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CAPÍTULO IV

1. MARFISA HABÍA ESCUCHADO adormilada, aunque complacida, los cantos de la hora tercia. Se arrodillaba, se levantaba, se sentaba mecánicamente, obediente a los martillazos que la madre abadesa daba en la madera de su sitial para indicar la postura que pedía la oración: miraba lo que hacían las otras monjas, y las seguía. Cuando terminó el rezo, formó en una de las filas, y al cabo de un rato de recorrer los claustros, se halló en ellos sola. Entonces buscó su celda. Al abrirla, vio a un caballero vestido de negro que inmediatamente se levantó. Marfisa no pasó del umbral.

– ¿Qué hace usted aquí?

– Pase, y no se asuste. Soy el padre Almeida, de la Compañía de Jesús, y tenemos que hablar.

– ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Con qué permiso?

– Por necesidad y siguiendo los pasadizos secretos. ¿No ha oído hablar de ellos? En la corte, todo el mundo lo sabe, y creo que en la villa también.

– ¡Los famosos pasadizos! Luego, ¿son ciertos?

– Ya me ve aquí.

Marfisa echó la llave a la puerta y adelantó a la mitad de la celda.

– Por lo pronto, siéntese, si es un jesuita como dice. Luego, hable en voz queda. Estas paredes son gruesas, pero todo el mundo se entera de lo que se habla detrás de ellas.

– De lo que yo vengo a decirle, conviene que no se entere nadie.

– ¿Ni yo misma?

– A usted le convendrá olvidarlo todo cuando haya sucedido.

– Todo, ¿qué?

– Ahora lo sabrá.

Marfisa se sentó en el borde del camastro.

– Pues despache pronto.

Marfisa se había echado las tocas muy encima del rostro, pero no tanto que no le quedase un resquicio por el que ver a su gusto al padre Almeida, tan guapo y de tan buena planta. No se atrevía a pensar que hubiera venido al monasterio a hacerle una proposición profesional, pero lo deseaba, aunque el tonsurado, si se miraba bien, no tuviera cara de golfo, sino de ángel. «Pero no sabrá quién soy», se dijo a sí misma cuando decidió acallar los deseos y pensar en otra cosa. El jesuita se mantenía correcto y distante. No la miraba. Y, al hablarle, lo hizo como buscando interlocutora en el aire.

– Usted conoce al Rey, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso no importa ahora. Vengo a decirle que en el alcázar hay una conspiración para que el Rey no duerma con la Reina, y que algunas personas, yo entre ellas, intentan remediarlo.

– ¿Y quién le mandó venir aquí?

– Su amigo el conde de la Peña Andrada.

– ¡Ese pillo! -exclamó Marfisa, y dejó que los velos descubriesen su rostro-. Alcahueteó al Rey para que durmiera conmigo, y ahora quiere devolverlo al lecho conyugal. Pues podía haberlo pensado antes, y, sobre todo, no meterme en el ajo. Después, todo se sabe, y una paga los platos rotos.

– Lo de usted ya no tiene remedio. La Santa Inquisición la anda buscando, y pronto acabarán descubriendo su escondrijo. Y como el conde y yo también seremos perseguidos, hemos pensado en llevarla con nosotros, aunque sólo sea hasta cierto lugar, donde usted irá por un lado y nosotros por el otro. Pero la dejaremos bien encomendada.

– ¡Mira qué bien! Los caballeros proyectan abandonarme en mitad del desierto, para que purgue mis pecados. Pues no cuenten conmigo.

– De eso ya hablaremos después. Ahora, de lo que se trata es de que los Reyes puedan verse a solas.

– Mi casa, como usted sabe, está cerrada y sellada por los esbirros de la Santa.

– Hemos pensado que la entrevista se celebre aquí.

– ¿Aquí? ¿En el monasterio?

– Aquí, señorita, quiere decir en esta celda.

Marfisa echó un vistazo alrededor.

– ¡Pues sí que es un buen lugar para que se encuentren los Reyes!

– Para ellos será tan hermoso como el paraíso.

Marfisa pareció meditar, o quizá simplemente recordase.

– Mire, padre. Ni en medio del jardín más hermoso, el Rey sabrá qué hacer con la Reina.

– Tampoco ella es muy experimentada.

– Pero cualquier mujer, hasta las vírgenes jóvenes, esperan algo que el Rey no puede dar.

– De eso, ni usted, ni yo, ni el conde de la Peña Andrada tenemos culpa.

Marfisa bajó la cabeza y respondió en voz baja.

– Unas cuantas noches más, y yo lo habría remediado.

– Pero ese remedio, señorita, ni lo recomienda la moral, ni lo autorizan los protocolos de palacio. ¡No sabe usted lo pesados que se ponen los del protocolo! Buena parte de la culpa de lo que pasa, la tienen ellos.

– Y, la otra parte, yo.

– ¿Cómo lo sabe?

– No es que lo sepa, lo huelo. Por ciertas cosas que pasaron…

– Por esas cosas, el Rey está empeñado en ver a la Reina desnuda.

– ¿Y tiene que ser aquí?

– Después de mucho discutir, fue la conclusión a que llegamos el conde y yo.

– ¡Vaya pareja!

Con un movimiento inesperado, Marfisa se arrancó las tocas: sacudió la cabeza, y se le cayó por los hombros la cabellera dorada.

– Como al fin sabe quién soy…

El jesuita pareció entretenido con una mosca retrasada que zumbaba en un rincón del techo.

– Bueno, pues ya dirá lo que quieren de mí.

– Hemos decidido que usted se encargue de recoger a la Reina en el alcázar y de traerla al monasterio. Para eso, es indispensable que la madre abadesa dé su consentimiento, pero no dudamos de su buena voluntad y de su devoción por los monarcas. No olvide que es de sangre real. Por otra parte, y según ciertos indicios, ella, al mediodía, estará muy atareada con otra encomienda no tan recomendable, pero a la que no se podrá negar. Acaso incluso más escandalosa. Como todo se sabe, y usted lo ha dicho bien, los murmuradores de la corte tendrán que escoger con qué escandalizarse y con qué divertirse por partida doble.

– Y lo de buscar a la Reina, ¿cómo?

– Yo la esperaré a usted en una carroza oscura, a la vuelta del monasterio, ahí, en la plaza. Si la hora del encuentro de los Reyes va a ser a las doce, con que usted aparezca en la plaza a las once y media, basta.

– ¿Y cómo voy a salir del convento? Es de clausura, como usted debe saber.

– Pues, muy sencillo: usted abre la puerta y sale.

– Claro. No se me había ocurrido. Muy sencillo. Yo abro la puerta y salgo.

– Y si encuentra mucha gente a la salida, no se preocupe, nadie se asombrará de ver a una monja fuera del monasterio.

– Claro. Lo normal es ver a una monja por las calles buscando una carroza.

– A usted no se lo parece, pero ya verá como es así.

El padre Almeida se levantó, hizo una corta reverencia a Marfisa, y se dirigió a la puerta. Ella le siguió, y le vio alejarse por el claustro, tan tranquilo, tan seguro. Cuando el padre Almeida, más o menos, había entrado en los pasadizos secretos, Marfisa se acercó a la cámara abacial; pero una monja le dijo que la madre abadesa se hallaba en una conversación secreta con un padre capuchino de muchos perendengues: Marfisa quedó al margen, e hizo tiempo.

2. El padre Villaescusa había desplegado ante la atención atónita de la madre abadesa todos los argumentos de la razón de Estado y de la conveniencia particular en virtud de los cuales convenía forzar a la Providencia para que la esposa del Valido pariese un hijo, o, al menos, una hija, y adujo, además, que indudablemente el Señor, en Su Divina Sabiduría, le habría inspirado el procedimiento para que la esposa del Valido quedase definitivamente preñada; de lo cual se derivarían grandes bienes para la República y para la familia de los Guzmanes, en su línea segundona, no la de Andalucía, la de aquí, que sin aquella merced de Dios se agotaría en sí misma y las mercedes que el Valido esperaba recibir del Rey pasarían a ramas colaterales con las cuales el primer interesado no se hallaba en buenos términos. Pero a la madre abadesa el único argumento que la convenció fue el de que el Valido protegía a su monasterio y encontraba natural que fuese su iglesia la escogida para aquel experimento tan arriesgado que el padre Villaescusa llamaba forzar a la Providencia, pero que ella, en su lenguaje simple, llamaba desvergüenza sacrílega. Quedaron finalmente de acuerdo en el modo y en la hora, y el padre Villaescusa salió del monasterio y encaminó la carroza que le había traído tan de mañana al palacio del Valido, donde una pareja anhelante esperaba su última decisión.

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