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Con todo, no deja de ser curioso que Joubert no escribiera ningún libro, porque él fue, ya desde muy temprano, un hombre al que sólo le atraía y le interesaba lo que se escribía. Desde muy joven le había interesado mucho el mundo de los libros que iban a escribirse. En su juventud estuvo muy cerca de Diderot; algo más tarde, de Restif de la Bretonne, ambos literatos abundantes. En la madurez, casi todos sus amigos eran escritores famosos con quienes vivía inmerso en el mundo de las letras y quienes, conociendo su inmenso talento literario, le incitaban a salir de su silencio.

Se cuenta que Chateaubriand, que tenía gran ascendencia sobre Joubert, se le acercó un día y, medio parafraseando a Shakespeare, le dijo:

– Ruega a ese escritor prolífico que se esconde en ti que se deje de tantos prejuicios. ¿Lo harás?

Para entonces, Joubert ya se había extraviado en la busca de la fuente de la que salían todos los libros y ya tenía claro que, de encontrar esa fuente, eso le iba a eximir precisamente de escribir un libro.

– Todavía no puedo hacerlo -le contestó a Chateaubriand-, todavía no he hallado la fuente que busco. Pero es que si encuentro esa fuente, todavía tendré más motivos para no escribir ese libro que te gustaría que escribiera.

Mientras buscaba y se divertía extraviándose, llevaba a cabo un diario secreto, de carácter totalmente íntimo, sin intención alguna de publicarlo. Los amigos se portaron mal con él y, a su muerte, se tomaron la libertad de dudoso gusto de publicar ese diario.

Se ha dicho que Joubert no escribió ese libro tan esperado porque el diario ya le parecía suficiente. Pero tal afirmación me parece un disparate. No creo que a Joubert le engañara su diario haciéndole creer que nadaba en la abundancia. Las páginas de su diario le servían simplemente para expresar las múltiples vicisitudes por las que pasaba su heroica búsqueda de la fuente de la escritura.

Hay momentos impagables en su diario, como cuando, teniendo ya cuarenta y cinco años, escribe: «Pero ¿cuál es efectivamente mi arte? ¿Qué fin persigue? ¿Qué pretendo y deseo ejerciéndolo? ¿Será escribir y comprobar que me leen? ¡Única ambición de tantos! ¿Es eso lo que quiero? Esto es lo que debo indagar sigilosa y largamente hasta saberlo.»

En su sigilosa y larga búsqueda actuó siempre con una admirable lucidez, y en ningún momento ignoró que, aun siendo autor sin libro y escritor sin escritos, se mantenía en la geografía del arte: «Aquí estoy, fuera de las cosas civiles y en la pura región del arte.»

Más de una vez se contempló a sí mismo ocupado en una tarea más fundamental y que interesaba más esencialmente al arte que una obra: «Uno debe parecerse al arte sin parecerse a ninguna obra.»

¿Cuál era esa tarea esencial? A Joubert no le habría gustado que alguien dijera que sabía en qué consistía esa tarea esencial. Y es que, en realidad, Joubert sabía que estaba buscando lo que ignoraba y que de ahí venían la dificultad de su búsqueda y la felicidad de sus descubrimientos de pensador extraviado. Escribió Joubert en su diario: «Pero ¿cómo buscar allí donde se debe, cuando se ignora hasta lo que se busca? Y esto ocurre siempre cuando se compone y se crea. Afortunadamente, extraviándose así, se hace más de un descubrimiento, se hacen encuentros felices.»

Joubert conoció la felicidad del arte del extravío, del que fue posiblemente el fundador.

Cuando Joubert dice que no sabe muy bien en qué consiste lo esencial de su rara tarea de extraviado, me trae el recuerdo de lo que le ocurrió un día a Gyórgy Lukács cuando, rodeado de sus discípulos, el filósofo húngaro escuchaba un elogio tras otro acerca de su obra. Abrumado, Lukács comentó: «Sí, sí, pero ahora caigo en que lo esencial no lo he entendido.» «¿Y qué es lo esencial?», le preguntaron, sorprendidos. A lo que él respondió: «El problema es que no lo sé.»

Joubert -que se preguntaba cómo buscar allí donde se debe, cuando se ignora hasta lo que se busca- va reflejando en su diario las dificultades que tenía para encontrar una morada o espacio adecuado para sus ideas: «¡Mis ideas! Me cuesta construir la casa donde alojarlas.»

Este espacio adecuado tal vez lo imaginaba como una catedral que ocuparía el firmamento entero. Un libro imposible. Joubert prefigura los ideales de Mallarmé: «Sería tentador -escribe Blanchot-, y a la vez glorioso para Joubert, imaginar en él una primera edición no transcrita de ese Coup de dés del que Valéry dijo que elevó al fin una página a la potencia del cielo estrellado.»

Entre los sueños de Joubert y la obra realizada un siglo después, existe el presentimiento de exigencias emparentadas: en Joubert, como en Mallarmé, el deseo de sustituir la lectura ordinaria, donde es necesario ir de una parte a la otra, por el espectáculo de una palabra simultánea, en la que todo estaría dicho a la vez sin confusión, en un resplandor -por decirlo con palabras de Joubert- «total, apacible, íntimo y por fin uniforme».

Así pues, Joseph Joubert se pasó la vida buscando un libro que nunca escribió, aunque, si lo miramos bien, lo escribió como sin saberlo, pensando en escribirlo.

19) Me he despertado muy pronto y, mientras me preparaba el desayuno, he estado pensando en toda la gente que no escribe y de repente me he dado cuenta de que en realidad más del 99 por ciento de la humanidad prefiere, al más puro estilo Bartleby, no hacerlo, prefiere no escribir.

Debe de haber sido esa aplastante cifra la que me ha puesto nervioso. He comenzado a hacer gestos como los que a veces hacía Kafka: palmearse, frotar las manos entre sí, encoger la cabeza entre los hombros, tumbarse en el suelo, saltar, disponerse a lanzar o a recibir algo…

Al pensar en Kafka me he acordado de aquel Artista del Hambre de un relato suyo. Ese artista se negaba a ingerir alimentos porque para él era forzoso ayunar, no podía evitarlo. He pensado en ese momento en que el inspector le pregunta por qué no puede evitarlo, y el Artista del Hambre, levantando la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se pierdan sus palabras, le dice a éste que ayunar siempre le resultó inevitable porque nunca pudo encontrar comida que le gustara.

Y me ha venido a la memoria otro artista del No, también salido de un relato de Kafka. He pensado en el Artista del Trapecio, que era aquel que rehuía tocar el suelo con los pies y se pasaba día y noche en el trapecio sin bajar, vivía en las alturas las veinticuatro horas del mismo modo que Bartleby no se iba nunca de la oficina, ni siquiera los domingos.

Cuando he dejado de pensar en estos claros ejemplares de artistas del No, he visto que seguía algo nervioso, agitado. Me he dicho que tal vez me convenía airearme un poco, no contentarme con saludar a la portera, hablar del tiempo con el quiosquero o contestar con un lacónico «no» en el supermercado cuando la cajera me pregunta si tengo carnet de cliente.

Se me ha ocurrido, venciendo como pudiera mi timidez, realizar una pequeña encuesta entre la gente corriente, averiguar por qué motivos no escriben, tratar de saber cuál es el tío Celerino de cada uno de ellos.

Hacia las doce de la mañana me he plantado en el quioscolibrería de la esquina. Una señora estaba mirando la contraportada de un libro de Rosa Montero. Me he acercado a ella y, tras un breve preámbulo con el que he buscado ganarme su confianza, le he preguntado casi a bocajarro:

– ¿Y usted por qué no escribe?

Las mujeres, a veces, son de una lógica aplastante. Me ha mirado extrañada por la pregunta y me ha sonreído, me ha dicho:

– Me hace usted gracia. Y a ver, dígame, ¿por qué tendría yo que escribir?

El librero ha escuchada la conversación y, cuando la mujer se ha ido, me ha dicho:

– ¿Tan pronto y queriendo ya ligar?

Me ha molestado su mirada de macho cómplice. He decidido convertirle también a él en carne de encuesta, le he preguntado por qué no escribía.

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