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– (El tipo vuelve a sacudir la cabeza con gestos de afirmación. ¿Qué intenta decir? Imposible saberlo. Su cuerpo, mejor dicho sus piernas, experimentan un fenómeno curioso: por momentos un sudor tan abundante y espeso como el de la frente las cubren, sobre todo por la cara interna, por momentos pareciera que tiene frío y la piel, desde las ingles hasta las rodillas, adquiere una textura áspera, si no al tacto sí a la vista.)

– Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que dije mientras me la metías?

– (El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita.)

– ¿Recuerdas que dije el viento? ¿Recuerdas que dije las calles subterráneas? ¿Recuerdas que dije tú eres la fotografía? No, en realidad no lo recuerdas. Tú bebías demasiado y estabas demasiado ocupado con mis tetas y con mi culo. Y no entendiste nada, de lo contrario habrías salido corriendo a la primera oportunidad. Eso ahora te gustaría, ¿verdad, Max? Tu imagen, tu otro yo corriendo por el jardín de mi casa, saltando la verja, alejándote calle arriba a grandes zancadas, como un atleta de mil quinientos metros, a medio vestir aún, tarareando alguno de tus himnos para infundirte valor, y luego, tras veinte minutos de carrera, exhausto, en el bar donde te esperan los miembros de tu grupo o banda o peña o brigada o pandilla o como se llame, llegar y beber una jarra de cerveza, decir chavales no tenéis idea de lo que me ha ocurrido, han intentado matarme, una jodida puta del extrarradio de la ciudad, de las afueras de la ciudad y del tiempo, una puta del más allá que me vio en la tele (¡salimos en la tele!) y que me llevó en su moto y que me la chupó y que me ofreció su culo y que me dijo palabras que al principio me sonaron misteriosas pero que luego entendí, o mejor dicho sentí, una puta que me dijo palabras que sentí con el hígado y con los huevos y que al principio me parecieron inocentes o cachondas o producto de mi lanza que le llegaba hasta las entrañas, pero que luego ya no me parecieron tan inocentes, chavales, os lo voy a explicar, ella no paraba de murmurar o susurrar mientras la cabalgaba, ¿normal, no?, pero no era normal, no tenía nada de normal, una puta que susurra mientras se la follan, y entonces yo escuché lo que decía, chavales, camaradas, escuché sus putas palabras que se abrían paso como una barca en un mar de testosterona, y entonces fue como si ese mar de testosterona, ese mar de semen se estremeciera ante una voz sobrenatural, y el mar se encogió, se replegó en sí mismo, el mar desapareció, chavales, y todo el océano se quedó sin mar, toda la costa sin mar, sólo piedras y montañas, precipicios, cordilleras, fosas oscuras y húmedas de miedo, y sobre esa nada la barca siguió navegando y yo la vi con mis dos ojos, con mis tres ojos, y dije no pasa nada, no pasa nada, cariño, cagado de miedo, fosilizado de miedo, y luego me levanté intentando que no se me notara, que no se me notara el cangueli, y dije que iba al baño a desaguar el canario, a jiñar un ratito, y ella me miró como si hubiera recitado a John Donne, chavales, como si hubiera recitado a Ovidio, y yo retrocedí sin dejar de mirarla, sin dejar de mirar la barca que avanzaba inconmovible por un mar de nada y de electricidad, como si el planeta Tierra estuviera naciendo otra vez y sólo yo estuviera allí para dar fe del nacimiento, ¿pero dar fe a quién, chavales?, a las estrellas, supongo, y cuando me vi en el pasillo fuera del alcance de su mirada, de su deseo, en vez de abrir la puerta del baño me deslicé hasta la puerta de la calle y atravesé el jardín rezando y salté la tapia y me puse a correr calle arriba como el último atleta de Maratón, el que no trae noticias de victoria sino de derrota, el que no es escuchado ni celebrado ni nadie le tiende un cuenco de agua, pero que llega vivo, chavales, y que además comprende la lección: en ese castillo no entraré, esa senda no la recorreré, esas tierras no atravesaré. Aunque me señalen con el dedo. Aunque todo esté en mi contra.

– (El tipo mueve la cabeza afirmativamente. Está claro que quiere dar a entender su conformidad. El rostro, debido al esfuerzo, se le enrojece notablemente, las venas se hinchan, los ojos se le desorbitan.)

– Pero tú no escuchaste mis palabras, no supiste discernir de mis gemidos aquellas palabras, las últimas, que acaso te hubieran salvado. Te escogí bien. La televisión no miente, ésa es su única virtud (ésa y las viejas películas que dan de madrugada), y tu rostro, junto a la valla metálica, después de la conga aplaudida unánimemente, me anticipaba (me apresuraba) el desenlace inevitable. Te he traído en mi moto, te he desnudado, te he dejado inconsciente, te he atado de manos y de pies a una vieja silla, te he puesto un esparadrapo en la boca no porque tema que tus gritos alerten a nadie sino porque no deseo escuchar tus palabras de súplica, tus lamentables balbuceos de perdón, tu débil garantía de que tú no eres así, de que todo era un juego, de que estoy equivocada. Posiblemente estoy equivocada. Posiblemente todo sea un juego. Posiblemente tú no seas así. Pero es que nadie es así, Max. Yo tampoco era así. Por supuesto, no te voy a hablar de mi dolor, un dolor que tú no has provocado, al contrario, tú has provocado un orgasmo. Has sido el príncipe perdido que ha provocado un orgasmo, puedes sentirte satisfecho. Y yo te di la oportunidad de escapar, pero tú fuiste también el príncipe sordo. Ahora ya es tarde, está amaneciendo, debes de tener las piernas entumecidas, acalambradas, tus muñecas están hinchadas, no deberías haberte movido tanto, cuando empezamos te lo advertí, Max, esto es inevitable. Acéptalo de la mejor manera que puedas. Ahora no es hora de llorar ni de recordar congas, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de ti y tratar de comprender que a veces uno se marcha inesperadamente. Estás desnudo en mi cámara de los horrores, Max, y tus ojos siguen el movimiento pendular de mi navaja, como si ésta fuera un reloj o el cuco de un reloj de pared. Cierra los ojos, Max, no hace falta que sigas mirando, cierra los ojos y piensa con todas tus fuerzas en algo bonito…

– (El tipo en vez de cerrar los ojos los abre con desesperación y todos sus músculos se disparan en un último esfuerzo: su impulso es tan violento que la silla a la que está fuertemente atado cae con él al suelo. Se golpea la cabeza y la cadera, pierde el control del esfínter y no retiene la orina, sufre espasmos, el polvo y la suciedad de las baldosas se adhieren a su cuerpo mojado.)

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