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Posiblemente el primer retrato de Pío Baroja que nos ha llegado sea el que Ramón Casas le hizo como parte de su dilatada colección de retratos al carboncillo. Es ésta la efigie más arrogante de Pío Baroja. Un retrato de cuerpo entero, las piernas ligeramente separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra, la izquierda, en la solapa de la americana. Aunque era hombre de aventajada estatura, la figura salida del carboncillo de Ramón Casas, sobre un fondo liso, sin referencias, sugiere la de un hombre bajo, seguramente porque tenía la cabeza grande, en forma de huevo. También es éste el único retrato en que Pío Baroja aparece con algo de pelo. Su aspecto es aplomado y su expresión, o el talante que transmite, es concentrado, seno, preocupado, aunque no atribulado ni inquieto. El retrato no está datado, pero probablemente es de 1901. Pío Baroja contaba veintinueve años de edad y estaba en los inicios de su actividad como novelista, pero ya debía de gozar de cierto renombre, puesto que Ramón Casas quiso retratarlo. Por aquellas mismas fechas lo retrató Picasso. En sus memorias, Baroja habla de este retrato y un poco de Picasso, en términos poco cálidos. En 1901 Picasso vivía en Madrid y acudía al taller de Ricardo Baroja a recibir de éste clases de grabado. Ricardo Baroja era entonces un profesional prestigioso. Si no hubiera sido tan diletante, tan inconstante y tan despreocupado -se negaba a cobrar por su trabajo-, tal vez habría podido hacerse rico y famoso. Dio clases a Picasso y también a Diego Rivera. El retrato de Picasso, que apareció en la revista Arte Joven, en la que también publicaba sus dibujos Ricardo, y escribía Pío, es casi idéntico al de Casas, a quien Picasso a la sazón imitaba, pero en el de éste la expresión es más oscura y más profunda, casi sombría, con un punto de ferocidad. Aunque se trata sin duda de un apunte, la de Picasso es la única representación del escritor donde éste no consigue imponer al retratista su trabajada imagen de hombre pacífico y desvalido.

La infancia y adolescencia de Baroja transcurrieron en San Sebastián primero, luego, enseguida, en Pamplona, más tarde, en Madrid. Los sucesivos destinos del cabeza de familia, Serafín Baroja, ingeniero de minas, eran el motivo de estos traslados. Serafín Baroja viajaba siempre con la familia a cuestas, incluida su suegra, la abuela materna de Pío. Sólo cuando esta mujer enfermó y murió, Serafín Baroja dejó a la familia instalada en Madrid y aceptó un traslado a Bilbao en solitario, tal vez para evitarse el luctuoso trance, o quizá, como explica su hija Carmen, porque “mi padre no tenía una mala opinión de las mujeres; únicamente creía o decía que las viejas eran todas malas”.

De testimonios diversos y a menudo contradictorios parece desprenderse que el padre de Pío, Serafín Baroja, era hombre de muy variados y difusos intereses, cuyo cultivo no redundaba en beneficio de su carrera de ingeniero ni de su patrimonio; un individuo, en suma, carente de sentido práctico, aunque no de talento y gracia. Había nacido en San Sebastián en 1840 y luchado en las guerras carlistas en el bando liberal. Aunque había estudiado ingeniería en Madrid, y la ejercía, siempre tuvo aficiones literarias. En su juventud había escrito una novela y durante toda su vida escribió poesía y cuentos; también había ejercido el periodismo y, llevado de su amor por las tradiciones y la lengua vasca, había traducido al euskera poesía castellana e incluso alguna zarzuela. Era melómano, tocaba el violoncelo y había escrito el libreto de una ópera. Era, en suma, un excéntrico, que es el nombre que se da a las personas un poco irresponsables cuando no llega la sangre al río. Su hija, Carmen Baroja, lo adoraba. En cambio, Pío Baroja no tuvo una buena relación afectiva con su padre, a quien juzgaba con una severidad probablemente injustificada. No obstante, en Las horas solitarias, diría de él: “Si yo no le hubiera visto escribir artículos y versos a mi padre, no se me hubiera ocurrido escribir”. La madre de Pío Baroja, Carmen Nessi, era de origen italiano -“Ya he dicho que soy un vasco lombardo, un hombre pirenaico, con un injerto alpino” y, según parece, mujer imbuida de moralidad “protestante”, estricta, austera, triste, con un profundo sentido del deber que sólo se satisfacía a base de renunciar a casi todo. Pío Baroja estuvo siempre muy unido a su madre, a la que, según testimonios próximos, “idolatraba”, y con la que, de mayor, convivió largos años, hasta que ella murió. Los recuerdos que Pío Baroja nos ha dejado de su niñez en San Sebastián son fragmentarios, a menudo de dudosa verosimilitud, levemente oníricos, como suelen ser los recuerdos de la primera infancia; los de Madrid, más cabales, aunque teñidos de un sospechoso costumbrismo. Los recuerdos de Pamplona tienen, en cambio, un aspecto más verídico. De ellos nos impresiona la descripción de una violencia soterrada y una brutalidad gratuita que chocan con el tedio de la vida provinciana y, en cierto modo, expresan la rebeldía de unos adolescentes sometidos a su implacable rigor. No obstante, aquella España decimonónica, inerte, áspera, frugal y aldeana, que hoy nos produce una sensación de gran tristeza, quizá no sea del todo verídica. No sabemos cómo la vivían entonces sus protagonistas. De hecho, la España de Baroja es sólo la España que Baroja nos muestra. Probablemente era un país cómodo y placentero para quien estuviera dispuesto a abrazar sus estrictas convenciones, y muy opresivo para quien tuviese otras aspiraciones o por cualquier causa se saliera del cauce de aquel manso río. Pero tampoco hay que dudar demasiado del testimonio de Baroja. Su descripción de la vida provinciana no difiere de la que nos han dejado sus contemporáneos y lo mismo cabe decir de sus imágenes madrileñas. Aquélla debía de ser ciertamente una nación miserable, brutal y sin rumbo.

En Pamplona, para combatir el aburrimiento y aislarse de sus compañeros y de sus bárbaras prácticas. Pío Baroja leía vorazmente las novelas propias de su edad: “Julio Verne, el capitán Marryat…, el Robinson, algunos folletines”. Lecturas de niñez y adolescencia que habían de marcar profundamente su estilo, de las que nunca luego se habría de separar.

Por contraste con Pamplona, Madrid, pese al pintoresquismo zarzuelero de sus gentes, le resultó una ciudad civilizada, la capital sui generis de un país desnortado.

De estos dos lugares de residencia, así como de otros muchos, visitados ocasionalmente, Baroja nos ha dejado un recuento pormenorizado hasta extremos increíbles.

El número incalculable (y algo pesado) de letras de canciones que transcribe de memoria (en vasco, en español, en francés, en italiano) y los nombres de pila de millares de personajes episódicos (un individuo que visitó una noche a su padre, un condiscípulo al que dejó de tratar a los once años, una funámbula que actuó una noche en Pamplona cuando Baroja era un niño) acaban resultando sospechosos. Pero aun cuando no todo sea fidedigno al cien por cien, no hay duda de la capacidad de Baroja para convocar detalles ínfimos y, por eso mismo, sumamente precisos y evocadores.

Poco después de nuestra llegada a Pamplona [en 1884, es decir, cincuenta y un años antes de la redacción de estos párrafos], a un andaluz llamado Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos, y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de Lagartijo y Mazantini. Entre los de Lagartijo estaba Guerrita de banderillero, y, sin duda, de sobresaliente, y en la de Mazantini, el picador Badila, que luego fue autor dramático, y Agujetas, otro picador…

También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la Niní y la Chachón, a las que yo las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la Corte…

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