– ¿Y qué piensas?
– Que le estás dando demasiada importancia a eso que tú llamas un capricho. Son cosas, pienso yo, eso de que dos esposos duerman desnudos en la misma cama, que no deberían trascender de las paredes de su cuarto.
– Pero, ya ves, han trascendido. Y si por una parte el protocolo se opone, los curas quieren meter baza en el asunto.
– El protocolo está anticuado, y a los curas no hay que dejarles que se propasen.
– Pero lo han hecho.
La duquesa se había sentado en un sillón, más bien espatarrada, delante de la ventana, y, a espaldas del Valido, se había remangado las polleras y aireaba sus interioridades recalientes. Aun así, hablaba con fatiga y se abanicaba el rostro con la mano. El Valido le ofreció un refresco, y ella lo aceptó. El Valido le acercó la copa de agua fría, con un chorrito de aguardiente, y ella, al sentir que se acercaba, bajó rápidamente las faldas. Sólo después de haberse refrescado el gaznate un par de veces, preguntó:
– ¿Me has llamado sólo para estos comentarios o quieres algo de mí?
– Sí. Quiero que evites que el Rey duerma con la Reina, al menos mientras no lleguen noticias de la flota y de la guerra de Flandes.
La camarera mayor le devolvió el vaso vacío.
– Lléname otra vez esto y duplica la ración de aguardiente. ¿Qué tiene que ver el capricho del Rey con la flota y con la guerra de Flandes?
– Que llegue la flota a Cádiz, que se gane o se pierda en Holanda, depende de los pecados del Rey.
La camarera mayor se rió francamente.
– No me explico cómo el país está lleno de imbéciles que crean en esas cosas.
– Lo opinan los teólogos.
– Aunque lo opine el Moro Muza.
– Yo no puedo oponerme a los dictados de la Iglesia.
– Siempre es posible encontrar un grupo de frailes que opinen lo contrario que otro grupo.
El Valido arrastró un escabel y se sentó delante de su prima, de espaldas a la ventana.
– Lo malo es que eso ya ha sucedido, y que nos empantana.
– Pues yo, en tu caso, buscaría un tercer grupo de frailes y antes de consultarles les echaría bien de comer.
– Tú lo ves todo muy fácil, pero las cosas son más complejas de lo que crees.
– Y por eso, porque sean complicadas, ¿vas a privar a esos muchachos de retozar desnudos?
– ¿Lo has hecho tú con tu marido?
La camarera mayor, antes de responderle, echó al coleto un buen trago del agua con orujo: ya no estaba fría, pero el aguardiente reanimaba los miembros fatigados.
– En primer lugar, cuando se casó conmigo, el duque ya no era un muchacho, y el reuma adquirido en la vida de la mar no le permitía moverse a gusto. En segundo lugar, las galeras que mandaba, y el Gran Turco, y todas esas cosas, le importaban más que yo. Cuando nos casamos, nada más quedar solos, me apechugó contra un rincón y me dejó preñada. Con eso consideró que había cumplido con su deber, y volvió a las galeras. Y una vez que fui a encontrarme con él en Valencia, volvió a apechugarme, esta vez en un rincón de su cámara de capitán general, y a dejarme preñada. A la salida de Valencia le esperaban los turcos, y una pelota no sé de qué corsario le perforó la popa y le hundió la galera. Como no sabía nadar, murió ahogado. Debo añadirte que, si bien no podía vivir sin la mar, el agua dulce y el jabón nunca merecieron su simpatía. Olía a chusma, el condenado, y si olía vestido, ¿cómo sería en pelotas? Además, según lo que acabo de contarte, no me dio tiempo, ninguna de las veces, a insinuarle que se desnudase.
– Sin embargo, a él le debes lo que eres.
– Eso no lo he negado nunca. La verdad es que se lo debo al pobrecito, pero sólo porque se murió. Si llega a saber nadar…
El cielo se había oscurecido, y la camarera mayor sólo veía de su primo la oscura silueta. El Valido, de repente, se levantó: ella le oyó rascar el pedernal sobre la yesca, y apareció una vacilante claridad amarillenta.
– ¿No crees que entra demasiado fresco por la ventana?
– Cierra si quieres.
El valido cerró. La duquesa se había levantado, había arrastrado el sillón hasta la mesa, y volvió a sentarse.
– Bueno, vamos a lo nuestro.
– Y, lo nuestro, ¿qué es?
– Que impidas por todos tus medios que el Rey visite esta noche a la Reina. Yo lo haré también por los míos.
Ella se levantó.
– Me parece muy bien. Siempre conviene asegurarse.
– ¿Qué es lo que puedes hacer?
– Hay un corredor, con tres puertas, que va de una cámara a la otra. Tradicionalmente, el cierre de cada una de esas puertas tiene su significado. Será la primera vez que se cierren las tres, al menos que yo sepa.
El Valido se levantó.
– Bien. Yo me encargaré de las otras entradas. Y ya te tendré al corriente.
– ¿Y cuando mañana la Reina me pregunte?
– La respuesta es cosa tuya. Ya sabrás inventar alguna mentira.
– ¿Que si sabré? No hago otra cosa todos los días.
– ¿A mí también?
La duquesa se aproximó al Valido y le dio un beso en la mejilla.
– Nunca has sido una excepción en palacio.
El Valido quedó solo, sentado ante su mesa, con la sensación de que aquél era el primer beso casto que su prima había dado en su vida.
4. El padre Fernán de Valdivielso tenía su celda en un cuartucho alejado, hacia la torre del noroeste, lugar al que le habían destinado por el frío, a ver si moría de una vez: porque el padre Fernán de Valdivielso duraba demasiado, más de ochenta años sobre las costillas, y un remoto pasado militar distinguido en todas las guerras del imperio bajo el mando remoto de Su Majestad don Felipe II, el Grande. Por qué se había metido a fraile no lo sabía nadie, pero la verdad era que, al ser elegido como confesor real, la orden a que pertenecía se había desembarazado de él con la entera satisfacción de sus autoridades, porque un hombre, por muy fraile que fuese, que se había acostado con italianas, flamencas, francesas y turcas (que se supiese) no podía servir de ejemplo a quienes sólo tenían a mano españolas, y de lo más pacatas. El padre Fernán de Valdivielso llevaba varios años dirigiendo la conciencia del Rey, y lo hacía con la manga ancha del antiguo soldado, buen conocedor de conductas y conciencias, y que cada vez que se le presentaba un problema difícil, antes que consultarlo con los libros o con los maestros vivos, echaba mano de sus recuerdos. Al padre Fernán de Valdivielso, los que deseaban que el Rey continuase por el camino de perdición que llevaba, le deseaban larga vida, pero quienes aspiraban a apoderarse de la conciencia del Rey, y dirigirla, esperaban su muerte y ponían todos los medios legales para que acaeciera cuanto antes. Por eso, de una celda soleada que daba al patio de armas, lo habían relegado a aquel cuchitril helador al que el sol jamás llegaba. El padre Fernán de Valdivielso se defendía a su modo, con mantas y braseros. Como estaba muy viejo, pasaba de la cama al sillón y viceversa, sin otros itinerarios que los indispensables para mantenerse en orden con la naturaleza, pero sabiendo que en uno de esos paseos le llegaría la hora y quedaría en el camino. El Rey le tenía afecto al viejo capitán, y muchas mañanas, en vez de contarle sus pecados, lo que hacía era escuchar de sus labios el relato de antiguas batallas, cuando las tropas del Rey peleaban con la seguridad de la victoria. «¡Qué hermosos tiempos aquellos!» No obstante lo cual, el padre Fernán de Valdivielso había llegado a la conclusión de que las guerras eran unas barbaridades, y que despanzurrar hugonotes era una operación desagradable, por muy bendecida que fuera por la Iglesia. En realidad, el padre Fernán de Valdivielso, si no se hubiera refugiado en aquel chiscón de la torre noroeste, hubiera acabado en la hoguera.
Cuando, aquella tarde calurosa de domingo, el Rey llamó a su puerta, el padre Fernán se hallaba traspuesto, y nada incómodo con el calor, que le calentaba los huesos. No oyó el suave golpe de los nudillos del Rey, de manera que éste abrió la puerta y asomó la cabeza desgalichada, de cuyo cuello colgaba un cordoncito con el Toisón de Oro. El fraile no se movió. El Rey se aproximó al sillón, y tocó una mano del fraile: éste entreabrió los ojos.