… contra Ti, sólo contra Ti he pecado,
he hecho lo malo a tus ojos…
Allá lejos sonó, otra vez, la campanilla. Las monjas seguían recitando el salmo. No veían, el Valido y su esposa, no veían lo que estaba sucediendo en el altar, pero tampoco veía nadie lo que estaba aconteciendo entre ellos. Sus voluntades se oponían con fuerza a la tentación y aquella lucha los mantenía tensos y distantes, aunque sus cuerpos se hubieran unido ya en un momento. La esposa del Valido le dijo: «Bésame.» El Valido la besó y el muro de las voluntades se desmoronó inmediatamente. El Valido sintió el placer expandiéndose por sus venas, hasta los extremos de su cuerpo y escondió el rostro junto al cuello de su esposa. Ella no se movió, pero dio un suspiro prolongado y feliz, que llenó el espacio vacío, que las monjas no entendieron, que el oficiante recibió con una sonrisa de alivio «¡Ayyy!»
Las monjas cantaron el Benedictus…, y se abrió la puerta para que saliera el Valido. Al terminar, volvió a abrirse para que saliera su esposa. Venía velada, pero hipaba. Se arrodilló al lado de su marido, y éste la golpeó cariñosamente en el brazo. «No importa.» Siguió la misa. Las monjas volvieron a cantar, y cuando el preste dio la bendición, se retiraron, en su orden. También el oficiante se retiró. Quedaron solos, en el coro y en la iglesia, el Valido y su esposa.
– Esto ha terminado ya. Vámonos.
– ¿Habremos pecado? -preguntó ella.
– Eso, sólo el Señor lo sabe.
Empezaron a descender por la escalera de caracol.
– Agárrate con una mano al arambol, pon la otra en mi hombro.
Así llegaron al final. La dama se arrimó a la pared.
– Espera a que me calme.
Seguía llorando, pero se sentía feliz.
11. Aparecieron a la entrada de la iglesia. Los arcabuceros del cortejo, los criados de a pie, se ordenaron. Esperaban, entre ellos, dos personajes nuevos, cubiertos del polvo de los caminos, marchitas ya las plumas de los chapeos. Se aproximó el primero y tendió un pliego al Valido, un pliego lleno de sellos, pero maltratado.
– Correo de Flandes, señor.
Y se acercó luego el segundo, con el pliego menos manoseado:
– Correo de Cádiz.
El Valido no sabía cuál abrir primero, no podía imaginar cuál de las dos noticias sería más terrible. Dio las gracias a los correos, y abrió el de Cádiz: le decían que la flota había llegado entera a la bahía, si bien cuatro fragatas de escolta seguían peleando con los ingleses en muy mala situación. «¡Menos mal!» En el segundo despacho le decían que las tropas españolas habían obtenido una gran victoria sobre los rebeldes protestantes. «¿Gracias a Dios?», salía el padre Villaescusa; el Valido le tendió los despachos y el padre Villaescusa los leyó.
– Es lógico, Excelencia. Durante toda la tarde de ayer, el pueblo recorrió en procesión las calles de la villa pidiendo la clemencia del Señor.
– Fíjese en las fechas, padre. La victoria aconteció hace más de una semana, y la flota arribó a Cádiz anteayer, justo el día en que el Rey se fue de putas.
El capuchino levantó la cabeza, orgullosamente.
– En la mente de Dios, Excelencia, el tiempo no existe. Nos dio la victoria en Flandes y favoreció el arribo de la flota porque conocía de antemano las oraciones y los sacrificios de nuestro pueblo. Yo le doy las gracias al Señor y celebro la ocurrencia de quien organizó las procesiones. Ahora, Excelencia, convendría celebrar el triunfo con un buen auto de fe. Ochenta o noventa herejes quemados sería una buena muestra de gratitud al Señor.
– Pero usted sabe, padre, que para ese festejo hay que contar con la opinión del Consejo de Castilla.
– ¡Bah! Dos docenas de nobles que cuentan con una abuela o una tatarabuela judías. Nunca son de fiar. Consulte usted la opinión de una docena de eclesiásticos de prosapia clara, y verá que están de acuerdo conmigo.
El Valido le iba a responder, cuando en la puerta del monasterio aparecieron los Reyes, muy cogidos del brazo y con rostro sonriente. Todo el mundo comprendió lo que había pasado. Antes de acercarse a ellos a rendirles pleitesía, el Valido le dijo al fraile:
– ¿Entiende usted las cosas?
Y el fraile le respondió:
– Sí, Excelencia. Las procesiones, las disciplinas, los sacrificios, todo eso pudo más en el corazón de Dios que el ánimo pecaminoso de esta pareja.
Pero, en tanto lo decía, el Valido se había acercado a los Reyes, se había destocado, e hincaba la rodilla en tierra.
– Alzaos, conde. Y cubríos.
– ¿Cubríos? -repitió el Valido como en un sueño.
– Sí. Quiero que seas el primero en recibir los beneficios de mi felicidad. Pero eso no me impide preguntarte qué haces aquí.
El Valido sacó del pecho los despachos.
– Señor, quería que Vuesa Majestad leyese estos papeles antes que ningún otro.
El Rey los leyó con calma y atención.
– ¡Vaya! -exclamó luego-. Por fin podré regalar un vestido nuevo a la Reina. -Se volvió a ella-. Mira, hemos triunfado en Flandes, y la flota de las Indias ha arribado felizmente a Cádiz.
– Gracias a Dios -le respondió la Reina; y, sin considerar que estaba ante bastante gente, dio un beso al Rey en la mejilla.
A la esposa del Valido le tembló el cuerpo. ¡Cómo le hubiera gustado besar así a su marido, en público, a la puerta de la iglesia! Pero no se atrevió, aunque sí adelantó dos pasos e hizo el rendez-vous a los Reyes. Cuando él le ordenó que se levantara, osó decir:
– Gracias, señor, por la merced que habéis hecho a mi marido.
– Y más que le haré, si las cosas van como hasta ahora.
El padre Villaescusa se removía en un segundo término: buscaba ocasión para intervenir, y la halló después de que el Rey ordenase al Valido que noticias tan felices habría que celebrarlas con grandes fiestas para el pueblo: toros y fuegos artificiales, que era lo que más gustaba.
– Y un buen auto de fe, Majestad, ¿no le parece el mejor modo de dar las gracias a Dios?
– La carne quemada huele mal, padre, y no sé qué pasa que el viento siempre lleva el olor hacia el alcázar. No estoy por los autos de fe.
El capuchino volvió al segundo término en que había permanecido, pero su magín empezó a maquinar el modo de participar personalmente en algo que se preparaba, y, de ser posible, aguarlo.
El Valido volvió al lado del Rey.
– Señor, no veo la carroza real por ninguna parte. Os ofrezco la mía para regresar a palacio.
– ¿Y tú? ¿Vas a ir a pie a tu casa?
– ¿Por qué no, Majestad? Está cerca de aquí, y de vez en cuando conviene que el pueblo vea a su altura a los que lo gobiernan.
12. Todavía los corros del atrio de San Felipe no se habían disuelto, cuando llegó a todo correr un caballero innominado. «¡Noticias, noticias!», venía gritando; y la capa volaba detrás de él, como las alas de un ángel. Se congregó todo el mundo a su alrededor, y alguien le aconsejó que se sosegase y que, si era posible, bebiese algo, porque traía la lengua fuera, como un perro sediento. De algún lugar salió un botijo, y el hombre bebió a morro hasta saciarse.
– Bueno, ¿qué es lo que pasa, vamos a ver?
– No sé por dónde empezar. Pero he visto a los Reyes salir del monasterio de San Plácido, con aire feliz y satisfecho, y acababan de llegar nuevas de Flandes donde hemos ganado la batalla, y de Cádiz, adonde llegó la flota con su cargamento de oro y de plata.
– ¿Y los Reyes tenían cara de haber pecado?
– Ya le he dicho que venían felices.
– Eso quiere decir -añadió otro- que la abadesa de San Plácido les sirvió de alcahueta.
– A mí -terció un hombre maduro con acento catalán-, lo que me importa señalar es que, habiendo pecado los Reyes, hemos ganado la batalla y nos ha llegado el oro. Lo del oro es importante. Sé que los banqueros genoveses habían comunicado al Valido que no adelantarían un doblón más. Y eso era lo penoso de la situación. ¿Cómo iba a vivir el país sin un doblón más de los genoveses?