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– Era parte del examen de presencia, mi general-enrojece, enmudece, articula atorándose, tartamudea, se clava las uñas, se muerde la lengua el capitán Pantoja-.

Para verificar las aptitudes. No podía fiarme de mis colaboradores. Había descubierto favoritismos, coimas.

– No sé cómo no acabó tuberculoso-aguanta la risa, ríe, se pone serio, vuelve a reír, tiene los ojos con lágrimas el Tigre Collazos-. Todavía no descubro si es usted un pelotudo angelical o un cínico de la gran flauta.

– El Servicio de Visitadoras al agua, el Arca al agua, ya no hay a quien defender y nadie me afloja ni medio -se golpea la barriga, se tuerce, retuerce, chasquea la lengua el Sinchi-. Hay una conspiración general para que me muera de hambre. Esa es la razón de que no te responda y no tu falta de encantos, cara Penélope.

– Terminemos este asunto de una vez-da un golpecito en la mesa el general Victoria-. ¿Es cierto que se niega a pedir su baja?

– Me niego terminantemente, mi general-recobra la energía el capitán Pantoja-. Toda mi vida está en el Ejército.

– Le estábamos regalando una salida cómoda-abre un cartapacio, alcanza al capitán Pantoja un pliego escrito a máquina, espera que lo lea, lo guarda el general Victoria-. Porque podríamos someterlo a consejo de disciplina y ya supone la sentencia: degradación infamante, expulsión.

– Hemos decidido no hacerlo, porque ya está bien de escándalo y por sus antecedentes personales-humea, tose, va a la ventana, la abre, escupe a la calle el Tigre Collazos-. Si prefiere quedarse en el Ejército, allá usted. Se dará cuenta que con ese parte que hemos añadido a su foja de servicios va a pasar una buena temporada sin que sus galones tengan crías.

– Haré todo lo posible para rehabilitarme, mi general -se alegran la voz, el corazón, los ojos del capitán Pantoja-. Ningún castigo será peor que el remordimiento de haber causado un daño involuntario al Ejército.

– Está bien, no vuelva a meter nunca más la pata de esa manera-mira su reloj, dice son las diez, yo me voy el general Victoria-. Le hemos encontrado un nuevo destino bien lejos de Iquitos.

– Se va usted allá mañana mismo y no se mueve de ese sitio lo menos un año, ni siquiera por veinticuatro horas-se pone la guerrera, se sube la corbata, se alisa el cabello el Tigre Collazos-. Si quiere seguir en el Ejército, es indispensable que la gente se olvide de la existencia del famoso capitán Pantoja. Después, cuando nadie se acuerde del asunto, ya veremos.

– Los brazos amarraditos así, las patitas así, la cabeza caída sobre esta tetita jadea, va, viene, decora, anuda, mide el teniente Santana-. Ahora ciérrame los ojos y hazte la muerta, Pichuza. Así mismo. Pobrecita mi visitadora, ay qué pena mi crucificada, mi hermanita del Arca tan rica.

– La guarnición de Pomata, están necesitando un Intendente-cierra las cortinas, echa llave a los armarios, ordena los escritorios, coge un maletín el coronel López López-. En vez del río Amazonas tendrá el lago Titicaca.

– Y en vez del calor de la selva, el frío de la puna -abre la puerta, deja pasar a los otros el general Victoria.

– Y en vez de visitadoras, llamitas y vicuñas-se pone el quepí, apaga la luz, extiende una mano el Tigre Collazos-. Qué bicho raro me había resultado usted, Pantoja. Sí, ya puede retirarse.

– Brrrr, que frío, qué frío-se estremece Pochita-. Dónde están los fósforos, dónde la maldita vela, qué horrible vivir sin luz eléctrica. Panta, despierta, ya son las cinco. No sé por que tienes que ir tú mismo a ver los desayunos de los soldados, maniático. Es muy temprano, me muero de frío. Ay, idiota, me arañaste otra vez con esa esclava, por que no te la quitas en las noches. Te he dicho que son las cinco. Despierta, Panta.

Fin

MARIO VARGAS LLOSA

Nació en Arequipa, Perú, en 1936. Cursó sus primeros estudios en Cochabamba (Bolivia), y los secundarios en Lima y Piura. Se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos de Lima y se doctoró por la de Madrid. Ha residido durante algunos años en París, Londres y Barcelona.

En 1958 publicó un libro de relatos, Los jefes, pero su carrera literaria comenzó con la publicación de su novela La ciudad y los perros, ganadora del Premio Biblioteca Breve de 1962. Posteriormente aparecieron La casa verde (1965), Los cachorros (1968), Conversación en la catedral (1970) y La orgía perpetua, un notable ensayo sobre Madame Bovary de Flaubert.

Un amplio eco popular alcanzaron sus novelas posteriores La tía Julia y el escribidor (1977) y, sobre todo, la presente novela Pantaleón y las visitadoras, una espléndida sátira moral sobre el concepto del deber militar.

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