Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Breves arpegios. Avisos comerciales grabados en disco y cinta: 60 segundos. Breves arpegios.

Y ahora, estimables radioescuchas, pasemos a nuestra sección: ¡EL SINCHI EN LA CALLE: ENTREVISTAS Y REPORTAJES! No nos vamos a apartar del tema en cuestión, que el Zar de Pantilandia no se duerma sobre sus laureles prostibularios. Ustedes conocen al Sinchi, respetables oyentes, y saben que cuando emprende una campaña en favor de la justicia, de la verdad, de la cultura o de la moral de Iquitos, no ceja en su empeño hasta llegar a la meta, que es contribuir, poniendo siquiera una pajita en la fogata, al progreso de la Amazonía.

Pues bien, esta noche, y como complemento gráfico y directo, como testimonio vivo, dramático y cálidamente humano del mal que hemos denunciado en nuestro COMENTARIO DEL DÍA, el Sinchi va a ofrecerles dos grabaciones exclusivas, obtenidas a costa de esfuerzos y riesgos, que denuncian por sí solas la tenebrosa Pantilandia y la catadura del personaje que la ha creado y labra su fortuna a costa de ella, y quien, llevado por sus ansias crematísticas, no vacila en sacrificar lo más sagrado para un hombre, cual es su apellido, su familia, su digna esposa y su menor hijita. Son dos testimonios terribles en su verdad desnuda y rechinante, que el Sinchi pone en vuestros oídos, queridos radioescuchas, con el ánimo de que conozcan, en todos sus íntimos mecanismos maquiavélicos, el tráfico cotidiano de amores carnales en la inmoral Pantilandia.

Breves arpegios.

Aquí, frente a nosotros, sentada, con una expresión cohibida por su falta de familiaridad con el micrófono, tenemos a una mujer todavía joven y de buen parecer. Su nombre es Maclovia. Su apellido no tiene importancia y, por lo demás, ella prefiere que se ignore, pues, muy humanamente, desea que sus familiares no la identifiquen y no sufran la conocer su verdadera vida, que es, o, perdón, ha sido, fue hasta ahora, la prostitución. Que nadie eche la primera piedra, que nadie se arranque los cabellos. Nuestros oyentes saben muy bien que una mujer, por más bajo que haya caído, siempre puede redimirse, si se le dan las facilidades y la ayuda moral para ello, si se le tienden unas manos amigas. Lo primero para retornar a la vida decente es quererlo. Maclovia, ya lo van a comprobar ustedes en unos instantes, lo quiere. Ella fue lavandera, lavandera entre comillas, claro, ejerció, sin duda por hambre, por necesidad, por fatalidad de la vida, ese oficio trágico: ir ofreciéndose al mejor postor por las calles de Iquitos. Pero luego, y es la parte que nos interesa, trabajó en la viciosa Pantilandia. Ella nos podrá revelar, por eso, lo que se esconde bajo ese nombre circense. Las desgracias de la vida empujaron a Maclovia hacia dicho antro para que un señor equis la explotara e hiciera pingües ganancias con su dignidad de mujer. Pero es preferible que ella misma nos lo diga todo, con su sencillez de mujer humilde, a la que no fue dado estudiar y culturizarse, pero sí adquirir una inmensa experiencia por los maltratos de la vida. Acércate un poquito, Maclovia, y habla aquí, eso mismo. Sin miedo y sin vergüenza, la verdad no ofende ni mata. El micro es suyo, Maclovia.

Breves arpegios.

– Gracias, Sinchi. Mira, eso de mi apellido no es tanto por mi familia, la verdad es que fuera de mi prima Rosita parientes no tengo, al menos cercanos. Mi mamá se murió antes de que yo trabajara en eso que has dicho, mi padre se ahogó en un viaje al Madre de Dios y mi único hermano se metió al monte hace cinco años para no hacer el servicio militar y todavía estoy esperando que vuelva. Es más bien porque, no sé cómo decirte, Sinchi, Maclovia va sólo con el trabajo, tampoco ése es mi nombre, y en cambio mi nombre de veras va con todo lo demás, por ejemplo mis amistades. Y aquí me has traído para que hable sólo de eso ¿no?. Es como si yo fuera dos mujeres, cada una haciendo una cosa y cada una con nombre distinto. Así me he acostumbrado. Ya sé que no te lo explico bien. ¿Qué, cómo? Ah, sí, me estoy yendo por las ramas. Bueno, ahora hablo de eso, Sinchi.

Sí, pues, antes de entrar a Pantilandia estuve de lavandera, como dijiste, y después donde Moquitos. Hay quienes se creen que las lavanderas ganan horrores y se pasan la gran vida. Una mentira de este tamaño, Sinchi. Es un trabajo jodidí, fregadísimo, caminar todo el día, se le ponen a una los pies así de hinchados y muchas veces por las puras, para regresar a la casa con los crespos hechos, sin haber levantado un cliente. Y encima tu caficho te muele porque no has traído ni cigarros. Tú dirás para qué un cafiche, entonces. Porque si no tienes, nadie te respeta, te asaltan, te roban, te sientes desamparada, y, además, Sinchi ¿a quién le gusta vivir sola, sin hombre? Sí, me desvié otra vez, ahora hablo de eso. Era para que sepas por qué, cuando de repente se corrió la voz que en Pantilandia daban contratos con sueldos fijos, domingos libres y hasta viajes, bueno, fue la locura entre las lavanderas. Era la lotería, Sinchi, ¿no te das cuenta? Un trabajo seguro, sin tener que buscar clientes porque había para arreglar, y encima tratadas con toda consideración. Nos parecía un sueño, pues. Fue la atropellada hacia el río Itaya. Pero aunque todas volamos, sólo había contratos para unas pocas y nosotras éramos un chuchonal, ay perdona. Y, además, con la Chuchupe de jefaza ahí, no había manera de entrar. El señor Pantoja le hacía caso a todos sus consejos y ella siempre prefería las que habían trabajado en su casa de Nanay. Por ejemplo, a las que venían de la competencia, lo bulines de Moquitos, las aguantaba y les ponía toda clase de peros y les cobraba una comisiones bárbaras. Y a las lavanderas todavía peor, nos desmoralizaba diciendo que al señor Pantoja no le gustan las que vienen de la calle, como las perritas, sino las que han trabajado en domicilio conocido. Quería decir Casa Chuchupe, claro. Desgraciada, me estuvo cerrando el paso lo menos cuatro meses. Se corría la voz, vacantes en el Itaya, yo volaba y cada vez me iba de bruces contra esa montaña, la Chuchupe. Por eso entré donde Moquitos, no a su viejo bulín, sino al que le compró a Chuchupe, en Nanay. Pero apenas llevaría ahí unos dos meses cuando hubo otra vez sitio en Pantilandia, corrí y el señor Pan Pan se me quedó mirando en el examen y dijo tienes presencia, muchacha, ponte en esa fila. Y me escogió por mi buen cuerpo. Así entré a Pantilandia, Sinchi. Me acuerdo clarito de la primera vez que fui al Itaya, ya contratada, para la revista médica. Estaba tan feliz como el día de la primera comunión, te juro. El señor Pantoja nos hizo un discurso a mí y a las cuatro que entraron conmigo. Nos hizo llorar, te digo, diciendo ahora ya tienen otra categoría, son visitadoras y no polillas, cumplen una misión, sirven a la Patria, colaboran con las Fuerzas Armadas y no sé cuántas cosas más. Habla tan bonito como tú, Sinchi, que una vez, me acuerdo, nos hiciste llorar a Sandra, a Peludita y a mí. Íbamos en Eva por el río Marañón y empezaste a hablar en la radio de los huerfanitos del Hogar de Menores y se nos aguaron los ojos.

– Gracias, Maclovia, por lo que nos toca. Nos emociona saber que llegamos a todos los ambientes y que LA VOZ DEL SINCHI es capaz de hacer vibrar las fibras íntimas de los seres más encallecidos por las circunstancias de la vida. Eso que me dices es una gran recompensa y vale más para nosotros que tantas ingratitudes.

Bien, Maclovia, así fue como caíste en las redes del Cafiche de Pantilandia. ¿Qué pasó entonces?

– Yo feliz, Sinchi, imagínate. Me pasaba el día viajando, conociendo los cuarteles, las bases, los campamentos de toda la selva, yo que hasta entonces nunca había subido a un avión. La primera vez que me montaron en Dalila me dio un susto, cosquillas en la barriga, escalofríos y me vivieron náuseas. Pero después, al contrario, me encantaba, pedían ¡voluntarias para convoy aéreo! y siempre ¡yo, señor Pantoja, yo, a mí! Ahora que te voy a decir una cosa, Sinchi, volviendo a lo de enantes. Tus programas son tan bonitos, haces esas campañas regias como la de los huerfanitos, que nadie puede entender por qué atacas a los Hermanos del Arca, por qué los calumnias y los insultas todo el tiempo. Qué injusticia, Sinchi, nosotros sólo queremos que reine el bien y Dios esté contento. ¿Qué? Si, ya hablo de eso, perdóname pero tenía que decírtelo en nombre de la opinión pública. Íbamos, pues, a los cuarteles y los milicos nos recibían como reinas. Por ellos que nos quedáramos toda la vida allá, haciéndoles más soportable el servicio. Nos organizaban paseos, nos prestaban deslizadores para salir por el río, nos invitaban anticuchadas. Unas consideraciones que rara vez se ven en este oficio, Sinchi. Y, además, la tranquilidad de saber que el trabajo es legal, no vivir con el susto de la policía, de que los tiras te caigan encima y te saquen en un minuto lo que has ganado en un mes. Qué seguridad trabajar con los milicos, sentirse protegida por el Ejército ¿no es cierto? ¿Quién se iba a meter con nosotras? Hasta los cafiches andaban mansitos, la pensaban dos veces antes de levantar la mano, de miedo que nos fuéramos a quejar a los soldados y los metieran en chirona. ¿Cuántas éramos? En mi época, veinte. Pero ahora hay cuarenta, dichosas ellas que están en el paraíso. Hasta los oficiales se desvivían atendiéndonos, Sinchi, qué te figuras. Sí, era una felicidad, ay Señor, me da una tristeza cuando pienso que salí de Pantilandia de pura bruta.

37
{"b":"100312","o":1}