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Escribió El puente, poema épico con el que obtuvo elogios sin fin, pero que, dado su nivel de autoexigencia, no le satisficieron, pues pensaba que podía llegar en poesía a cimas mucho más altas. Fue entonces cuando decidió viajar a México con la idea de escribir un poema épico como El puente pero con superior carga de profundidad, ya que esta vez el tema elegido era Moctezuma. Pero la figura de este emperador (que muy pronto se le apareció como excesiva, descomunal, totalmente inalcanzable para él) acabó provocándole serios trastornos mentales que le impidieron escribir el poema y le llevaron a la convicción -la misma que, sin él saberlo, ya había tenido años antes Franz Kafka- de que lo único sobre lo que se podía escribir era algo muy deprimente; se dijo a sí mismo que sólo se podía escribir sobre la imposibilidad esencial de la escritura.

Una tarde, se embarcó en Veracruz en dirección a Nueva Orleans. Embarcarse significó para él renunciar a la poesía. Nunca llegó a Nueva Orleans, desapareció en pleno Golfo de México. El último en verle fue John Martin, un comerciante de Nebraska que estuvo hablando con él, en la cubierta del barco, acerca de temas triviales hasta que Crane nombró a Moctezuma y su rostro adoptó un alarmante aire de hombre humillado. Tratando de disimular su repentino sombrío aspecto, Crane cambió inmediatamente de tema y preguntó si era cierto que había dos Nueva Orleans.

– Que yo sepa -dijo Martin-, está la ciudad moderna y la que no lo es.

– Yo iré a la moderna para desde allí caminar al pasado -dijo Crane.

– ¿Le gusta el pasado, señor Crane?

No contestó a la pregunta. Aún más sombrío que unos segundos antes, se alejó lentamente de allí. Martin pensó que, si volvía a encontrárselo por cubierta, volvería a preguntarle si le gustaba el pasado. Pero no volvió a verle, nadie volvió a ver a Crane, se perdió en las profundidades del Golfo. Cuando desembarcaron en Nueva Orleans, Crane ya no estaba, ya no estaba ni para el arte de la negativa.

13) Desde que empecé estas notas sin texto oigo como rumor de fondo algo que escribiera Jaime Gil de Biedma sobre el no escribir. Sin duda, sus palabras aportan mayor complejidad al laberíntico tema del No: «Quizá hubiera que decir algo más sobre eso, sobre el no escribir. Mucha gente me lo pregunta, yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo, inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió -sin yo saberlo- en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba. Otra, que todo fue una equivocación: yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema. Y en parte, en mala parte, lo he conseguido; como cualquier poema medianamente bien hecho, ahora carezco de libertad interior, soy todo necesidad y sumisión interna a ese atormentado tirano, a ese Big Brother insomne, omnisciente y ubicuo: Yo. Mitad Calibán, mitad Narciso, le temo sobre todo cuando le escucho interrogarme junto a un balcón abierto: "¿Qué hace un muchacho de 1950 como tú en una año indiferente como éste?" All the rest is silence.»

14) Daría lo que fuera por poseer la biblioteca imposible de Alonso Quijano o la del capitán Nemo. Todos los libros de esas dos bibliotecas están en suspensión en la literatura universal, como lo están también los de la biblioteca de Alejandría, con esos 40.000 rollos que se perdieron en el incendio provocado por Julio César. Se cuenta que, en Alejandría, el sabio Ptolomeo llegó a concebir una carta a «todos lo soberanos y gobernantes de la tierra» en la que pensaba pedir que «no dudasen en enviarle» las obras de cualquier género de autores, «poetas o prosistas, rétores o sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás». Y, en fin, se sabe también que Ptolomeo ordenó que fuesen copiados todos los libros que se encontrasen en las naves que hacían escala en Alejandría, que los originales fuesen retenidos y a sus poseedores se les entregaran las copias. A este fondo le llamó después «el fondo de las naves».

Todo eso desapareció, el fuego parece el destino final de las bibliotecas. Pero aunque hayan desaparecido tantos libros, éstos no son la pura nada, sino al contrario, están todos en suspensión en la literatura universal, como lo están todos los libros de caballerías de Alonso Quijano o los misteriosos tratados filosóficos de la biblioteca submarina del capitán Nemo -los libros de don Quijote y de Nemo son «el fondo de la nave» de nuestra más íntima imaginación-, como lo están todos los libros que Blaise Cendrars quería reunir en un volumen que proyectó durante largo tiempo y que estuvo muy a punto de escribir: Manuel de la bibliographie des livres jamáis publiés ni méme écrits.

Biblioteca no menos fantasma, pero con la particularidad de que existe, de que puede ser visitada en cualquier momento, es la Biblioteca Brautigan, que se encuentra en Burlington, Estados Unidos. Esta biblioteca lleva su nombre en homenaje a Richard Brautigan, escritor underground norteamericano, autor de obras como El aborto, Willard y sus trofeos de bolos y La pesca de truchas en América.

La Biblioteca Brautigan reúne exclusivamente manuscritos que, habiendo sido rechazados por las editoriales a las que fueron presentados, nunca llegaron a publicarse. Esta biblioteca reúne sólo libros abortados. Quienes tengan manuscritos de esta clase y quieran enviarlos a la Biblioteca del No o Biblioteca Brautigan no tienen más que remitirlos a la población de Burlington, en Vermont, Estados Unidos. Sé de buena tinta -aunque allí estén sólo interesados en almacenar mala tinta- que ningún manuscrito es rechazado; todo lo contrario, allí son cuidados y exhibidos con el mayor placer y respeto.

15) Trabajé en París a mediados de los años setenta, y de esos días me llega intacto ahora el recuerdo de María Lima Mendes y del extraño síndrome de Bartleby que la tenía atenazada, paralizada, aterrada.

De María yo me enamoré como no lo he estado nunca de nadie, pero ella no estaba por la labor, me trataba simple mente como compañero de trabajo que era de ella. María Lima Mendes era hija de padre cubano y de madre portuguesa, una mezcla de la que estaba especialmente orgullosa.

– Entre el son y el fado -solía decir ella, sonriendo con un deje de tristeza.

Cuando entré a trabajar en Radio France Internationale y la conocí, María llevaba ya tres años viviendo en París, antes su vida se había repartido entre La Habana y Coimbra. María era encantadora, de una belleza mestiza extraordinaria, quería ser escritora.

– Literata -solía precisar con una gracia cubana tocada por la sombra del fado.

No es porque me hubiera enamorado por lo que lo digo: María Lima Mendes es de las personas más inteligentes que he conocido en mi vida. Y una de las más dotadas, sin duda alguna, para la escritura, concretamente para la invención de historias tenía una imaginación prodigiosa. Gracia cubana y tristeza portuguesa en estado puro. ¿Qué pudo ocurrir para que no se convirtiera en la literata que quería ser?

La tarde en que la conocí en los pasillos de Radio France, ella ya estaba seriamente touché por el síndrome de Bartleby, por la pulsión negativa que había ido sutilmente arrastrándola a una parálisis total frente a la escritura.

– El Mal -decía ella-, es el Mal.

El origen del Mal había que situarlo, según María, en la irrupción del chosisme, palabra rara para mí en aquellos días.

– ¿El chosisme, María?

– Oui -decía ella, y asentía con la cabeza y contaba entonces cómo había llegado a París a comienzos de los setenta y cómo se había instalado en el Quartier Latin con la idea de que ese barrio iba a convertirla muy pronto en literata, pues no ignoraba que sucesivas generaciones de escritores latinoamericanos se habían instalado en ese barrio y allí felizmente habían encontrado las condiciones ideales para ser escritores. Y citaba María a Severo Sarduy, que decía que éstos no se exiliaban, desde principios de siglo, ni a Francia ni a París, sino al Quartier Latin y a dos o tres de sus cafés.

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