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Este cúmulo de huelgas, atentados, luchas callejeras entre bandos distintos o entre distintas facciones de un mismo bando y la brutal represión del poder constituido contra unos y otros, no era un telón de fondo idóneo para que los hombres del 98 analizaran con ecuanimidad la situación de España y esbozaran medidas cautelosas conducentes a su regeneración. A este fenómeno perturbador se añadiría al cabo de muy poco la primera guerra mundial y, posteriormente, la crisis de los sistemas democráticos en Europa. Era evidente que existía una crisis en todos los terrenos, pero nada hacía pensar que existiera además una forma de salir de ella. El mundo entero parecía condenado al caos. Baroja no fue una excepción a este desconcierto, que en su caso se vio agudizado por su peculiar idiosincrasia.

Ya he dicho antes que Baroja poseía un bagaje intelectual, unos conocimientos y una formación considerables para su época, sus circunstancias y, en particular, para la España cazurra de aquel tiempo, pero aun así, su formación no era suficiente ni adecuada para hacerse una idea cabal de la situación y ofrecer una interpretación ajustada. Esto no habría sido grave para alguien que se hubiera limitado a escribir novelas convencionales, pero entonces la vida intelectual no estaba tan compartimentada y de un escritor se exigían muchas cosas, o él se las exigía a sí mismo. Por este motivo, Baroja publicó innumerables textos teóricos sobre política, en los periódicos o en forma de ensayo, y en sus novelas y, por supuesto, en sus escritos autobiográficos, menudean los pasajes donde él o sus personajes filosofan, discuten y pontifican. Y, como no podía ser menos, este discurso en Baroja es aún más confuso, incoherente y contradictorio que otros.

Baroja fue un hombre influido por la filosofía. En sus escritos cita a menudo a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, entre otros varios. Es evidente que tenía un conocimiento directo o indirecto de estos autores, a alguno de los cuales, como a Schopenhauer, había leído atentamente, pero es poco probable que fuera un buen conocedor de sus obras o un experto en filosofía. Ni siquiera es probable que su conocimiento proviniera de la lectura directa de la mayoría de los autores citados. Esta actitud, que en definitiva consiste en hablar de lo que se conoce mal y se entiende a medias o no se entiende, puede parecer frívola. Hoy en día la filosofía ha salido de la vida cotidiana y vive refugiada en círculos académicos, cerrados a todo aquel que no posea una sólida formación, que no sea, en cierto modo, un profesional de la filosofía. En tiempos de Baroja, esto no era así. La filosofía formaba parte de la vida intelectual de las personas, y si bien el andar por las tabernas y tertulias de café no redundaba en un mayor rigor de sus formulaciones, sí hacía que influyera de un modo efectivo en el modo de pensar y actuar de las personas. Por otra parte, Baroja intuyó que la novela moderna no sólo debía despojarse de la retórica literaria al uso, sino que debía incorporar elementos nuevos, que ya no bastaba con contar una historia consistente en la peripecia física o sentimental de los personajes, sino que la novela debía estar cimentada en las ideas y en su confrontación. Dicho de otro modo: al igual que los autores rusos que tanto admiraba, Baroja consideraba que el eje de la novela ya no podía ser una pasión amorosa, una ambición personal o un desliz social, sino el conflicto del hombre moderno en la encrucijada de la realidad y la ética, entre el mundo y la concepción del mundo que el personaje se ha hecho y a la que debe atenerse, por errónea que ésta sea, si no quiere disolverse en la nada. Con toda su aparente llaneza, Baroja había intuido las consecuencias que había de tener para la novela la muerte de Dios anunciada por Nietzsche y encarnada en los personajes de Dostoievski. De resultas de lo dicho, no podemos entender del todo a Baroja sin tener en cuenta estas influencias y sin conocer las fuentes de donde bebió, siquiera a pequeños sorbos.

De todos los filósofos mencionados, Baroja siempre manifestó una especial afinidad con Schopenhauer.

Yo no he tenido una formación filosófica mediana ni seria. He sido un aficionado. No he leído libros de filosofía de una manera ordenada y sistemática. Lo que no he entendido de primera intención, lo he saltado. Los dos libros que he leído bastante bien y han influido profundamente en mí han sido El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, y la Introducción al estudio de la medicina experimental, de Claudio Bernard.

No es fácil saber si fue la lectura de Schopenhauer lo que impulsó a Baroja a abrazar el pesimismo que le acompañó toda su vida o si fue su predisposición al pesimismo lo que le hizo encontrar la formulación puntual de sus convencimientos en los escritos de un hombre que consideraba la existencia humana como una equivocación. Más tarde, a través de un amigo suizo llamado Paúl Schmitz, que le leía fragmentos del epistolario de Nietzsche, cayó bajo su influjo. En algunas de las novelas que escribió Baroja en aquella época aparecen las ideas de este filósofo en boca de los personajes o del propio autor. Del conocimiento superficial de Nietzsche provienen las consabidas nociones de verdad y moral, de instinto y voluntad, del triunfo del fuerte sobre el débil, etcétera. Leyendo los escritos barojianos se tiene la impresión de que estas nociones, en muchos casos, no pasan de simples enunciados vacíos de contenido, aunque no hay duda de que Baroja, más en su ideología personal que en el fondo de sus novelas, vivió deslumbrado por las teorías nietzscheanas, como tantos otros intelectuales europeos de su tiempo. También estas ideas, unidas a su natural misantropía, lo llevaron a despreciar la voluntad popular y, por consiguiente, a expresar su animadversión por el sistema parlamentario, con sus pequeñas y grandes corrupciones, su aparente ineficacia y su clientelismo. Esta animadversión era similar a la que pocos años atrás habían sentido otros intelectuales europeos, como Ibsen o Tolstoi, a los que admiraba justamente. Al igual que éstos, Baroja volcó en su obra toda su capacidad de comprensión y su piedad hacia el prójimo, mientras que en la vida real expresaba odio y desdén por las opiniones y actitudes de los seres humanos. Era la misma visión negativa del sistema democrático que empujó a no pocos intelectuales europeos hacia las soluciones totalitarias de corte fascista que prefiguraba Mussolini, y a otros muchos, hacia la dictadura del proletariado que se afianzaba en Rusia. Baroja no fue una excepción a esta regla, si bien su posición siempre fue ambigua. Detestaba, como ya he dicho, el sistema parlamentario, pero también aborrecía el autoritarismo que percibía en el socialismo extremo. Siempre pensó que si algún día ese socialismo llegaba a triunfar, impondría un Estado aún más opresivo. En cuanto al fascismo, nunca llegó a militar en sus filas, por más que expresara en sus escritos vagas simpatías por aquel sistema. En sus memorias, aparecidas, no lo olvidemos, en la década de los cuarenta, encontramos estas reflexiones:

Mussolini publicó hace años un libro sobre el fascismo en donde no se decían más que vulgaridades y se glorificaban el Estado y la guerra.

Asegura que quiere la libertad del Estado y del individuo dentro del Estado. Todo esto es pura palabrería. Si el Estado tiene libertad absoluta, esta libertad no puede ejercerla más que con relación al individuo y con frecuencia contra el individuo. El individuo aceptará con gusto un Estado que le proteja; pero un Estado que le coarte… ¿cómo lo va a aceptar con gusto? En general, la acción del Estado va contra el individuo.

Se trata, como vemos, de un pensamiento político poco elaborado, incluso algo simplón. Ante las conclusiones a que llega Baroja uno tiende a pensar que Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche son mucho equipaje para un recorrido tan corto. Pero nada nos lleva a dudar de su sinceridad. Sea como sea, si Baroja se hubiera limitado a escribir novelas en vez de empeñarse a lo largo de su vida en explicar prolijamente los fundamentos de sus pensamientos, estos devaneos filosóficos serían un elemento secundario en su obra del que sólo se ocuparían los eruditos. Pero su impenitente locuacidad y las trágicas circunstancias históricas por las que atravesó su generación han dado a esta amalgama de ideas un realce que a menudo prevalece sobre la parte sustancial de la obra barojiana.

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