, Ignacio López Tarso y el Pajarito Gómez me miraron. Los dos con una mudez enloquecida. Con los ojos llenos de humanidad y de miedo y de fetos perdidos en la vastedad de la memoria. Fetos y otros seres pequeños con los ojos abiertos. Amiguitos, por un instante tuve la sensación de que el apartamento entero se ponía a vibrar. Luego me levanté con mucho cuidado y me marché.

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