– Pero, ahora, habrá que devolverles lo que tienen anticipado, y quedaremos otra vez a dos velas.
– Una vez que hayan cobrado con creces lo que se les debe, volverán a prestar.
– Y así toda la vida, ¿no?, viviendo de prestado y con la angustia de que, si los Reyes pecan, no llegará la flota.
– Acabamos de ver, si las noticias son ciertas, que una cosa no tiene que ver con la otra.
– Ya veremos mañana lo que dicen los curas.
– Los curas pueden decir lo que les venga en gana. La cuestión es que el oro está aquí.
– Y que los Reyes parecían felices, si este caballero no viene equivocado.
– ¿Cómo voy a mentir? No me lo contó nadie, lo vi yo mismo, y no a mucha distancia. Estaban como recién casados.
– Y, el Valido, ¿qué pito tocaba a esas horas en el convento de San Plácido?
– De eso no alcancé a saber nada. Pero lo más probable es que haya ido allí a dar al Rey las buenas nuevas.
– Entonces, sabía dónde estaba el Rey.
– Como es su obligación. El Rey puede ir adonde quiera y hacer lo que le dé la gana, pero el ministro debe saberlo. Para eso tiene soplones.
Intervino un caballero cruzado.
– Bien, señores. El caso es que los Reyes son felices, que hemos ganado en Flandes y que la flota de Indias llegó a buen puerto. Estamos de enhorabuena. Ahora, habrá festejos para que el pueblo se divierta, y la corona pagará sus deudas.
Había un caballero mal encarado, de anteojos y nariz grande, que estuviera callado y atento a lo que se decía. Tomó entonces la palabra.
– Caballeros, me asombra la frivolidad con que tratan este asunto. Hemos ganado la batalla, pero, ¿cuántas nos quedan por perder? La flota de este año ha llegado a Cádiz, pero, ¿llegará la del año próximo? Y es verdad que el Rey y la Reina son felices, pero, ¿cuánto les va a durar? No pasará mucho tiempo sin que tengamos razones para estar tristes, y, entonces, volveremos a hacernos en la conciencia esa pregunta que nadie se atreve a formular: ¿por qué, si defendemos la verdadera fe, el Señor no nos ayuda? Yo intento entender el mundo y no lo entiendo, y, entonces, me agarro al único clavo ardiendo: hay pecados, no sabemos cuáles, por los que el Señor nos castiga. ¿Serán del Rey o serán del pueblo entero? ¿O será, simplemente, que el Señor cambió de pueblo escogido? Yo nací bajo el reinado del gran Felipe. Aquello sí que era un Rey, aquello sí que era un pueblo, aquellos sí que eran tiempos.
Había hablado con voz campanuda, con cierta tendencia a la solemnidad, pero su tono era más bien funeral. Tuvo la virtud de apagar los entusiasmos. La gente sin mirarse y sin mirarlo se disolvió porque era la hora de comer. Alguien le llamó cenizo.
CABOS SUELTOS Y OLVIDOS
1. MARFISA NO TUVO que esperar demasiado. Primero llegó el jesuita, sin equipaje ni apuro; después, el conde de la Peña Andrada, con Lucrecia del bracete, que iba como una reina de altiva y satisfecha. Apenas se habían juntado, cuando llegó la carroza, con su auriga oscuro y dos cofres a la zaga. Marfisa los reconoció como suyos.
– ¿Y cómo los habéis sacado de mi casa, si está sellada?
– La puerta de entrada, nada más; no la del corral. Por ella entré y salí -le dijo el conde-. Ahí viene todo lo tuyo, trajes y perifollos, y también los ahorros que tenías escondidos.
– ¡Más de doscientos ducados!
– Doscientos veintisiete exactamente.
Marfisa pareció descansar de alguna grave inquietud.
– Menos mal.
El conde la apuró para que subieran a la carroza. Marfisa se sentó a su lado, y Lucrecia al del jesuita.
– No me disgustaría saber adónde vamos.
– A Roma -le dijo el conde-; es el lugar más seguro.
Salieron por la Puerta de Alcalá, donde hubo una inspección de papeles, diálogo del conde con el guardia, y soborno. Después que traspasaron la puerta, el coche corrió con tanta prisa, que Lucrecia se durmió del miedo, y Marfisa poco después.
– Se han dormido -dijo el jesuita.
– Las he dormido -respondió el conde.
– ¿Nos vamos, pues?
– Es el momento.
A una señal del conde el coche se detuvo. Abierta la puerta, descendieron. El jesuita no había visto los caballos prendidos a la popa de la carroza.
El conde vio su mirada.
– No están resabiados. Podéis coger cualquiera de ellos.
El jesuita montó en el más próximo, que era negro; el conde se acercó al castaño y lo palmoteó.
– ¿Vamos, pues?
– Por mí…
– ¿Hasta dónde juntos?
– Yo voy a Londres por París.
– Yo a Roma por Barcelona.
– Entonces, más o menos, hasta Zaragoza.
Espolearon y partieron. La carroza se puso en marcha y los siguió, aunque a distancia.
Cuando despertaron Marfisa y Lucrecia, se hallaron solas.
– ¿Adónde fueron ésos? Porque yo no los sentí apearse.
– Al infierno, seguramente. Ya me parecía mucho que nos acompañasen.
– Pues sólo queda el cochero.
Efectivamente, el cochero oscuro azotaba con un largo látigo los caballos negros y golpeaba como un autómata: un trallazo de derecha a izquierda y otro de izquierda a derecha, cruzados; el coche corría sin tumbos, como si el camino fuese de cristal.
– ¿Sabes que hay algo que no entiendo?
– Pues suerte tienes si entiendes algo, porque yo no entiendo nada.
– ¿Y qué va a ser de nosotras?
– Mira, hija, Dios dirá. Mi madre me tiene dicho que, con las piernas abiertas, se va hasta el fin del mundo. Y Roma debe de caer un poco más acá.
Lucrecia reflexionó un momento; luego, dijo, con voz apagada, aunque convencida:
– En Roma hay muchas putas.
– Pues una más, como si nada.
Y en cuanto a la competencia, el recuerdo de sus propias gracias y habilidades le hizo sonreír: lo que había valido en la corte, ¿no iba a valer en Roma?
– Pues voy teniendo hambre -dijo Lucrecia.
– Mira lo que hay en esta cesta que dejaron a tu lado. Me huele que son viandas.
Lucrecia hurgó en la cesta, donde había de todo, hasta vino.
– ¿Y tendremos bastante para el viaje?
– ¿Qué sabemos nosotras lo que va a durar? Cuando se acabe ya veremos.
Empezaron a comer. Lucrecia se adormiló, finalmente. Marfisa, antes de hacerlo, pensó que en Roma había muchachos guapos de esos que dan gusto en la cama. Aunque fueran clérigos u obispos. Lucrecia se despertó.
– Me dan ganas de mear.
– Pues levanta el cojín en que asientas el culo. Seguramente habrá un agujero.
Lo había. Mientras, los caballos seguían corriendo, sin tropiezos ni tumbos.
2. Lo del viento fue que pasó de repente y se fue, aunque dejando el frío. En su lugar vino la niebla, primero unas vedijas, aquí y allá; después una masa compacta, oscura y gris, que se abatió sobre la villa y la ocupó, como un ejército invasor: calles, plazas, pasajes. Se coló por las rendijas y oscureció los interiores. Los más viejos del lugar no recordaban niebla igual, que parecía meterse por las narices y vaciar las conciencias. Duró bastantes horas y como vino se fue, aunque llevándose consigo muchos recuerdos. Cuando el viento volvió, halló a la villa como si nada hubiera pasado, todo el mundo tan campante, alegre porque se anunciaban fuegos de artificio en conmemoración de una victoria que no le importaba a nadie. Aunque como por los caminos de Andalucía venían ya acémilas cargadas de oro y plata y de objetos de gran valor, ya se hacía más caso, porque cada cual en su medida, todos esperaban participar. El padre Rivadesella hubiera hablado del caso con el diablo, pero, aquella tarde, el diablo no acudió.
3. El que mandaba los esbirros de la Santa pidió audiencia al Gran Inquisidor, una audiencia urgente. Le recibió todavía soñoliento, como quien sale de una siesta interrumpida que se proyecta continuar.
– ¿Sucede algo grave?