Y más adelante:
Yo creo que a la mayoría de los hombres sensibles… esos primeros contactos no le dejan más que una impresión de tristeza y de repugnancia. El cuarto de una casa miserable, la habitación sucia, la frase cínica, el perfume barato, el miedo al contagio, todo es un horror.
Luego, ya adulto, jalonan su vida algunos encuentros que parecen tomar un sesgo amoroso. Son pocos, y en el recuento sucinto que nos ha dejado de ellos, Baroja siempre se zafa de un modo brusco, sin ofrecer una explicación satisfactoria de los abruptos finales. Estos breves interludios sentimentales aparecen descritos en sus novelas en forma muy similar a como él los relató luego en sus memorias, aunque embellecidos o alterados para adaptarlos a la trama argumental. Pero también en este caso, como en otros, cabe la duda de si la ficción proviene de una experiencia personal transmutada en materia literaria o a la inversa. Al fin y al cabo Baroja escribió sus memorias a una edad en la que fácilmente podía confundir, incluso voluntariamente, la realidad de una vida prosaica con los sucesos turbulentos engendrados por su fantasía. En sus novelas había vivido de un modo vicario aquellos lances de amor y de aventuras y no había razón para que no los incluyera en su autobiografía como parte de su vida. Sea como sea, creo que vale la pena examinar someramente algunos de estos episodios desdoblados, en la medida en que revelan poco sobre el hombre, pero mucho sobre el escritor, si es que se pueden separar ambos conceptos. He seleccionado algunos por su tipismo. Hasta el lector menos avisado podrá apreciar que corresponden sospechosamente a otros tantos arquetipos de la novela tradicional. El primero es juvenil y pertenece a su breve pero intensa etapa de médico rural. Según cuenta en sus memorias, estando destinado en Cestona acompañó a su padre por la provincia de Álava, donde Serafín Baroja debía realizar unos trabajos de demarcación de minas. En la casa de una mina encontraron “a un gallego ya viejo y con el pelo pintado” que vivía “con dos mujeres hermanas. Una, en la raya de la madurez, guapísima, y otra, bastante más joven, también muy bella”. Baroja se sintió atraído por la mayor hasta el punto de acariciar estos pensamientos:
Si las cosas de la vida fueran fáciles, yo le hubiese dicho a esta mujer:
– Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven, y si no quiere usted mi compañía, tendrá usted libertad.
Pero pronto pensé:
– ¿Y cómo? ¿Dónde tiene uno dinero para eso? ¿Cómo abandona su plaza de médico? ¿Y de qué se vive después?
Este triste personaje femenino aparece luego en un relato incluido en el volumen titulado Vidas sombrías. Más interesante, sin embargo, es la versión del hecho introducida en la novela supuestamente autobiográfica El árbol de la ciencia, porque en este pasaje la figura central no es la mujer, sino el protagonista masculino. Aquí la mujer de la mina se ha convertido en la posadera que aloja al joven médico rural. Su marido es también un tipo despreciable. La última noche que el médico pasa en la pensión, antes de abandonar el pueblo definitivamente, la posadera y él están solos.
– ¿Se va usted de verdad mañana, don Andrés?
– Sí.
– Estamos solos; cuando usted quiera cenaremos.
– Voy a terminar en un momento.
– Me da pena verle a usted marchar. Ya le teníamos a usted como de la familia.
– ¡Qué se le va a hacer! Ya no me quieren en el pueblo.
– No lo dirá usted por nosotros.
– No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo es, más que nada, por usted.
– ¡Bah! Don Andrés.
– Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente…
– ¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! dijo ella riendo.
– Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted…
– Vamos a ver lo malo… replicó ella con seriedad fingida.
– Lo malo que tiene usted -siguió diciendo Andres- es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera.
– ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!
Después de este rápido diálogo en el que se utiliza la palabra “usted” diecinueve veces, Dorotea cede a las requisiciones del huésped y a sus propios impulsos. A la mañana siguiente se produce la despedida sin que medie palabra. Nada hace pensar que ambos abrigaran dudas sobre lo efímero y coyuntural de su relación. No las tiene Andrés: apenas llega a Madrid, otros asuntos acaparan su atención y no dedica a Dorotea ni un recuerdo. De hecho, Dorotea no vuelve a aparecer en la novela, ni siquiera se la menciona. Sin embargo, aquella noche de amor había producido en Andrés un profundo trastorno.
Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.
Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios, y tenía temor de tocar con los pies el suelo.
Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle…
¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! -exclamó luego. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora.
Por más que el personaje de Andrés Hurtado viva sumido en la desesperanza, no parece ésta la reacción previsible en un joven que acaba de tener su primera experiencia sexual, con una mujer casada, de la que no parece estar enamorado, y a la que nunca volverá a ver. Al menos, esta experiencia no debería producirle únicamente abatimiento, sino también una cierta exaltación. Ahora bien, si excluimos la posibilidad de que el episodio de Dorotea la patrona sea enteramente imaginario y la posibilidad de que provenga de un suceso real que desconocemos, es decir, si damos por buena la teoría de que el encuentro con las dos hermanas que vivían con el gallego del pelo teñido y la proposición imaginaria a la hermana mayor sirvieron a Baroja de fuente de inspiración para el fragmento de la posada en El árbol de la ciencia, como hace suponer el sesgado pero no infrecuente recurso de seducir a una mujer hablando mal de su marido (“Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven”; “Está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera”), entonces la desesperanzada reacción de Andrés Hurtado es más comprensible, porque no corresponde a este personaje, sino al propio Baroja, es decir, no al joven que acaba de vivir una experiencia intensa, sino al que ha renunciado a una fantasía erótica, no tanto por virtud o convicción, sino por la falta de medios materiales y del valor necesario para lanzarse sin ellos a una aventura incierta.
El episodio siguiente tiene lugar unos cuantos años más tarde, en Roma, y figura en la antología de textos que forman la segunda parte de este libro. Al igual que el de la posadera, aparece, convenientemente transfigurado, en la novela César o nada, y en toda su aparente desnudez, en las memorias de Baroja. En síntesis, el episodio consiste en lo siguiente: Baroja viaja a Roma y se instala por dos o tres meses en un hotel donde se alojan algunas damas distinguidas. Tras varias vicisitudes banales, Baroja intima con “una señorita italiana” a la que “se le estaba pasando la edad de casarse”. Finalmente ella le propone que la acompañe a Nápoles, donde piensa pasar el resto del invierno. Pero una vez más Baroja está sin dinero. Por no confesárselo, abandona el hotel una mañana sin despedirse de nadie. La escena tendría algo de Dostoievski y de Chaplin si no la empañara un cierto aroma de mezquindad. Sin embargo, la explicación resulta poco convincente. Se mire como se mire, es menos penoso y más gentil confesar la verdad que dejar plantada a una mujer con la que se ha llegado a tal grado de intimidad sin mediar explicación, sobre todo cuando ha sido ella la que ha formulado la proposición. Si Baroja no quería revelar la escasez de sus recursos, podía haber inventado alguna excusa. Por lo demás, cabía la posibilidad de plantearle el problema a la dama en cuestión y aceptar su hospitalidad: Baroja tenía unos treinta y cinco años, era un hombre formal, de conducta intachable, y por añadidura un escritor célebre, reconocido y tratado como tal en el pequeño mundo del hotel de Roma. Ni siquiera las más estrictas convenciones de la época habrían censurado que una dama se lo llevara de invitado a Nápoles. La resolución del suceso, tan expeditiva como descortés, más bien hace pensar que a Baroja le asaltó el pánico. Sin duda la “señorita italiana” no le atraía en lo más mínimo, pero la consideraba demasiado inteligente para ofrecerle un pretexto al uso. La verdad era que no se quería comprometer y le faltó valor para decírselo a la cara, lo que puede estar mal, pero no deja de ser comprensible. En César o nada, el trasunto de esta historia introduce un elemento de cinismo que lo tergiversa y al mismo tiempo lo aclara. El protagonista de la novela rechaza las proposiciones de una mujer rica, en cuya actitud se mezclan, a su juicio, los instintos carnales y el afán de posesión. La transformación literaria de este incidente leve y triste parece más veraz que la aparente descripción escueta de los hechos.