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VERA DE BIDASOA

En 1912 los Baroja adquirieron una propiedad en la localidad de Vera, en Navarra. Era un caserón grande, de muros de piedra cubiertos de hiedra, con jardín, “huerta, cercada por una tapia, y con un campo de maíz y un manzanal con su prado”. En esta casa, adquirida inicialmente como residencia veraniega, acabó pasando Baroja buena parte del año. Todos los años, cuando llegaba la primavera, Pío Baroja y su madre, en compañía de una criada, los gatos y las cajas con los libros que había comprado durante el invierno, se instalaban en Vera. Luego acudía el resto de la familia. Pío Baroja reunió en la casa de Vera su extensa biblioteca. “Allí leía, escribía, paseaba y dedicaba gran parte de su atención al cuidado de la huerta… Doña Carmen se encontraba mucho más a gusto en Vera que en ninguna otra parte.” La casa de Vera, conocida en la región con el nombre de Itzea, ha quedado indisolublemente ligada a la familia: en ella murió el patriarca, don Serafín Baroja, en 1912, el mismo año en que la casa fue comprada, y en 1935 la madre, Carmen Nessi, a cuyo cuidado había dedicado Pío Baroja tantos años; en ella sorprendió la guerra civil a la familia, que sobrevivió allí a la contienda; en ella murió Ricardo Baroja en 1953. También es probable que en ella Pío Baroja encontrara la escasa dicha de que disfrutó en la vida, salvo en París, donde siempre se sintió de paso. Pero este idílico transcurrir de los días sólo debía de ser aparente, como se desprende de una anécdota tan repetida como extraña: iba paseando don Pío por Vera y un niño, al verlo, se puso a gritar: “¡El hombre malo de Itzea!”. Es difícil imaginar qué habría hecho aquel señor ilustre y capitalino, que muy poco contacto debía de mantener con la gente del lugar, para ganarse este apodo tan preciso y sin paliativos. Esto, naturalmente, son conjeturas. Pío Baroja apenas si deja entrever en sus escritos la naturaleza de sus emociones. Describe con minuciosidad todo cuanto sucede a su alrededor y pinta con agudeza a los actores de esta trama incesante, pero a la hora de exteriorizar su propia personalidad todo se le va en opiniones generales sobre asuntos abstractos, como si los temas que le pudieran afectar personalmente no le interesaran o le dieran miedo o, simplemente, no los quisiera compartir con nadie. En realidad, la actitud general de Baroja era reflejo de todas sus contradicciones internas. Buscaba al mismo tiempo la estabilidad y la alternancia, tanto en el terreno intelectual como en el físico. Iba de Madrid a Vera y de Vera a Madrid, y en cuanto podía, a París, a Roma, a Londres. Los personajes de sus novelas siempre están viajando y si no pueden viajar, cambiando constantemente de domicilio. Es éste sin duda un símbolo de su desarraigo, pero también un reflejo directo de la inquietud de Baroja, esta permanente obsesión por la mudanza que tanto parece contradecir sus costumbres rutinarias, hasta que los años y el desánimo lo anclaron definitivamente en su butaca.

UN VIEJO MUERTO DE MIEDO

Cuando estalló la guerra civil, Pío Baroja se encontraba, como todos los años, veraneando en Vera con el resto de la familia, aunque sin su madre, muerta en 1935. Quiso ver en qué consistía aquel alboroto y de poco lo fusilan de la manera más absurda. En los primeros días de la rebelión, al saber que una columna carlista iba a pasar por una población próxima a Vera, tuvo la ocurrencia de acudir con un amigo a ver el espectáculo. No era un tonto, sino un novelista. Fue reconocido, obligado a bajar del coche. Así relata en sus memorias Carmen Baroja el incidente:

Al llegar cerca de Santesteban, se encontraron con las tropas de requetés que iban viniendo del interior de la provincia. Les hicieron bajar del coche y un capitán, casado en Pamplona con la hija de un fondista, se encaró pistola en mano con Pío y dirigiéndose a su gente dijo:

– Este viejo es Pío Baroja, el que ha querido siempre desacreditar nuestra tradición. ¡Miradle ahora, muerto de miedo!

Y parece que le llevaba apuntándole con la pistola hacia la cuneta de la carretera. Pío, lívido de ira, le contestó, según contó luego Ochoteco [el hombre que le acompañaba], que él no temblaba ante nadie y menos ante un cochino carlista como él.

Es curioso que el incidente no acabara peor en vista de una respuesta tan poco adecuada a las circunstancias, si es que efectivamente Baroja se mostró tan bizarro y tan inconsciente, cosa que parece dudosa. Pero la moderación verbal no era una característica de los Baroja. Sí lo era, en cambio, el gusto por los detalles nimios, que hacen tan vivida su forma de narrar, como este capitán “casado en Pamplona con la hija de un fondista” que alardea de asustar a un viejo a punta de pistola. Curiosamente, el relato que el propio Pío hace de este percance es bastante escueto y muy poco heroico, como puede leerse en la antología que figura en este libro. Aunque Pío Baroja no había participado en la vida pública durante los años de la República, salvo para expresar su desapego, la actitud anticlerical de sus escritos y la virulencia con que defendía sus argumentos y atacaba los ajenos le habían granjeado muchos odios entre los círculos conservadores. Desde el punto de vista ideológico estaba más próximo al bando antirrepublicano que su hermano Ricardo, que simpatizaba con los comunistas por influencia de su mujer, Carmen Monné. Pero en el vértigo de la violencia, por la notoriedad de su persona y por la elementalidad de los actores de aquel terrible drama, fue Pío quien estuvo a punto de ser ejecutado sumariamente, mientras que con Ricardo no se metió nadie ni durante el largo período de la guerra ni después.

Después del encuentro con los carlistas, salvado in extremis de una muerte cierta y posteriormente liberado de la prisión. Pío Baroja regresó a Vera, pero, persuadido, no sin motivo, de que su vida corría peligro, cruzó la frontera y pasó en París el resto de la contienda, alojado en el Colegio de España y sin más ingresos que el precario pago de unos artículos publicados en el diario La Nación, de Buenos Aires, mientras el resto de la familia sobrevivía en Vera con grandes penurias, de las que Carmen Baroja ha dejado un relato escalofriante en sus memorias. Pío Baroja trató de exiliarse a América, pero no lo consiguió. Se sentía viejo, enfermo y desalentado, y regresó a España en 1937. Para ser admitido tuvo que pagar un alto precio. Permitió que se publicara una selección de sus opiniones más virulentas contra los comunistas, los masones y los judíos, y juró fidelidad al nuevo régimen, cosa que, según cuentan, hizo con la mezcla de sorna y zafiedad que le eran propias. Preguntado por el conde de Jordana si juraba ser leal a España y la tradición cristiana representada por el Caudillo, respondió: “Lo que sea costumbre”. En otra ocasión, estando en Vera la familia Baroja, se presentó allí un brigada de la Guardia Civil para verificar la autorización con la que Pío Baroja había regresado a España. Una vez comprobados los documentos pertinentes, el guardia civil le preguntó: “¿Y cómo andamos de religión?”. A lo que Pío Baroja, un tanto inquieto, pero incapaz de resolver la papeleta mediante una mentira, respondió: “Pues bastante medianamente”. Al relatar esta anécdota, Julio Caro comenta: “Cuando un brigada de la Guardia Civil tiene autoridad para preguntar a un escritor famoso, de cerca de setenta años, cómo anda de religión, en el país que eso ocurre ha debido de ocurrir algo gravísimo”.

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