Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Me impresionó mucho todo aquello. Me pareció que Pineda había sido preparado por sus padres para triunfar, iba en todo muy adelantado y era en todo original y, además, le sobraba talento. Yo estaba muy impresionado (y quería ser como él), pero traté de que no se me notara todo eso y adopté un gesto casi de indiferencia al tiempo que le sugería que haría bien en molestarse en terminar aquellos poemas. Me sonrió con una gran suficiencia, me dijo:

– ¿Cómo te atreves a darme consejos? Me gustaría saber qué es lo que tú lees, recuerda que aún no me lo has dicho. A mí me parece que lees tebeos, el Capitán Trueno y todo eso, anda, dime la verdad.

– Antonio Machado -contesté, sin haberlo leído, sólo retenía ese nombre porque íbamos a estudiarlo.

– ¡Qué horror! -exclamó Pineda-. Monotonía de la lluvia en los cristales. Los colegiales estudian…

Fue hacia la biblioteca y volvió con un libro de Blas de Otero, Que trata de España.

– Toma -me dijo-. Esto es poesía.

Ese libro todavía lo conservo, porque no se lo devolví, fue un libro fundamental en mi vida.

Después, me mostró su amplia colección de discos de jazz, casi todo discos importados.

– ¿También te inspira versos el jazz? -le pregunté.

– Sí. ¿Qué te juegas a que en menos de un minuto te compongo uno?

Puso música de Chet Baker -que, a partir de aquel día, pasaría a ser mi intérprete favorito- y se quedó durante unos segundos totalmente concentrado; de nuevo, con los ojos dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Pasados esos segundos, como si estuviera en trance, tomó una cuartilla y, con un bolígrafo rojo, anotó:

Jehová enterrado y Satanás muerto.

Logró dejarme fascinado. Y esa fascinación iría yendo en aumento a lo largo de todo aquel curso. Me convertí, tal como había deseado, en su sombra, en su fiel escudero. No podía yo sentirme más orgulloso de ser visto como el amigo de Pineda. Algunos dejaron incluso de llamarme geperut. Sexto de bachillerato está ligado al recuerdo de la inmensa influencia que él ejerció sobre mí. A su lado aprendí infinidad de cosas, cambiaron mis gustos literarios y musicales. Dentro de mis lógicas limitaciones, hasta me sofistiqué. Los padres de Pineda medio me adoptaron. Empecé a ver a mi familia como un conjunto desdichado y vulgar, lo que me causó problemas: ser, por ejemplo, tildado de «señorito ridículo» por mi madre.

Al año siguiente, dejé de ver a Pineda. Por motivos laborales de mi padre, mi familia se trasladó a Gerona, donde pasamos unos años, allí estudié preuniversitario. Al regresar. a Barcelona, ingresé en Filosofía y Letras, convencido de que J allí me reencontraría con Pineda, pero éste, ante mi sorpresa, se matriculó en Derecho. Yo escribía cada vez más versos, huyendo de mi soledad. Un día, en una asamblea general de estudiantes, localicé a Pineda, fuimos a celebrarlo a un bar de la plaza de Urquinaona. Yo viví aquel reencuentro con la sensación de estar viviendo un gran acontecimiento. Al igual que en los primeros días de nuestra amistad, se me aceleró el corazón, lo viví todo de nuevo como si estuviera gozando de un gran privilegio: la inmensa suerte y felicidad de estar en compañía de aquel pequeño genio, no dudaba yo que a él le esperaba un gran porvenir.

– ¿Sigues escribiendo poemas de un solo verso? -le pregunté por preguntarle algo.

Pineda volvió a reírse como en los días de antaño, como un príncipe de un cuento medieval que estuviera entrando en contacto con un campesino y se esforzara en rebajarse para parecerse a éste. Recuerdo muy bien que sacó de su bolsillo papel de fumar y se puso a escribir, sin pausa alguna, un poema completo -del que curiosamente sólo recuerdo el primer verso, sin duda impactante: «la estupidez no es mi fuerte»-, que poco después convirtió en un cigarrillo que tranquilamente se fumó, es decir que se fumó su poema.

Cuando hubo terminado de fumárselo, me miró, sonrió y dijo:

– Lo importante es escribirlo.

Creí ver una elegancia sublime en aquella forma suya de fumarse lo que creaba.

Me dijo que estudiaba Derecho porque Filosofía era una carrera sólo para niñas y monjas. Y, dicho esto, desapareció, dejé de verle en mucho tiempo, en muchísimo tiempo o, mejor dicho, a veces le veía, pero siempre en compañía él de nuevos amigos, lo que dificultaba la relación, la maravillosa intimidad que habíamos tenido en otros días. Un día me enteré, a través de otros, de que él iba a estudiar para notario. Durante muchos años no lo vi, lo reencontré a finales de los ochenta, cuando ya menos me lo esperaba. Se había casado, tenía dos hijos, me presentó a su mujer. Se había convertido en un respetable notario que, tras muchos años de peregrinaje por pueblos y ciudades de España, había logrado desembocar en Barcelona, donde acababa de abrir despacho. Me pareció que estaba más guapo que nunca, ahora con las sienes plateadas, me pareció que mantenía el porte de distinción que tanto le distinguía del resto del mundo. A pesar del tiempo transcurrido, de nuevo se me disparó el corazón al estar ante él. Me presentó a su mujer, una gorda horrible, lo más semejante a una campesina de Transilvania. Aún no había yo salido de mi sorpresa cuando el notario Pineda me ofreció un cigarrillo, que acepté.

– ¿No será uno de tus poemas? -le dije con una mirada de complicidad al tiempo que miraba también a aquella gorda infame que nada tenía que ver con él.

Pineda me sonrió como antaño, como si fuera un príncipe disfrazado.

– Veo que sigues tan genial como en el colegio -me dijo-. ¿Ya sabes que siempre te admiré mucho? Me enseñaste una barbaridad de cosas.

Mi corazón se contrajo como invadido por una repentina mezcla de estupor y frío.

– Mi chiquito me ha hablado siempre muy bien de ti -terció la gorda, con una vulgaridad más que aplastante-. Dice que eras el que sabía más de jazz del mundo.

Me contuve, porque tenía ganas hasta de llorar. El chiquito debía de ser Pineda. Me lo imaginé a él cada mañana entrando en el cuarto de baño detrás de ella y esperando a que se subiera a la báscula. Me lo imaginé arrodillándose junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.

– A ver qué día quedamos- y tal y cual -dijo Pineda, hablando como un verdadero palurdo.

Yo no salía de mi asombro. Le hablé del libro de Blas de Otero y le dije que iba a devolvérselo y que perdonara que hubiera tardado treinta años en hacerlo. Me pareció que no sabía de qué le hablaba, y yo en ese momento me acordé de Nagel, un personaje de Misterios, de Knut Hamsun, de quien éste nos dice que era uno de esos jóvenes que se malogran al morir en la época de la escuela porque el alma les abandona.

– Si ves por ahí a alguno de tus poetas -me dijo Pineda, tal vez queriendo ser genial, pero con un insufrible tono plebeyo-, te ruego que no saludes a ninguno, absolutamente a ninguno, de mi parte.

Luego frunció el ceño y se miró las uñas y acabó estallando en una obscena y vulgar carcajada, como ensayando un aire de euforia para tratar de disimular su profundo abatimiento. Abrió tanto la boca que vi que le faltaban cuatro dientes.

58) Entre los que en el Quijote han renunciado a la escritura tenemos al canónigo del capítulo XLVIII de la primera parte, que confiesa haber escrito «más de cien hojas» de un libro de caballerías que no ha querido continuar porque se ha dado cuenta, entre otras cosas, de que no vale la pena esforzarse y tener que acabar sometido «al confuso juicio del necio vulgo».

Pero, para despedidas memorables del ejercicio de la literatura, ninguna tan bella e impresionante como la del propio Cervantes. «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo esto. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir.» Así se expresaba Cervantes el 19 de abril de 1616 en la dedicatoria del Persiles, la última página que escribió en su vida.

27
{"b":"100289","o":1}