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– Prefiero vender libros -me ha contestado.

– Menos esfuerzo, ¿no es eso? -le he dicho medio indignado.

– A mí, si quiere que le diga la verdad, me gustaría escribir en chino. Me encanta sumar, ganar dinero.

Ha logrado desconcertarme.

– ¿Qué quiere decir? -le he preguntado.

– Pues nada. Que de haber nacido en China no me habría importado escribir. Los chinos son muy listos, escriben letras de arriba abajo como si después fuesen a sumar lo escrito.

Ha, logrado irritarme. Además, su mujer, que estaba al lado, ha reído el chiste del marido. Les he comprado un periódico menos de los que les compro y le he preguntado a ella por qué no escribía.

Se ha quedado pensativa, y por un momento he tenido la esperanza de que su respuesta fuera más orientativa que las que hasta entonces había obtenido. Finalmente me ha dicho:

– Porque no sé.

– ¿Qué es lo que no sabe?

– Escribir.

En vista del éxito, he dejado la encuesta para otro día. Al regresar a casa, he encontrado en un periódico unas sorprendentes declaraciones de Bernardo Atxaga, donde el escritor vasco dice que está sin ganas de escribir: «Después de veinticinco años de carretera, como dicen los cantantes, las ganas de escribir son cada vez más difíciles de encontrar.»

Atxaga, pues, tiene los primeros síntomas del mal de Bartleby. «Hace poco -comenta-, un amigo me decía que hoy en día para ser escritor hace falta más fuerza física que imaginación.» Son, a su modo de ver, demasiadas entrevistas, congresos, conferencias y presentaciones ante la prensa. Se plantea hasta qué punto tiene que estar el escritor en la sociedad y en los medios de comunicación. «Antes -dice- era inocuo, pero ahora es fundamental. Percibo una atmósfera de cambio en el ambiente. Veo que desaparece un tipo de autores, como Leopoldo María Panero, que antes se podían situar en una especie de Salón de los Independientes. Ha cambiado, también, la forma de dar publicidad a la literatura. Y la de los premios literarios, que son una burla y un engaño.»

A la vista de todo esto, Atxaga se plantea escribir un libro más y retirarse. Un final que al escritor no le parece nada dramático. «No tiene por qué ser triste, es sólo una reacción ante el cambio.» Y acaba diciendo que volverá a llamarse Joseba Irazu, que era su nombre cuando decidió darse a conocer con el pseudónimo de Bernardo Atxaga.

Me ha encantado el gesto rebelde que contiene su anuncio de retirada. He recordado a Albert Camus: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no.»

Luego he dado vueltas a lo del cambio de nombre y me he acordado de Canetti, que decía que el miedo inventa nombres para distraerse. Claudio Magris, comentando esa frase, dice que eso explicaría que nosotros, cuando viajamos, leamos y anotemos nombres en las estaciones que dejamos atrás, simplemente con la intención de avanzar un poco aliviados, satisfechos por este orden y ritmo de la nada.

Enderby, un personaje de Anthony Burgess, viaja anotando nombres de estaciones y acaba, de todos modos, en un sanatorio mental, donde le curan cambiándole el nombre, porque, como dice el psiquiatra, «Enderby era el nombre de una adolescencia prolongada».

También yo invento nombres para distraerme. Desde que me llamo CasiWatt vivo más tranquilo. Aunque siga nervioso.

20) Me he inventado que me escribía Derain. En vista de que el autor de Eclipses littéraires no se digna contestar a mi carta, he decidido escribirme una a mí mismo firmando Derain.

Querido amigo: Sospecho que usted anda buscando que yo bendiga que se haya apropiado de mi idea de escribir sobre gente que renuncia a la escritura. ¿Verdad que no ando desencaminado? Pues bien, no se preocupe. Si usted persigue que yo no proteste por el evidente plagio de mi idea, sepa que, cuando publique su libro, actuaré como si usted hubiera hábilmente comprado mi silencio. Y es que me ha caído simpático, tanto que hasta voy a regalarle un bartleby que le falta.

Incluya a Marcel Duchamp en su libro.

Al igual que usted, Duchamp tampoco tenía muchas ideas. Un día, en París, el artista Naum Gabo le preguntó directamente por qué había dejado de pintar: «Mais que voulez vous? -respondió Duchamp abriendo los brazos-, je n'ai plus d'idées» (¿Qué quiere?, ya no tengo ideas).

Con el tiempo iba a dar otras explicaciones más sofisticadas, pero probablemente ésta era la que más se ajustaba a la verdad. Después del Gran vidrio, Duchamp se había quedado sin ideas, así que en lugar de repetirse dejó de crear, sin más.

La vida de Duchamp fue su mejor obra de arte. Dejó muy pronto la pintura e inició una atrevida aventura en la que el arte se concebía, ante todo, como una cosa mentale, en el espíritu de Leonardo da Vinci. Quiso siempre colocar el arte al servicio de la mente y fue precisamente ese deseo -animado por su particular uso del lenguaje, el azar, la óptica, las películas y, por encima de todo, por sus célebres ready-mades- lo que socavó sigilosamente quinientos años de arte occidental hasta transformarlo por completo.

Duchamp dejó la pintura más de cincuenta años porque prefería jugar al ajedrez. ¿No es maravilloso?

Le imagino enterado perfectamente de quién fue Duchamp, pero permítame ahora que le recuerde sus actividades como escritor, permítame que le cuente que Duchamp ayudó a Katherine Dreier a formar su personal museo de arte moderno, la Société Anonyme, Inc., le aconsejaba las obras de arte que debía coleccionar. Y cuando en los años cuarenta se hicieron planes para donar la colección a la Universidad de Yale, Duchamp escribió 33 noticias críticas y biográficas de una página sobre artistas, desde Archipenko a Jacques Villon.

Roger Shattuck ha escrito que si Marcel Duchamp hubiera decidido incluir una noticia sobre sí mismo, como uno de los artistas de Dreier (algo que podría haber hecho perfectamente), habría casi seguro mezclado astutamente verdad y fabulación, como en las otras que hizo. Roger Shattuck sugiere que tal vez habría escrito algo de este estilo:

Jugador de torneos de ajedrez y artista intermitente, Marcel Duchamp nació en Francia en 1887 y murió siendo ciudadano de los Estados Unidos en 1968. Se sentía en casa en ambos mundos y dividía su tiempo entre ellos. En el Armory Show de Nueva York, en 1913, su Desnudo bajando una escalera divirtió y ofendió a la prensa, provocan do un escándalo que le hizo famoso in absentia a la edad de veintiséis años y le atrajo a los Estados Unidos en 1915. Tras cuatro años de existencia en Nueva York, abandonó aquella ciudad y dedicó la mayoría de su tiempo al ajedrez hasta 1954. Algunos jóvenes artistas y conservadores de museos de varios países redescubrieron entonces a Duchamp y su obra. Él había regresado a Nueva York en 1942, y durante su última década allí, entre 1958 y 1968, volvió a ser famoso e influyente.

Incluya a Marcel Duchamp en su libro sobre la sombra de Bartleby. Duchamp conocía personalmente a esa sombra, llegó a fabricarla manualmente. En un libro de entrevistas, Pierre Cabanne le pregunta en un momento determinado si se dedicaba a alguna actividad artística en esos veinte veranos que pasó en Cadaqués. Duchamp le contesta que sí, pues cada año reconstruía un toldo que le servía para estar a la sombra en su terraza. A Duchamp siempre le gustó estar a la sombra. Le admiro mucho y, además, es un hombre que trae suerte, incluyalo en su tratado sobre el No. Lo que más admiro de él es que fue un gran embaucador.

Suyo,

Derain

21) Hemos aprendido a respetar a los embaucadores. En su nota para un prefacio no escrito para Las flores del mal, Baudelaire aconsejaba al artista que no revelara sus secretos más íntimos, y así revelaba el suyo propio: «¿Acaso mostramos a un público a veces aturdido, otras indiferente, el funcionamiento de nuestros artificios? ¿Explicamos todas esas revisiones y variaciones improvisadas, hasta el modo en que nuestros impulsos más sinceros se mezclan con trucos y con el charlatanismo indispensable para la amalgama de la obra?»

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