Lo vimos desmontar, junto a los árboles. Y luego se sentó en las piedras de la orilla, como un vulgar villano. A poca distancia, aunque respetando su manifiesto deseo de soledad, le seguí yo (tal como me había ordenado en un principio). Pues mucho me encareció que no me alejara apenas de él.
De nuevo noté, a mi espalda, las largas sombras de mis hermanos. En aquel momento el Barón alzó el brazo derecho y me hizo señas para que me aproximara. Al punto, viendo recortarse en el aire su guante negro, un extraño terror me invadió. Como si aquel o aquello que me reclamaba fuera el signo, o anuncio, de algo aún más oscuro que la misma muerte.
Con ánimo conturbado, obedecí su orden de llevarle una bebida. Y cuando le tendí la copa, por vez primera me miró de frente y a los ojos. Con sorpresa y sobresalto comprobé entonces que en la sombra de sus párpados brillaban unas claras pupilas, tan centelleantes y grises como el resplandor del agua bajo el sol. "¿Cómo es posible?", me dije, sintiendo crecer el temor. "Siempre creí que no existían ojos tan negros como los suyos…"
El Barón apartó de mí su mirada y quedó pensativo, contemplando el borde de su copa.
– Observa con atención -dijo entonces.
– ¿El qué, mi señor? -balbuceé confuso.
– El Gran Río: él es, en verdad, el camino que lleva a nuestra patria. Y te confieso que nunca admití la creencia, tan común, de que mi raza proviene de la tierra. No, yo no procedo de esta árida y triste planicie, ni deseo tampoco que a ella vayan a parar mis huesos. Ordenaré a mis herederos que arrojen mi cadáver a las aguas, rumbo a aquella vasta pradera, que a menudo sueño; ésa donde acude a beber la gaviota.
Dio un sorbo a su copa y sus labios brillaron, teñidos de vino:
– Según oí a quienes saben estas cosas -añadió-, por esa corriente llegaron a esta tierra nuestros dioses. Y todos ellos eran tan rubios y tan feroces como tú.
No pude dominar por más tiempo mi lengua y me oí decir apasionadamente:
– ¿Desde dónde, desde cuándo navegaban ellos, mi señor…?
(Pues yo conocía también la gran pradera de la gaviota, y oía sus gritos en un viento salado).
Inmediatamente tuve conciencia de mi osadía y esta vez no era visión, ni fruto de la extraña dolencia que llamaban "pequeña muerte". Mas el Barón no tomó mi pregunta como impertinencia, antes bien, pareció complacerse en ella. Con una tristeza que hasta aquel momento nunca había percibido en su voz, murmuró:
– No lo sé, hijo mío.
Y antes de que pudiera anonadarme por tan insólito tratamiento, prosiguió:
– Sólo puedo decir que tengo por muy cierta (y así yace en mi memoria más remota) la imagen errante de un pueblo que navega sin cesar… Un pueblo temido, insaciable y profundamente desdichado.
Tras estas palabras, el detenido viento que de antiguo conocía llegó de nuevo a mí. Y no agitaba una sola hoja, o rama. Era otra vez el viento de mi infancia, atrapado, acechante. Me estrechó y rodeó de tal manera, que creí oír el crujido de todos mis huesos; pues me sabía preso en él, desde una perdida vendimia donde ardió, en mil llamas impías, un árbol humano. Miré desesperadamente hacia el río, y vi descender corriente abajo un enorme dragón, con la cabeza alta y los ojos de oro, donde aún brillaba la última mirada que me llevé de la casa de mi padre. En su lomo se erizaban cien lanzas y cien guerreros, todos tan altos y tan rubios como yo. Y proferían el mismo grito que yo llevaba en las entrañas. Supe entonces que era un largo, remoto y vastísimo grito de guerra: lo conocía y profería, desde mucho tiempo y muchos hombres anteriores.
El Barón me preguntó qué era lo que con tanto ahínco miraba, y aún me repitió por tres veces su pregunta. Y agazapado en su voz -a despecho de lo increíble-, descubrí el latido de un vago terror.
– Veo un dragón, mi señor -respondí. Aunque oía mi voz, pero no podía despegar los labios.
– ¡Mátalo! -gritó Mohl, con toda la furia que se escondía bajo su piel (la furia que le impelía a intercalar, sin motivo ni oportunidad aparente, en medio de la más plácida de sus pláticas, relatos atroces y sangrientos).
Luego, casi sin transición, su voz cambió y perdió todo matiz de flaqueza, de miedo o de furia. Se levantó del suelo, desenvainó su espada y, entregándomela, lanzó al aire la brusca y brutal carcajada que tanto estremecía a quienes la escuchaban. Noté cómo aquella risa paralizaba la sombra de mis hermanos, a nuestras espaldas. Y esto fue, en verdad, lo más sorprendente de tan insólitos sucesos. Pues mientras me ofrecía el arma, añadió, con tan salvaje alegría, que se antojaba aún más temible que su cólera:
– ¡Ve, corre y mata al dragón!
Creí que de mi ser brotaba un nuevo yo. Me vi a mí mismo tomar con ambas manos aquella inmensa espada casi sagrada y correr en dirección al Gran Río. Entré en el agua, blandiendo la pesada hoja en alto mientras sentía sobre mi cabeza un fulgor de relámpago y el blanco restallar de su látigo.
Cuando el agua me llegó a la cintura y noté su voraz deseo de hundirme y arrastrarme, el dragón ya había partido. Pues había sucedido todo en un tiempo muy alejado de mi vida.
Luché contra la corriente, abrumado en la angustia de una irremediable derrota. Llegué a la orilla empapado de agua. Y muy humillado, regresé junto a mi señor.
El Barón, sus caballeros y escuderos y la gente que le acompañaba se reían con gran alborozo. Y comprendí que todos se burlaban de mí.
Todos, excepto mis hermanos, cuyas sombras parecían formar parte de la misma tierra que pisaban. En lo alto de la colina, mi señora también permanecía seria. Erguida y blanca sobre su caballo, el puño alzado y el halcón posado en él.
***
Declinaba la tarde, cuando la comitiva regresó. Los caballos avanzaban por la orilla del río y, entre los árboles, un prolongado eco o algún desazonado y triste augurio repetía la llamada de los cuernos de caza.
Por aquella parte del río había un profundo remanso que arremolinaba las aguas. En su verde nocturno giraban enloquecidamente ramas desprendidas y desdichados animales: ardillas o nutrias, inopinadamente muertas. Según decían las gentes, era aquél un lugar peligroso, donde se prodigaban misteriosas y menudas muertes de animales, mientras en las húmedas orillas danzaban los elfos en su proclama de la luna llena.
Al llegar a este punto, Hal, el caballo de mi señor, se detuvo en seco: los ojos desorbitados, temblorosos los remos y la crin encrespada por un viento en verdad imperceptible. La jauría lanzó al aire un aullido atroz e innumerable, algún perro arrancó las correas que le sujetaban y se lanzó, enajenado, hacia el río. En la tarde, aún dorada y hermosa, se recortó entonces el halcón de mi señora. Voló en círculos despaciosos sobre la montura de mi señor y luego, cual flecha embrujada, se lanzó sobre él: los ojos inflamados de cólera y el pico dispuesto al ataque. En verdad que sus redondas pupilas semejaban diminutos soles, abrasados por un odio que se adivinaba muy largamente madurado. La mano enguantada de negro se alzó y protegió el rostro de Mohl cuando la flecha de uno de sus escuderos atravesó el ave, apenas a tiempo de que lograra alcanzarle. El halcón cayó sordamente sobre la cruz de su montura y salpicó su rostro de rojo.
Entonces vi por última vez a mi señora ogresa. Aquélla a quien amaba, sin saberlo, sobre todas las cosas de este mundo. Giraba en el torbellino maldito del remanso y su cabeza de oro sobresalía de la turbia espuma, como un redondo girasol. Se le había desprendido el manto y tras ella flotaba, como la estela de una nave sin rumbo: sus trenzas sueltas, en la huida, clamaban por alguna venganza o la tardía furia de una destruida inocencia. Caí de rodillas y sin que mi mente alcanzara otra más sensata o al menos dolorosa idea, me dije tan sólo que no debía mi señora haber puesto tanto cuidado en arrollar y trenzar sus cabellos (más resplandecientes que el verano y tan agonizantes como él) si al fin se habían deslizado de su frente y ahora de tal guisa naufragaban tras ella en innumerables hilos de oro.