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Me parece que para mí, rastreador del No y de los eclipses literarios, los versos de Dylan Thomas son bien fáciles de modificar: «Alguna certeza debe existir, / si no de escribir, al menos de no escribir.»

57) Me acuerdo muy bien de Luis Felipe Pineda, un compañero del colegio, como también me acuerdo de su «archivo de poemas abandonados».

A Pineda le recordaré siempre la tarde gloriosa de febrero de 1963 en la que, desafiante y dandy, como buscando convertirse en el dictador de la moda y de la moral escolar, entró en el aula con la bata no abotonada del todo.

Odiábamos en silencio los uniformes y más aún ir abotonados hasta el cuello, de modo que un gesto tan osado como aquél fue importante para todos, sobre todo para mí, que descubrí, además, algo que iba a ser importante en mi vida: la informalidad.

Sí, aquel gesto osado de Pineda me quedó grabado para siempre en la memoria. Para colmo, ningún profesor tomó cartas en el asunto, nadie se atrevió a reprender a Pineda, el recién llegado, «el nuevo» le llamábamos, porque había entrado en el colegio a mitad de curso. Nadie le castigó, y eso confirmó lo que se había convertido ya en un secreto a voces: la distinguida familia de Pineda, con sus limosnas exageradas, tenía un gran predicamento entre la cúpula directiva de la escuela.

Entró Pineda aquel día en clase -estábamos en sexto de bachillerato- proponiendo un nuevo modo de llevar la bata y la disciplina, y todos quedamos maravillados, muy especialmente yo, que tras aquel osado gesto quedé medio enamorado, encontraba a Pineda guapo, distinguido, moderno, inteligente, atrevido y -lo que quizás era lo más importante de todo- de modales extranjeros.

Al día siguiente, confirmé que él era distinto en todo. Estaba mirándole medio de reojo cuando me pareció observar que en su rostro había algo muy especial, una expresión extrañamente segura e inteligente: inclinado sobre su trabajo con atención y carácter, no parecía un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. Era, por otra parte, como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes de las que nosotros teníamos.

Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción. Una tarde, al salir de la escuela, esperé a que todos los otros se dispersaran y, venciendo como pude mi timidez y mi complejo de inferioridad (provocado esencialmente por la joroba, que llevaba a todos los compañeros a conocerme familiarmente por el geperut, el jorobado), me acerqué a Pineda y le dije:

– ¿Vamos un rato juntos?

– ¿Por qué no? -dijo reaccionando con naturalidad y aplomo, e incluso me pareció que de forma afectuosa.

Pineda no dejaba de ser el único de la clase que no me llamaba nunca geperut o geperudet, que aún era peor. Sin preguntarle por qué tenía ese detalle conmigo, me lo aclaró al decirme de repente -nunca se me olvidarán aquellas palabras- en un tono firme y enormemente seguro de sí mismo:

– Nadie me merece más respeto que quien sufre alguna desventaja física.

Hablaba como una persona mayor o, mejor dicho, mucho mejor que una persona mayor, ya que lo hacía con nobleza y sin tapujos. Nadie me había hablado hasta entonces de aquella forma y recuerdo que estuve un rato en silencio y él también hasta que de pronto me preguntó:

– ¿Qué clase de música escuchas? ¿Estás al día?

Se rió tras preguntar esto, y lo hizo de una manera inesperadamente vulgar, como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en parecerse a éste.

– ¿Y qué es, para ti, estar al día? -le pregunté.

– No estar anticuado, así de sencillo. Y a ver, dime, ¿tienes lecturas?

No podía contestarle la verdad porque iba a hacer el ridículo, mis lecturas eran un desastre, del que era más o menos consciente, como lo era también de que me convenía que alguien me echara una mano en ese apartado. No podía decirle la verdad sobre mis lecturas porque tenía entonces que explicarle que andaba buscando amor y que por eso leía Amor. El diario de Daniel, de Michel Quoist. Y en cuanto a la música, otro tanto: no podía decirle que escuchaba sobre todo a Mari Trini, ya que me gustaban las letras de sus canciones: «¿Y quién, a sus quince años, no ha dejado su cuerpo abrazar? ¿Y quién no escribió un poema huyendo de su soledad?»

– Escribo poesía de vez en cuando -dije, ocultando que a veces la escribía inspirado por temas de Mari Trini.

– ¿Y qué clase de poesía?

– Ayer escribí una que titulé Soledad a la intemperie.

Volvió a reírse como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en ser un poco como éste.

– Yo, los poemas que escribo, nunca los termino -dijo-. Es más, no paso nunca del primer verso. Ahora, eso sí, tengo, como mínimo, cincuenta escritos. O sea, cincuenta poemas abandonados. Si quieres, ven ahora a casa y te los enseño. No los termino, pero, aun suponiendo que los acabara, nunca hablarían de la soledad, la soledad es para adolescentes cursis y temblorosos, no sé si lo sabías. La soledad es un tópico. Ven a casa y te enseñaré lo que escribo.

– Y ahora dime, ¿por qué no terminas los poemas? -le preguntaba, una hora más tarde, ya en su casa.

Estábamos los dos a solas en su espacioso cuarto, yo todavía impresionado por el exquisito trato que acababa de recibir de los no menos exquisitos padres de Pineda.

No me contestó, se había quedado como ausente, miraba hacia la ventana cerrada que poco después abriría para que pudiéramos fumar.

– ¿Por qué no terminas los poemas? -volví a preguntar.

– Mira -me dijo, finalmente reaccionando-, ahora vamos tú y yo a hacer una cosa. Vamos a fumar. ¿Tú fumas ya?

– Sí -dije mintiendo, pues fumaba pero un cigarrillo al año.

– Vamos a fumar, y después, si no vuelves a preguntarme por qué no los termino, te enseñaré mis poemas para ver qué te parecen.

Sacó de un cajón de su escritorio papel de fumar y tabaco, y comenzó a liar un cigarrillo, luego otro. Después abrió la ventana y empezamos a fumar, en silencio. De pronto, fue hasta el tocadiscos y puso música de Bob Dylan, música directamente importada de Londres, comprada en la única tienda de Barcelona -me dijo- en la que vendían discos del extranjero. Me acuerdo muy bien de lo que vi, o me pareció ver, mientras escuchábamos a Bob Dylan. Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo, recuerdo que pensé, estremecido, al verle más ausente que unos minutos antes, los ojos cerrados, muy concentrado en la música. Nunca me había sentido tan solo y hasta llegué a pensar que aquél podía ser el tema de un nuevo poema mío.

Lo más raro vino poco después cuando vi que en realidad él mantenía los ojos abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían; estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Habría jurado que él era extranjero en todo, más extranjero que los discos que escuchaba y más original que la música de Bob Dylan, que a mí, por otra parte -y así se lo hice saber- no acababa de convencerme.

– El problema es que no entiendes la letra -me dijo.

– ¿Y tú sí la entiendes?

– No, pero precisamente no entenderla me va muy bien, porque así me la imagino, y eso hasta me inspira versos, primeros versos de poemas que nunca termino. ¿Quieres ver mis poesías?

Sacó, del mismo cajón del que había sacado el tabaco, una carpeta azul que llevaba una gran etiqueta en la que podía leerse: «Archivo de poemas abandonados».

Recuerdo muy bien las cincuenta cuartillas en las que había escrito en tinta roja los poemas que abandonaba, poemas que, en efecto, jamás pasaban del primer verso; recuerdo muy bien algunas de esas cuartillas de un solo verso:

Amo el twist de mi sobriedad.
Sería fantástico ser como los demás.
No diré que un sapo sea.
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