– Pero los que la construyeron, ¿de dónde eran? -preguntó el Gaviero movido por la curiosidad que le había despertado el estilo de la cabaña.
– Venían del Canadá -contestó el Zuro-. Buena gente. Pero cuando bajaban a La Plata empezaban a beber como locos y terminaban en unas peleas tremendas. Ni el ejército podía con ellos. Después, se quedaban tirados en la calle, dormidos, y los perros les orinaban encima. En la madrugada, después de hacer sus compras en la tienda del turco, regresaban al páramo como si no hubiera pasado nada. Eran inmensos y llevaban unas barbas rojas que no se cortaban nunca. Se perdían, allá arriba, trabajando todo el día en las orillas arenosas de las quebradas, dándole a la batea y buscando las pepitas doradas. Cuando hallaban alguna gritaban hasta que algún otro les respondía. Así estuvieron más de dos años. Se largaron, de pronto, sin pagar donde Hakim, después de una riña que duró toda la noche y dejó cuatro soldados muertos. No los pudieron alcanzar, ni los vieron más en ninguna parte.
Después de una hora larga de reposar sobre el suave lecho vegetal, prepararon café y frieron tajadas de plátano con huevos revueltos. El pan de La Plata era incomible. El Zuro le ofreció a Maqroll un poco de carne molida seca que revolvió con el resto de la comida. Maqroll hizo lo mismo y la encontró deliciosa.
– Hay que comer, mi don -le dijo sentencioso el arriero-. Mañana nos espera lo peor. Ahora, trate de dormir. No lea hasta muy tarde. El sueño, aquí, es lo único que sirve contra el cansancio.
Maqroll sonrió, divertido con la actitud protectora y admonitoria del muchacho. No sabía cuántas noches había pasado él en peores circunstancias y en lugares aún más inhóspitos. De seguro si mencionara los nombres de algunos de ellos, nada le dirían al joven arriero del llano de los Álvarez: noches de Sar-i-pul, con el viento de las montañas afganas azotando la tienda en un estruendo que no cesaba hasta el alba; noches de Kerala con la danza encantada de enjambres de luciérnagas que expandían una luz lila, funeral, perfumada de canela y jengibre; noches en el confín de la Guayana, hundido en el fétido lodo de los manglares; noches de sobresalto y hambre en una aldea abandonada de Anatolia; noches de mosquitos y fiebre en el Golfo de Veragua, donde la lluvia se instala como una maldición sin medida; noches en los cayouns, al borde de los esteros, donde el Missisippi desborda su cansancio; noches de calma chicha frente a la costa del Yemén levantado en armas; noches semejantes a ésta que le esperaba en el páramo, semejantes a tantas otras ya olvidadas.
Encendió un cabo de vela que doña Empera, precavida, le puso en la mochila con sus cosas y se perdió en las páginas de Joergensen, en el armonioso paisaje de la Umbría, donde un joven de familia adinerada, en pleno siglo XII, salía en busca de Dios. Lo fue venciendo el sueño poco a poco, hasta que se le cayó el tomo de las manos. El ruido lo despertó, puso el libro en la mochila y apagó la vela.
Soñaba el Gaviero. Todos sus músculos se distendían, transformando el cansancio en placentera ebriedad, a manera de una intoxicación inocua de la que nacía una lucidez y una dicha acompasadas, sólo comparables a las que recordaba haber vivido de niño cuando todo se ordenaba a su alrededor en forma tal que le producía, en plena vigilia, una aventura semejante a la que ahora le llegaba en el sueño. Estaba a orillas del lago Maggiore. Salía a dar una caminata por la senda que bordeaba las aguas. Alguien iba a acompañarlo. No quiso demorarse más porque tenía la certeza de que, si seguía esperando, el inusitado bienestar se esfumaría de improviso. Se trataba de preservarlo, intacto, el mayor tiempo posible. Bajó a la orilla y tomó por el sendero en cuyo borde iban a morir las olas cuando el viento se levantaba un poco. Al otro lado se alzaban unos arbustos, al parecer de laurel, pero que despedían un fuerte olor a sándalo. Unos pasos comenzaron a seguirlo y supo, sin necesidad de volver la cabeza, que era la persona a quien había estado esperando. Si volvía a mirar, su dicha exultante se tornaría en algo impredecible. Por la voz supo que se trataba de una mujer. Hablaba un español correcto pero con un fuerte acento que no logró identificar. Contaba historias de itinerarios de trenes que no coincidían, de largas esperas en las estaciones y de molestias inacabables para conseguir llegar al lago.
De Milano a Novara -decía- todo iba bien. Pero allí, en lugar de conectar hacia Oleggio y Arona, fui a parar al norte. En la primera estación me bajé y, al ir a cambiar mis boletos en la ventanilla, el hombre que estaba allí y tenía aspecto de cura, insistió en que le mostrara mis pechos. Así lo hice. Era la única manera de regresar. En Novara me esperaba el equipaje. Subí al tren que supe, luego, terminaba su viaje en Oleggio. Allí habría que esperar seis horas para tomar el que me dejaría en Arona, al pie del lago, donde habíamos quedado en vernos. En Oleggio, resolví subir al autobús que llega a pocos kilómetros de Arona. Cuál sería mi sorpresa al verte junto a la parada donde descendía. Ahí estabas, Gaviero loco, despistado como siempre. Nunca aprenderás con tu aire de marinero desembarcado a la fuerza.
Esas últimas palabras le produjeron una súbita y arrolladora desolación. Era Ilona, su amiga triestina. Sólo ella, la impar, la única, le decía así. Y ése era su tan peculiar acento inconfundible. Su voz, sus pasos elásticos y firmes. Su cuerpo gustoso y blanco, convertido en cenizas en una absurda explosión de gas en Panamá. Volvió para mirarla y se encontró con una mujer de tipo español, con un aire aristocrático y moruno, que lo miraba con reproche como si fuera el culpable del caos ferroviario del que se venía quejando. -¡Ilona!- le dijo, sin advertir lo necio de su equívoco, con los ojos bañados en lágrimas. La mujer se quedó mirándole con extrañeza, como si estuviera frente a un desconocido que, de improviso, se dirigía a ella. Se volvió de espaldas bruscamente y se alejó con paso gimnástico y juvenil, balanceando las caderas en un ritmo que él sabía tan propio de Ilona.
Lo despertaron los sollozos que sacudían su pecho. El viento helado que azotaba las paredes de roca y el intenso olor de las hojas que le servían de colchón, lo volvieron brutalmente a la vigilia. Para él, en ese momento, por completo inescrutable y ajena. Volvió a dormir después de un rato. El Zuro lo despertó brindándole una taza de café. El Gaviero comenzó a beberlo a lentos tragos, con aire ausente y pesaroso.
– Tiene que cuidar el sueño, mi don -le advirtió el arriero-. Aquí lo necesita para mantenerse vivo. Por la altura y el cansancio en estas parameras uno sueña mucho. Eso hace daño. No se reponen bien las fuerzas y nunca son sueños buenos. Pura pesadilla. Yo sé porqué se lo digo: los extranjeros que venían para intentar la minería, acababan todos locos y querían matarse entre ellos en la cantina o se tiraban a los remolinos del río para ahogarse.
Nada comentó Maqroll a estas advertencias del Zuro. Sabía que lo que el muchacho relataba era muy cierto. El sueño con Ilona aún le trabajaba el ánimo, removiéndole dormidos demonios que hacía ya mucho tiempo no venían a torturarlo. Sin decir palabra, ayudó a cargar las mulas y a dejar limpio el sitio. Luego, emprendieron la subida de la cuesta que conducía a la cuchilla del Tambo. Cuando, al rato, el viento empezó a ser insoportable, el arriero le aconsejó que se pusiera, entre la camiseta y la camisa, una capa de hojas de frailejón tanto en el pecho como en la espalda. El abrigo resultó de una eficacia instantánea. El calor del cuerpo se conservaba intacto. Lo que convertía el ascenso en una tortura, era el suelo de arena volcánica que cedía a cada paso, lastimando los cascos de las bestias y lijando las suelas del calzado. El frote, además, despedía un calor a menudo insoportable y un olor azufrado que quemaba las mucosas. Subían tres pasos y resbalaban dos. Así, durante muchas horas. Los descansos tenían que acortarse: en el páramo anochece muy temprano y caminar a oscuras en tales descampados era un intento suicida. Con las últimas luces, en medio de la desolada extensión de lava, en donde el único signo de vida eran las matas que se alzaban de trecho en trecho, luciendo la hermosa flor de su tallo central como una pálida y fúnebre llama ardiendo en la noche que se venía encima, divisaron las luces del campamento. Llegar ahí les tomaría al menos una hora. La luna llena comenzaba a iluminarles el camino. Mientras durase en el firmamento, no habría problema.