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10) No ir a la oficina aún me hace vivir más aislado de lo que ya estaba. Pero no es ningún drama, todo lo contrario. Tengo ahora todo el tiempo del mundo, y eso me permite fatigar (que diría Borges) anaqueles, entrar y salir de los libros de mi biblioteca, siempre en busca de nuevos casos de bartlebys que me permitan ir engrosando la lista de escritores del No que he ido confeccionando a través de tantos años de silencio literario.

Esta mañana, hojeando un diccionario de escritores españoles célebres, he ido a tropezar casualmente con un curioso caso de renuncia a la literatura, el del insigne Gregorio Martínez Sierra.

Este señor escritor, al que estudié en la escuela y que siempre me sonó a plúmbeo, nació en 1881 y murió en 1947, fundó revistas y editoriales y escribió poemas malísimos y novelas horrendas, y estaba ya al borde del suicidio (pues su fracaso no había podido ser más sonado) cuando de repente cobró fama como autor teatral de obras feministas, El ama de casa y Canción de cuna entre otras, por no hablar de Sueño de una noche de agosto, que le llevó a la cumbre de la gloria.

Recientes investigaciones indican que todas sus piezas teatrales fueron escritas por su esposa, doña María de la O Lejárraga, conocida como María Martínez Sierra.

11) No es ningún drama vivir tan aislado, pero de vez en cuando siento aún la necesidad de comunicarme con alguien. Pero, falto de amigos (que no sea Juan) y de otras relaciones, no puedo recurrir a nadie, y ni ganas que tengo de ello. Ahora bien, soy consciente de que para escribir este cuaderno de notas no me iría mal la colaboración de otras personas que pudieran ampliarme la información que poseo sobre bartlebys, sobre escritores del No. Y es que tal vez no me baste con la lista de bartlebys que poseo y con fatigar anaqueles. Esto es lo que me ha llevado esta mañana a la osadía de enviarle una carta a París a Robert Derain, al que no conozco de nada pero que es autor de Eclipses littéraires, una magnífica antología de relatos pertenecientes a autores cuyo denominador común es haber escrito un solo libro en su vida y después haber renunciado a la literatura. Todos los autores de ese libro de eclipses son inventados, del mismo modo que los relatos atribuidos a esos bartlebys han sido escritos en realidad por el propio Derain.

Le he enviado una breve carta a Derain pidiéndole que sea tan amable de colaborar en la redacción de este cuaderno de notas a pie de página. Le he explicado que este libro va a significar mi vuelta a la escritura después de veinticinco años de eclipse literario. Le he mandado una lista de los bartlebys que tengo ya inventariados y le he pedido que me mande noticias de aquellos escritores del No que vea que me faltan.

A ver qué pasa.

12) No escribir nada porque aguardas a que te llegue la inspiración es un truco que siempre funciona, lo utilizó el mismísimo Stendhal, que dice en su autobiografía: «Si hacia 1795 hubiese comentado a alguien mi proyecto de escribir, cualquier hombre sensato me habría dicho que escribiera dos horas todos los días, con o sin inspiración. Estas palabras me hubiesen permitido aprovechar los diez años de mi vida que malgasté totalmente aguardando la inspiración.»

Hay muchos trucos para decir que no. Si algún día se escribe la historia del arte de la negativa en general (no sólo el de la negativa a la escritura), habrá de tenerse en cuenta un delicioso libro que acaba de publicar Giovanni Albertocchi, Disagi e malesseri di un mitente, donde se estudian con suma gracia las argucias que en su epistolario inventaba Manzoni para decir que no.

Pensar en la argucia de Stendhal me ha recordado a una que para no escribir utilizaba, en su exilio mexicano, ese poeta extraño y turbador que fue Pedro Garfias, a quien Luis Buñuel, en sus memorias, describe como un hombre que podía pasar una gran infinidad de tiempo sin escribir ni una sola línea, porque buscaba un adjetivo. Cuando Buñuel le veía, le preguntaba:

– ¿Encontraste ya ese adjetivo?

– No, sigo buscando -respondía Pedro Garfias, alejándose pensativo.

Otro truco, no menos ingenioso, es el que ideó Jules Renard, que en su Diario anota esto: «No serás nada. Por más que hagas, no serás nada. Comprendes a los mejores poetas, a los prosistas más profundos, pero aunque digan que comprender es igualar, serás tan comparable a ellos como un ínfimo enano puede compararse con gigantes (…) No serás nada. Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada.»

Hay muchos trucos, pero también es cierto que ha habido algunos escritores que se negaron a idear cualquier justificación para su renuncia; son aquellos que, sin dejar huella alguna, desaparecieron físicamente y así no tuvieron que explicar nunca por qué no querían seguir escribiendo. Cuando digo «físicamente» no me refiero a que se dieran muerte por propia mano, sino simplemente a que se desvanecieron, se evaporaron sin dejar rastro. En la casilla de estos escritores destacan particularmente Crane y Cravan. Parecen una pareja artística, pero no lo fueron, ni se conocieron; sin embargo, ambos tienen un punto en común: los dos se esfumaron, en misteriosas circunstancias, en aguas de México.

Así como de Marcel Duchamp se decía que su mejor obra fue siempre su horario, de Crane y Cravan puede decirse que su mejor obra fue desaparecer, sin dejar huella alguna, en aguas de México.

Arthur Cravan decía que era sobrino de Osear Wilde, y, salvo editar cinco números en París de una revista que se llamaba Maintenant, no hizo nada más. Aunque a eso se le llama la ley del mínimo esfuerzo, los cinco números de Maintenant le resultaron más que suficientes para pasar, con todos los honores, a la historia de la literatura.

En uno de esos números escribió que Apollinaire era judío. Este picó el anzuelo y envió una protesta a la revista desmintiéndolo. Entonces Cravan escribió una carta de disculpa, probablemente sabiendo ya que su siguiente movimiento iba a ser viajar a México y allí esfumarse, no dejar de él ni el rastro.

Cuando uno sabe que va a desaparecer, no es muy diplomático con los personajes que más detesta.

«Aunque no tema el sable de Apollinaire -escribió en el último número de Maintenant-, dado que mi amor propio es muy escaso, estoy dispuesto a hacer todas las rectificaciones del mundo y a declarar que, contrariamente a lo que hubiera podido dejar entrever en mi artículo, el señor Apollinaire no es judío, sino católico romano. Con el fin de evitar posibles malentendidos futuros, deseo añadir que dicho señor tiene una gran barriga, que su aspecto exterior se acerca más al de un rinoceronte que al de una jirafa (…). Deseo rectificar también una frase que podría dar lugar a equívocos. Cuando digo, hablando de Marie Laurencin, que es alguien que necesitaría que le levantaran las faldas y que le metieran una gran en cierta parte, quiero en realidad decir que Marie Laurencin es alguien que necesitaría que le levantaran las faldas y le metieran una gran astronomía en su teatro de variedades.»

Escribió esto y dejó París. Viajó a México, donde una tarde subió a una canoa y dijo que volvía en unas horas y ya nadie lo volvió a ver nunca, nunca se encontró su cuerpo.

En cuanto a Hart Crane, hay que decir, en primer lugar, que nació en Ohio y era hijo de un rico industrial y quedó de niño muy afectado por la separación de sus padres, lo que le produjo una profunda herida emocional que le llevó a bordear siempre las cimas de la locura.

Creyó ver en la poesía la única salida posible a su drama, y durante un tiempo se empapó de lecturas poéticas, se llegó a decir que había leído toda la poesía del mundo. De ahí tal vez proceda la máxima exigencia que él se marcaba a la hora de abordar su propia obra poética. Le molestó mucho el pesimismo cultural que vio en Tierra baldía de T. S. Eliot y que, para él, llevaba a la lírica mundial a un callejón sin salida precisamente en el espacio, el de la poesía, en el que había vislumbrado el único punto de fuga posible de su dramática experiencia de hijo de padres separados.

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