Estando en Burjasot, Pío Baroja leyó, o leyó alguien de su familia, que estaba vacante la plaza de médico titular de Cestona. Este anuncio había salido en La Voz de Guipúzcoa; don Serafín colaboraba en este periódico y, por este motivo, se lo enviaban a Burjasot. Sin conocer el lugar ni las condiciones de trabajo Pío Baroja solicitó la plaza y la obtuvo. En sus memorias, Baroja atribuye este acto laboral a su fatalismo, como si el pedir un empleo anunciado en un periódico fuera supeditar la propia existencia a los caprichos del destino. Algo hay de azaroso, en efecto, en el hecho de encontrar un anuncio en La Voz de Guipúzcoa estando en Burjasot, pero, al margen de esto, y si bien se mira, para un joven médico recién doctorado, con un expediente académico poco lucido y sin conexiones en el medio profesional, conseguir una plaza de médico rural en su añorada tierra vasca no se puede considerar un suceso dramático, aun cuando eso supusiera separarse del núcleo familiar. Por entonces Pío Baroja contaba casi veintidós años de edad, si bien, al amparo del talante liberal de don Serafín, no había trabajado nunca.
La vida de médico rural en una zona agreste, de clima riguroso, fue una experiencia dura. Inacabables trayectos nocturnos a lomos de un caballo remiso, por riscos nevados, para atender un parto o una urgencia; horribles heridas acaecidas en el curso de reyertas bestiales. Estas peripecias, reforzadas por su carácter huraño y agravadas por su mala relación con el otro médico de Cestona y por la sordidez general de aquel mundo primitivo, que lo recibía con desconfianza, le confirmaron en su desesperanzada visión de la Medicina y, de paso, del género humano. Inesperadamente, su padre, su madre, su hermano Ricardo y su hermana Carmen llegaron a Cestona para instalarse allí, hasta que, poco después, su padre fue nombrado Ingeniero Jefe de la provincia de Guipúzcoa y se fue con toda la familia a San Sebastián. Aprovechando esta circunstancia, Pío abandonó Cestona y se reunió con ellos. Había intentado sin éxito conseguir otra plaza de médico, en Zarauz o en Zumaya y también en San Sebastián, donde trató de ejercer su profesión contando con la ayuda de algunos amigos de su padre, que a la hora de la verdad y según el propio Baroja, no movieron un dedo por él; “por el contrario, dijeron que yo era un hombre de carácter insoportable”. Finalmente optó por abandonar de una vez por todas el ejercicio de la Medicina. Su experiencia como médico había durado poco más de un año.
PANADERO EN MADRID
Mientras la profesión médica de Baroja hacía agua en San Sebastián, en Madrid se producía un suceso trascendental en una rama colateral de la familia. Una tía de la madre de Baroja, doña Juana Nessi, había enviudado y heredado de su marido, un tal Matías Lacasa, un negocio situado en la esquina de la calle de Capellanes, cuyo rótulo rezaba así:
PANADERÍA DE VIENA 1
Única privilegiada en España
Proveedora de la Real Casa
Toda clase de pan de lujo
Tantos calificativos no cumplían una función publicitaria, sino descriptiva; la panadería gozaba de merecido prestigio en la capital por haber introducido en España el pan de Viena, una novedad que suponía una tecnología avanzada y, en consecuencia, un personal compuesto en parte por técnicos alemanes. Por todas estas razones debería de haber sido un negocio próspero, pero no lo era. Al fallecer su fundador y dueño, Matías Lacasa, Juana Nessi recurrió a la familia Baroja en busca de ayuda y ésta no tuvo mejor idea que enviarle a Ricardo, que, como ya se ha dicho, era pintor de vocación y bibliotecario de profesión. Cuando Pío andaba sin rumbo por San Sebastián, llegó noticia de que Ricardo se había cansado de dirigir la panadería. Pío pensó entonces que si los dos hermanos se repartían el trabajo, podrían vivir sin agobios y disponer de tiempo libre para sus respectivas aficiones. Escribió a Ricardo exponiéndole la idea y al recibir la conformidad de éste, se fue a Madrid y se hizo panadero. Esta decisión, como las anteriores, resulta más chocante en su enunciado de lo que era en la realidad. Por una parte, el propio Baroja, que ya había empezado a colaborar en algunos periódicos y quería ser escritor a toda costa, se manifestaba dispuesto a “desclasarse” a cambio de la seguridad económica y el tiempo libre que habían de permitirle escribir con regularidad. Por otra parte, una panadería de lujo en Madrid no era un negocio muy distinto de una fábrica. En este sentido, el caso de Baroja era el caso, nada infrecuente, del profesional que deja el ejercicio de su profesión liberal para hacerse cargo de la empresa familiar. Muchos años más tarde, Baroja, en sus memorias, se referiría a esta etapa de su vida como un intento de convertirse en “un industrial”. Al frente de la panadería, Baroja se veía a sí mismo y era visto por los demás como un auténtico capitalista.
Y así era, puesto que en una época en que la realidad y la nomenclatura coincidían, él era propietario de los medios de producción. Sus intereses y los de los trabajadores eran en muchos sentidos contrapuestos. Durante el tiempo en que Baroja estuvo al frente de la panadería, menudearon los conflictos sociales dentro de la empresa. Esta circunstancia y la situación precaria del negocio, en estado de crónica bancarrota, dieron al traste con su proyecto inicial: acabó trabajando día y noche como panadero, en un intento desesperado de sacar a flote el negocio, y conviviendo con los trabajadores, lo que le proporcionó material literario en abundancia y una considerable afición, al parecer insólita en la España de entonces, por la cerveza. En 1898 su madre y su hermana Carmen se fueron a vivir a Madrid, y al siguiente, don Serafín. El negocio iba cada vez peor, en parte debido a la crisis política, económica y social por la que atravesaba España y que los acontecimientos iban a poner de manifiesto en aquel año emblemático de 1898. “Mis hermanos -cuenta Carmen Baroja en sus memorias- trabajaron como fieras para sacar aquello adelante. La mayoría de los obreros se marcharon a poner otra fábrica [de pan].” Así y todo la panadería siguió en manos de la familia Baroja hasta que, en 1919, y sin atender a la oposición de su madre -don Serafín había muerto unos años atrás- y del propio Pío, Ricardo Baroja liquidó el negocio para poder casarse con una joven norteamericana. Mientras tanto, contra viento y marea, bien que mal, los hermanos Baroja habían conseguido sus propósitos: tener un medio de vida estable, poderse dedicar a sus respectivas vocaciones y viajar. Ya en 1899 Baroja hizo su primer viaje a París. En años sucesivos haría varios viajes a París. También viajó a otras ciudades y pasó en algunas largas temporadas, pero durante toda su vida París fue su principal término de referencia cultural. Formado en la cultura y la literatura francesa, por las que sentía una admiración sin reservas, Baroja vivió en Madrid como un parisino exiliado. En 1900 publicó su primer libro, Vidas sombrías, una recopilación de escritos diversos; y ese mismo año, la primera novela, La casa de Aizgorri, con la que iniciaba asimismo sus famosas trilogías, de las que a lo largo de su vida llegaría a publicar once. Estas trilogías, por lo demás, no aparecían por orden consecutivo. A La casa de Aizgorri, primer volumen de la trilogía “Tierra vasca”, le sigue Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, primera entrega de la trilogía denominada “La vida fantástica”. A ésta le sigue el segundo volumen de “Tierra vasca”; pero el tercero de esta trilogía no saldrá hasta después de varios años y de varias trilogías interpuestas.
De esta forma iniciaba Pío Baroja una nueva existencia, que se iba a prolongar hasta su muerte sin más alteraciones que las impuestas por el devenir de la Historia. Como escritor tuvo contacto con la bohemia madrileña, sin llegar a pertenecer nunca a ella. Era hombre de costumbres ordenadas, poco amigo de francachelas, que le aburrían. Cuando dejó de trabajar en la panadería y vivió de sus escritos, la vida de Baroja se hizo metódica en grado sumo. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía por las noches hasta la madrugada. Sólo al final de su vida cambió ligeramente esta rutina: se levantaba al amanecer y daba un paseo por el parque del Retiro; luego, al caer la tarde, recibía a una nutrida representación de amigos y curiosos. Únicamente los viajes rompían esta monotonía. A Pío Baroja siempre le gustó viajar. Cuando le sobraba algún dinero, se iba de viaje. Recorrió toda España, estuvo varias veces en París, como ya queda dicho, y fue a Italia, Inglaterra, Suiza, Alemania y Dinamarca. En Madrid frecuentaba las tertulias. Leyendo sus recuerdos y los testimonios de sus contemporáneos, da la impresión de que conoció y trató a todo el mundo: escritores, pintores, músicos, periodistas, políticos, actores, toreros y delincuentes. En aquellos tiempos la capital de España debía de ser una ciudad de aluvión, adonde iba a parar gente inquieta de los cuatro puntos cardinales en busca, precisamente, del contacto con otras personas de su misma condición. Estas personas, una vez en Madrid, impecunes y desarraigadas, formaban una sociedad pequeña y comunicativa. Pío Baroja no parece haber tenido problemas para integrarse al principio de su carrera de escritor en este hervidero, ni su presunta misantropía parece haber sido un obstáculo para ello, del mismo modo que a pesar de su fama de hombre huraño y solitario, pocas veces viajó solo, y allí donde iba trababa pronto amistad con otros españoles o con gente del lugar. Con sus hermanos, Ricardo y Carmen, iba con frecuencia al teatro, a la ópera, a las exposiciones y a los espectáculos al aire libre. También hizo, con ellos o con otras personas, excursiones por los alrededores de Madrid y viajes por distintos lugares de España. No era ésta, sin duda, la vida que Pío Baroja había soñado, aquel “tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo”, pero también es evidente que la que había escogido, si bien no constituía el paradigma de la felicidad, era la mejor de las alternativas.