– Creí que habías muerto -le dijo el Rey, y el fraile le contestó:
– En cualquier momento puede pasar, eso de irme al otro mundo. Me bastará un ruido un poco fuerte o un estornudo.
El Rey aproximó un escabel y se sentó. Miraba con cariño al confesor.
– Hablaré bajo.
– ¿Qué sucede en palacio, para que venga Vuestra Majestad a estas horas?
– En palacio lo de siempre.
– ¿Entonces?
– Me quiero confesar.
El rostro del padre Fernán manifestó toda la sorpresa posible en una cara casi enteramente inmóvil.
– ¿A confesarse un domingo por la tarde? ¿No habrá hecho Su Majestad alguna de las suyas?
– En todo caso, padre, lo de siempre. Pasé la noche con una prostituta.
– ¡Teniendo una mujer tan guapa!
– Como si no la tuviera. Sólo me dejan verla de vez en cuando, y dormir con ella cuando hay que preñarla porque así conviene al Estado. Pero eso no lo decido yo, sino esos que mandan.
– La costumbre cristiana de dormir los esposos juntos evita muchos males. Los cuerpos se conocen y saben cuándo uno necesita del otro.
– Pero está mal visto entre ciertas gentes.
– ¿Y si a Vuestra Majestad se le ocurre…?
– Se me ocurre muchas veces, pero hay por el medio puertas y trámites.
El padre Fernán alzó los brazos en la medida en que podía.
– ¡Vaya por Dios!
– Es que, además…
– ¿Existe un además?
– Sí, padre. Yo quería ver a la Reina desnuda.
– ¿Y qué?
– Que lo prohíben todas las leyes divinas y humanas.
– De las humanas, no entiendo mucho, pero, de las divinas… ¿Te das cuenta de que la primera vez que un hombre y una mujer se unieron estaban desnudos?
– Pero, padre, ¿ése no fue el pecado original?
– Eso lo dicen los que no entienden ni de ese pecado ni de otros. Comer del árbol del bien y del mal nunca quiso decir fornicar. Eso, seguramente, lo venían haciendo Adán y Eva con toda regularidad desde que se encontraron juntos la primera vez. Estoy seguro de que fue lo primero que hicieron. Es lo lógico, ¿no? Para eso los había hecho Dios.
– Pues esta mañana, cuando intenté entrar en los aposentos de la Reina, se me interpuso una cruz. Y yo, claro…
– ¡Los hay exagerados!
– Pero yo me encuentro a su merced.
– A mí no me es dado abrir ni cerrar puertas, pero si le valen mis palabras, contemple a Su Majestad la Reina como le dé la gana, vestida o desnuda. Es la Reina, es cierto, pero también es la esposa de un muchacho joven…
– Me temo que la tranquilidad de mi conciencia no me sirve de nada. En primer lugar, porque ignoro lo que ella opina. ¿Qué cosas pueden haberle dicho? En segundo lugar, esas puertas…
El padre Fernán hizo un esfuerzo inútil por incorporarse un poco.
– Póngase de rodillas Vuesa Majestad, porque voy a absolverle. Sólo le recomiendo que si fracasa esta noche, espere a otra, y en ningún caso se le ocurra volver de putas.
El Rey bajó el semblante, una especie de mancha rubia y espiritada en medio de la penumbra. Después se arrodilló, y el fraile le echó la absolución.
– Cierre la puerta con cuidado, Majestad. Ya le dije que un ruido fuerte puede matarme. Aunque, para vivir así…
Cuando el Rey hubo bajado media docena de escalones, apareció por allá arriba, cerca de las vigas del techo, una cabeza rapada y astuta, la cabeza de un hombre que bajó rápidamente por otras escaleras nada seguras, por cierto; una escalera que crujía y se bamboleaba, aunque ambas cosas discretamente. El espía de la cabeza rala la bajó sin grandes precauciones, y cuando el Rey llegó al dédalo de los corredores y empezó a orientarse en ellos, un arcabucero cachazudo con su escopeta al hombro, ascendió por la misma escalerilla, se detuvo ante la puerta del padre Fernán de Valdivielso y disparó un tiro hacia el vigamen del chapitel, un disparo de pólvora sin plomo. Se echó al hombro la escopeta humeante y descendió. El estampido recorrió los ámbitos vacíos, atravesó las paredes más livianas y sorprendió al Rey ante un cruce de pasillos, dudoso del camino que debía tomar. «¡Ya está ahí la tormenta! ¿No cogerá desprevenido a mi confesor?» Y eligió el corredor de la izquierda, que le dejó justamente frente a la entrada de sus aposentos. Los soldados que la guardaban presentaron armas.
5.Entró el ujier en el despacho del Valido, por la puerta secreta, o quizá solamente trasera; tosió, y cuando el Valido volvió la cabeza, hizo la reverencia.
– El fraile ya está ahí -dijo.
– ¿Es que quiere verme?
– Eso manifestó, al menos.
– Pues que pase.
El padre Villaescusa tardó en entrar, hecho un lío de reverencias y rosarios.
– ¿Sucede algo, padre?
– Una desgracia inmensa, Excelencia. Cuando fueron a llevarle la cena al padre Valdivielso, que todo lo hace en su aposento, lo hallaron muerto.
– ¿De muerte natural?
– Eso parece, Excelencia. Estaba en su sillón, envuelto en una manta, como siempre. ¡En una manta, con la tarde que hace! Es muy posible que haya muerto de calor.
Si el Valido percibió la ironía de la respuesta del fraile, no se dio por enterado.
– Que le hagan los funerales, y lo entierren dignamente.
– En eso estamos, Excelencia.
– ¿Algo más se le ofrece, padre?
– Hay que sustituir al difunto…
– Es un trámite largo, usted lo sabe. Ante lodo, tiene que hablar el Rey.
– Es muy posible que el Rey lo ignore todavía. Cabalmente, hace poco que ha entrado en sus aposentos.
– En tanto permanezca en ellos, lo tenernos seguro.
– ¿Me da, pues, licencia para retirarme?
El Valido tardó unos instantes en responder, pareció abstraído, y el fraile respetó su silencio. Por fin dijo:
– Padre Villaescusa, ¿quiere usted sentarse?
– Mi humildad, Excelencia…
– Déjese de cortesías. Ahí tiene su sillón, póngalo frente al mío, y ocúpelo.
– ¡Si Vuestra Excelencia lo manda!…
El capuchino quedó sentado ante el Valido, la enorme mesa entre los dos. Quedó sentado, con la cabeza gacha, pero mirando al Valido de reojo. Éste parecía haber vuelto a su mutismo. Mientras duraba, el capuchino echó mano al rosario y comenzó a bisbisear avemarías.
– Déjese ahora de rezos, padre, que ya habrá tiempo para ellos. Tengo que hacerle una consulta. En realidad, usted conoce los antecedentes. Lo que quiero preguntarle es si ha pensado ya sobre mi caso.
– No rezo por otra cosa que por su solución.
– ¿Y qué se le ha ocurrido?
– Que en vista de que la Providencia no toma en cuenta nuestros ruegos, habrá que forzarla.
– ¿A la Providencia?
– Sí.
– Pero, ¿no es eso un sacrilegio?
– ¿Lo son acaso las penitencias, los sacrificios?
– No. Nunca lo he oído.
– El remedio que yo he encontrado, eso que acabo de llamar forzar a la Providencia, es un sacrificio.
– Tendría que ser más explícito, padre.
– Lo seré si Su Excelencia me autoriza a hacerle ciertas preguntas.
– Esa autorización está implícita en la naturaleza de esta entrevista. Le estoy consultando como teólogo y moralista.
El capuchino abandonó el rosario que todavía permanecía entre sus dedos, y cruzó las manos a la altura del pecho. Y, a su vez, se entregó a un mutismo profesional que hizo esperar al Valido, anhelante hasta que el padre Villaescusa dijo:
– Cuando Vuesa Excelencia llega al lecho de su esposa y cohabita con ella, ¿obtiene algún placer?
– Lo mismo que todo el mundo, ni más ni menos que todo el mundo.
– ¿Y ella?
– A juzgar por los síntomas, padre, creo que sí. Vamos, estoy seguro de que sí, y, las más de las veces, más aun que yo. Las mujeres en eso, como Vuesa Paternidad sabe o habrá oído, son un poco más exageradas que los hombres. Al menos gritan más.
El capuchino se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Dios mío, Dios mío! Es tolerable que los hombres gocen del placer carnal, pero las mujeres deben ignorarlo, al menos las decentes, digan lo que digan los moralistas, que nunca son de fiar. Y también se habrá desnudado alguna vez, ¿verdad?