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Pero ese ataque no se produjo. En los días de mi infancia guerrera gozamos afortunadamente de una extraña paz, solamente muy de tarde en tarde turbada por escaramuzas y rencillas en la linde de unas tierras sin demarcación demasiado precisa.

Mi padre hallábase por entonces prácticamente devastado. La progresiva rigidez y entumecimiento de sus miembros habíanle convertido, casi, en un inválido. Y si alguna vez quería ir de aquí para allá debía ser portado a hombros. De semejante guisa erraba por la hacienda, en tanto molía a bastonazos a quienes gozaban el privilegio de ser sus bestias de carga. Sin idea precisa recorría el recinto de la torre o incluso sus estancias, con lo que la ascensión por los estrechos y resbaladizos escalones daba lugar a incidentes desafortunados que le ofrecían excelentes ocasiones para esparcir leñazos a diestra y siniestra. Aunque también apaleaba a sus portadores sin ton ni son. Unas veces para indicarles de tan sucinta como ruda forma el lugar donde deseaba dirigirse, otras porque así le venía en gana. Si se presentaba buen tiempo, más de un día se hizo conducir hasta las viñas, y allí frente a los sarmientos y racimos reía y lloraba como un niño de pecho, emitiendo alaridos tan desprovistos de luz espiritual que hubiera conmovido, caso de hacerse acreedor a tales sentimientos, a quien lo mirara.

Con preferencia elegía para la tarea de portarlo a hombros a sirvientes jorobados, debido a que así atinaba mejor en sus espaldas con el bastón pues la creciente hinchazón de su vientre y la torpeza de sus miembros le hacían cada vez más difícil alzar el brazo y acertar el mamporro. No disminuía, en cambio, su voraz apetito. Añadió a la oca nocturna una gran variedad de frutas y hortalizas, queso y vino en abundancia. Todo lo engullía con el ansia de un hombre que hubiera ayunado durante largos años, mientras la grasa chorreaba por su barba y entre sus dedos gordezuelos. Como veía muy poco, todas las noches ordenaba prender diez o más antorchas en la estancia donde se reunía a comer con sus compañías predilectas; truhanes y pillos de variopinta especie hallaron en aquella larga y estrecha mesa de roble buen lugar a sus apetitos y remiendos. Vociferaban, codo con codo, y se embriagaban hasta muy entrada el alba. Pero rara vez yo tenía, a expresa voluntad de mi padre, un lugar en tan abundantes colaciones. Y no por maldad o dureza de corazón, sino porque casi nunca me recordaba. Sólo muy de tarde en tarde me requirió para, al punto, ignorarme de nuevo, en aquella mesa donde tan abigarradamente se mezclaban arabescadas historias de lances muy heroicos, la carne del asado, la obscenidad de relatos llamados de amor, y la cada vez más espaciada ternura paterna. Mi alimento no era igual al suyo. Como el más niño, mi brazo era también el más corto y, cuando intentaba alcanzar una tajada, otras manos más duchas en la rapiña, el engaño y el botín se me adelantaban. De forma que sólo alguna hortaliza, o gachas, llegaban con relativa seguridad a mis hambrientas fauces. Más de una vez, oprimido y empujado por los cuerpos que se apiñaban en aquellos bancos, rodé bajo la mesa donde ya que no en otra carne más suculenta clavé mis colmillos en las ajadas pantorrillas, otrora firmes, de aquellos desdichados. Con lo que, por parte de los elegidos por mi voracidad y furia, híceme acreedor a parecidas correspondencias y agasajos.

Y sin embargo no creo que ninguno de aquellos hombres, incluido mi padre, me tuviera mala voluntad. Antes bien, por algún que otro indicio que ahora puedo ir espigando -marchito haz de una recolección ya muerta-, tengo para mí que alguno de aquellos obtusos desterrados de la gloria mostró hacia mi persona más ternura que las mujeres, mi madre a la cabeza, encargadas de atender (a todas luces con más recato) los primeros días de mi infancia.

En ocasiones mi padre se sumía en una especie de ensueño, casi terrorífico de puro enajenado. Y antes de acabar su ágape, pedía que lo llevaran al lecho, sollozando sin motivo presumible. Yo solía precipitarme entonces sobre los huesos esparcidos fuera y dentro de su plato. Tal era mi hambre que defendía de los perros aquellos despojos con mi pequeña daga en ristre. Y de tal forma crujían mis dientes que si algún apetito ajeno osó amenazar mi bocado salió mal parado de ellos. Trituraba los huesos entre los colmillos, como la rueda del molino el grano, y extraía de su interior una sustancia sabrosa y sangrante, que sorbía con fruición, e incluso llegaba a emborracharme, como si de vino se tratase. En estas ocasiones de áspero deleite y ansia, al tiempo que tronchaba los tiernos huesos sentía que me nacía una suerte de odio errante y sin objeto preciso. No sabía aún que era a mi padre -y a todo ser viviente, acaso- a quien tan oscuramente aborrecía. Estaba muy lejos de suponerlo porque, en verdad, era aún muy inocente criatura.

Había días en que una lujuria vana y estólida se apoderaba de los otrora violentos apetitos carnales de mi padre. Enviaba entonces a su destartalada tropa a la busca y captura de alguna descuidada o inocente habitante de los contornos. Una vez ésta hallábase, de grado, por fuerza, o apáticamente sumisa en su presencia, sentábala sobre la mesa (como si de otra oca se tratase) con toda su pandilla en torno. Fijaba en ella sus ojos, que iban tornándose gelatinosos hasta semejar iban a derretirse sobre sus mejillas. Luego prorrumpía en risas tan infantiles e inocuas como cuando le llevaban ante los racimos. Pellizcaba con sus deditos rechonchos de uñas negras ora aquí, ora allá la carne de la mujer. Y caía finalmente en una furia inane que, por lo común, degeneraba en llanto. Entonces mandaba devolver a la mujer a su casa, recomendándole mucha honestidad y recato: "Pues -solía decir, entre suspiros- los lobos acechan a las tiernas ovejas donde menos se espera". Tras lo cual solía reclamar urgentemente que le preparasen la comida, pues esto era ya lo que en verdad alcanzaba a saborear mejor, o bien se entregaba con aplicación al vino, cosa que nunca olvidó ni despreció. Una vez consumidos tan sólidos como fieles placeres, retirábase a lomos de sus jorobados. De tal guisa transportado le veía alejarse escaleras arriba: nalgudo, quejicoso, derrumbado en grasa. Y ofrecía a mis ojos el espectáculo de la más cruel destrucción y derrota que caben en humana naturaleza.

A pesar de lo poco regalado y aun calamitoso de mi existencia, lo cierto es que crecí duro y templado como una lanza. Siempre fui delgado -cómo no serlo, forzado a tanta privación y recelo-, pero tenía músculos más duros, castigados y flexibles que el cuero curtido. Y eran tan ágiles mis piernas y tan certeros mis golpes como sólo espabila en este mundo un continuo hurtar el cuerpo a las más imprevisibles trampas y descalabros. Al igual que mis hermanos crecí rápidamente y fui, en toda edad, más alto que la mayoría. De suerte que siempre creyéronme de más años a los que en realidad contaba. A los once seguramente parecía de catorce y así me ocurrió toda la vida. Cuando cumplí el undécimo, algunas muchachas y aun mujeres maduras empezaron a mirarme a hurtadillas, de forma harto turbadora. En estas ocasiones reverdecía en mí la curiosidad que, en mi primera infancia, sentí por mi aspecto, ferozmente descrito por mí madre.

De nuevo fui a mirarme en el agua y me hallé -como entonces- tan sucio, desgarrado y raposuno que pocas ganas tuve de repetir la experiencia.

De manera que mucho me desconcertó el significado de aquellas femeninas miradas. Siempre fui muy feo: cara de zorro, nariz aplastada, y tan rubio el pelo que a todos causaba extrañeza, pues, al sol, parecía blanco. Y este detalle inquietaba a quien lo observaba, ya que yo era un muchacho y no un anciano.

Mi padre solía peinarse al estilo de nuestros abuelos: todo para la frente y la nuca rapada. Era, como yo, feo por naturaleza. Y en verdad, a mi parecer, esa forma de distribuir su cabello llegaba a ponerlo horroroso. Sin embargo él cuidó mucho siempre ese detalle ya que no otros. En cuanto a mí, ni tan someros cuidados presté a mi cabeza, juzgando tal vez mejor dejar las cosas como estaban y no empeorarlas. Como mi pelo era en verdad abundante y crecía a su aire en hirsutos mechones, llegué a lucir en lo alto de mi persona una suerte de crin, o penacho, como el que ondean los caballos (pero sin la nobleza de estos animales). Y como no lo desenredaba nunca, abandoné cualquier tentación de darles una inclinación más humana.

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