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– Ahora indíqueme con cuál de estas personitas quiere casarse, señorita Dolores-pasea frente a los tres reclutas el coronel Augusto Valdés-. Y el capellán los casa en este instante. Elija, elija, ¿cuál prefiere para papá de su futuro hijito?

– A mi señora la pescaron en la propia iglesia-se mantiene rígido en el borde de la silla el carpintero Adriano Lharque-. No la catedral, sino la del Santo Cristo de Bagazán, señor.

– Así es, queridos radioescuchas-brama el Sinchi-. A esos sacrílegos lascivos no los contuvo el temor a Dios ni el respeto debido a Su santa casa ni las nobles canas de esa matrona dignísima, semilla ya de dos generaciones loretanas.

– Comenzaron a jalonearme, ay Jesús mío, querían tumbarme al suelo-llora la señora Cristina-. Se caían de borrachos y hay que oír las lisuras que decían. Delante del altar mayor, se lo juro.

– Al alma más caritativa de todo Loreto, mi general-retumba el padre Beltrán-. ¡La ultrajaron cinco veces!

– Y también a su hijita y a su sobrinita y a su ahijadita, ya lo sé, Scavino-sopla la caspa de sus hombreras el Tigre Collazos-. ¿Pero ese cura Beltrán está con nosotros o con ellos? ¿Es o no capellán del Ejército?

– Protesto como sacerdote y también como soldado, mi general-hunde vientre, saca pecho el mayor Beltrán-. Porque esos abusos hacen tanto daño a la institución como a las víctimas.

– Está muy mal lo que pretendían los reclutas con la dama, por supuesto-contemporiza, sonríe, hace venias el general Victoria-. Pero sus parientes casi los matan a palos, no lo olvide. Aquí tengo el parte médico: costillas rotas, hematomas, desgarrón de oreja. En este caso hubo empate, doctorcito.

– ¿A Iquitos? -deja de rociar la camisa y alza la plancha Pochita-. Uy, qué lejos nos mandan, Panta.

– Con madera haces el fuego que cocina tus alimentos, con madera construyes la casa donde vives, la cama donde duermes y la balsa con que cruzas el río-cuelga sobre el bosque de cabezas inmóviles, caras anhelantes y brazos abiertos el Hermano Francisco-. Con madera fabricas el arpón que pesca al paiche, la pucuna que caza al ronsoco y el cajón donde entierras el muerto. ¡Hermanas! ¡Hermanos! ¡Arrodíllense por mí!

– Es todo un señor problema, Pantoja-cabecea el coronel López López-. En Contamana, el alcalde ha dado un bando pidiendo a los vecinos que los días francos de la tropa encierren a las mujeres en sus casas.

– Y sobre todo qué lejos del mar-suelta la aguja, remacha el hilo y lo corta con los dientes la señora Leonor-. ¿Habrá muchos zancudos allá en la selva? Son mi suplicio, ya sabes.

– Fíjese en esta lista-se rasca la frente el Tigre Collazos-. Cuarentaitrés embarazadas en menos de un año. Los capellanes del cura Beltrán casaron a unas veinte, pero, claro, el mal exige medidas más radicales que los matrimonios a la fuerza. Hasta ahora castigos y escarmientos no han cambiado el panorama: soldado que llega a la selva se vuelve un pinga loca.

– Pero el más desanimado con el sitio pareces tú, amor-va abriendo y sacudiendo maletas Pochita-. ¿Por qué, Panta?

– Debe ser el calor, el clima, ¿no cree?-se anima el Tigre Collazos.

– Muy posiblemente, mi general-tartamudea el capitán Pantoja.

– La humedad tibia, esa exuberancia de la naturaleza-se pasa la lengua por los labios el Tigre Collazos-. A mí me sucede siempre: llegar a la selva y empezar a respirar fuego, sentir que la sangre hierve.

– Si la generala te oyera-ríe el general Victoria-, ay de tus garras, Tigre.

– Al principio pensamos que era la dieta-se da un palmazo en la barriga el general Collazos-. Que en las guarniciones se usaba mucho condimento, algo que recrudecía el apetito sexual de la gente.

– Consultamos a especialistas, incluso a un suizo que costó una punta de plata-frota dos dedos el coronel López López-. Un dietista lleno de títulos.

– Pas d'inconvenient-anota en una libretita el profesor Bernard Lahoé-. Prepararemos una dieta que, sin, disminuir las proteínas necesarias, debilite la libido de los soldados en un ochenta y cinco por ciento.

– No se le vaya a pasar la mano-murmura el Tigre Collazos-. Tampoco queremos una tropa de eunucos, doctor.

– Horcones a Iquitos, Horcones a Iquitos-se impacienta el alférez Santana-. Sí, gravísimo, de suma urgencia. No hemos obtenido los resultados previstos con la operación Rancho Suizo. Mis hombres se mueren de hambre, se tuberculizan. Hoy se desmayaron otros dos en la revista, mi comandante.

– Nada de bromas, Scavino -sujeta el teléfono entre la oreja y el hombro mientras enciende un cigarrillo el Tigre Collazos-. Le hemos dado vueltas y más vueltas y es la única solución. Allá te mando a Pantojita con su madre y su mujer. Que te aproveche.

– Pochita y yo ya nos hicimos a la idea y estamos felices de ir a Iquitos -dobla pañuelos, ordena faldas, empaqueta zapatos la señora Leonor-. Pero tú sigues con el alma en los pies. Cómo es eso, hijito.

– Usted es el hombre, Pantoja-se pone de pie y lo coge por los brazos el coronel López López-. Usted va a poner fin a este quebradero de cabeza.

– Después de todo es una ciudad, Panta, y parece que linda -arroja trapos a la basura, hace nudos, cierra carteras Pochita-. No pongas esa cara, peor hubiera sido la puna ¿no?

– La verdad, mi coronel, no me imagino cómo -traga saliva el capitán Pantoja-. Pero haré lo que me ordenen, naturalmente.

– Por lo pronto, irse a la selva-coge un puntero y marca su lugar en el mapa el coronel López López-Su centro de operaciones será Iquitos.

– Vamos a llegar a la raíz del problema y a liquidarlo en su mata-golpea su mano abierta con el puño el general Victoria-. Porque, como usted lo habrá adivinado, Pantoja, el problema no es sólo el de las señoras atropelladas.

– También el de los reclutas condenados a vivir como castas palomas en ese calor tan pecaminoso-chasquea la lengua el Tigre Collazos-. Servir en la selva es bravo. Pantoja, muy bravo.

– En los caseríos amazónicos todas las faldas tienen dueño -acciona el coronel López López-. No hay bulines ni niñas pendejas ni nada que se les parezca.

– Se pasan la semana encerrados, cumpliendo misiones en el monte, soñando con su día franco -imagina el general Victoria-. Caminan kilómetros hasta el pueblo más cercano. ¿Y qué ocurre cuando llegan?

– Nada, por la maldita falta de hembras -encoge los hombros el Tigre Collazos-. Entonces, los que no se la corren, pierden los estribos y a la primera copita de anisado se lanzan como pumas sobre lo que se les pone delante.

– Se han dado casos de mariconería y hasta de bestialismo -precisa el coronel López López-. Figúrese que un cabo de Horcones fue sorprendido haciendo vida marital con una mona.

– La simio responde al absurdo apelativo de Mamadera de la Cuadra

Quinta-aguanta la risa el alférez Santana-. O, más bien, respondía, porque la maté de un balazo. El degenerado esta en el calabozo, mi coronel.

– Total, la abstinencia nos trae una corrupción de los mil diablos -dice el general Victoria-. Y desmoralización, nerviosismo, apatía.

– Hay que dar de comer a esos hambrientos, Pantoja -lo mira solemne a los ojos el Tigre Collazos-. Ahí entra usted, ahí es donde va a aplicar su cerebro organizador.

– ¿Por qué te quedas todo atontado y calladito, Panta? -guarda el pasaje en su cartera y pregunta ¿por dónde la salida al avión? Pochita-. Tendremos un gran río, podremos bañarnos, hacer paseos a las tribus. Anímate, zonzo.

– ¿Qué te pasa que estás tan raro, hijito? -observa las nubes, la hélices, los árboles la señora Leonor-. En todo el viaje no has abierto la boca. ¿Qué te preocupa tanto?

– Nada mamá, nada Pochita -se abrocha el cinturón de seguridad Panta-. Estoy bien, no me pasa nada. Miren, ya estamos llegando. Ése debe ser el Amazonas ¿no?

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