Maqroll había traído la Vida de san Francisco de Asís de Joergensen. Solía leerla abriendo el libro al azar. El Zuro se mostró intrigado con la, para él, inusitada costumbre y le preguntó:
– ¿Está rezando? ¿No que estaba tan cansado?
– No consigo dormir sino leo un poco -le contestó el Gaviero, divertido con la ingenuidad de su compañero de viaje-. No estoy rezando. No creo que sea para tanto ¿no? Leo, sí, la vida de un santo que amaba mucho los animales, el monte, el sol, las quebradas y a la gente pobre. Era de familia muy rica y, en el físico, se debió parecer un poco a ti. Dejó todo para entregarse a lo que quería y ofrecerle a Dios ese amor por todo lo que había creado. -Maqroll se dio cuenta que la explicación era tan insuficiente y fragmentaria que arriesgaba dejar en el Zuro una idea injusta del Poverello, por trunca y superficial. La respuesta del Zuro lo tranquilizó.
– Claro, si le gustaban los animales y el monte y el sol, la plata le salía sobrando. Seguro que hasta acabó haciendo milagros. Dios debía querer ayudarlo.
– Sí -repuso el Gaviero a quien maravilló la espontánea lucidez del muchacho-. Hizo muchos y muy admirables. Ya te los contaré otro día. Vamos a dormir.
El Zuro había cerrado los ojos y comenzaba a respirar con la regularidad de quien cae en un sueño profundo.
A la madrugada siguiente los despertó Amparo Maria con café recién hecho y bizcochos del día anterior. Ya estaba arreglada, con su pelo estirado hacia atrás y el moño impecable. Lista para presidir una fiesta en el cortijo, pensó Maqroll mientras bebía el café. La muchacha se dio vuelta bruscamente y se perdió en el interior de la casa. Tampoco el Gaviero tenía ánimos para decirle adiós. Estaba tan bella que se hubiera quedado allí para siempre, tirando todo por la borda.
La subida desde el llano de los Álvarez hasta la cabaña abandonada les tomó todo el día. El camino iba convirtiéndose, cada vez más, en el lecho de una quebrada nacida de las lluvias. Las mulas avanzaban trabajosamente, tratando de salvar las sorpresivas zanjas que se abrían a su paso y las piedras traicioneras que, a menudo, iban a terminar al borde del precipicio. Un cierto desánimo trabajaba el alma del Gaviero: esta prueba se repetiría quién sabe cuántas veces. La posible ganancia que pudiera derivar de ella dependía del evasivo Van Branden y de su no menos fantasmal compañía constructora de las obra del Tambo. Una vieja amargura, familiar para él desde hacía muchos años, comenzaba a pesarle en el ánimo en tal forma, que cada paso de la frenética subida, se le hacía más penoso. Pero, al mismo tiempo -y éste era uno de sus rasgos más personales y característicos- a medida que se internaba en lo más abrupto de la cordillera y percibía el aroma de la vegetación siempre húmeda, la explosión de colores de una riqueza desbordante y escuchaba el estruendo de las aguas que, allá al fondo de los barrancos, cantaban su caudaloso descenso entre espumas y crestas burbujeantes, una paz antigua y bienhechora desalojaba el cansancio del camino y de la brega con las mulas. El sórdido engaño que se anunciaba en la incierta empresa, perdía toda realidad e iba a caer al fondo de su resignada aceptación, de su islámico fatalismo. El canto de los pájaros, cada vez más numerosos y variados, y el paso intermitente de las bandadas de pericos que cruzaban en desaforada algarabía por encima de las copas de los grandes cámbulos florecidos y llameantes y de las jacarandas adormecidas aún por el frío de la mañana, venían a confirmarle esa efímera certeza de una plenitud salvadora. Esta alternancia de estados de ánimo conducía al Gaviero a meditaciones y balances que se alimentaban, por otra parte, de las pocas pero infalibles lecturas que, donde quiera que fuese, solían acompañarlo.
De aquí que todos los Van Branden del mundo que se atravesaban en su camino, sirvieran sólo para constatar su irremisible soledad, o su imbatible escepticismo ante la terca vanidad de toda empresa de los hombres, esos desventurados ciegos que entran en la muerte sin haber sospechado siquiera la maravilla del mundo. Ayunos del milagro de la pasión que atiza el saber que estamos vivos y que la muerte también entra en el juego, sin comienzo ni fin, porque es puro presente sin fronteras. A tiempo que se entregaba al goce del paisaje, advertía, sin embargo, que el variado desfile de sensaciones que, atravesando el embotamiento de la fatiga, desplegaba la maravilla de una celebración sin término, llegaba erosionado por la torpeza de una memoria que los años habían trabajado.
El Zuro iba adelante, guiando la primera mula de la fila. A menudo salía del camino para tomar atajos que evitaban trayectos impracticables. A medida que subían, el viento venía con mayor fuerza. Al principio, fue como un leve zumbido en los oídos, una brisa que apenas movía las copas de los árboles y hacia vibrar las hojas de los helechos. El ruido de la torrentera se iba alejando o acercando según la intensidad del viento. Cuando empezaron a transitar las estrechas sendas que subían en zig-zag, ciñendo el abismo, aquél azotaba a los viajeros con furia sostenida. Comenzaba una vegetación enana, de hojas lanosas y espesas, que crecía alrededor de grandes árboles de tronco gris de una textura que se antojaba mineral, cuyas copas, de escaso follaje, se perdían entre una niebla que, desbocada, iba a desvanecerse en los picos de la sierra. Habían entrado al páramo, paisaje que hacía mucho tiempo no frecuentaba Maqroll. El Zuro le explicó que los viajeros a los que sorprende la noche en ese descampado, suelen abrigarse con las hojas de ese arbusto, que allí llaman frailejón, cuya abrigada superficie no deja pasar el frío y protege al aterido viajero. La respiración se iba haciendo paulatinamente más penosa para Maqroll. Las sienes le palpitaban y la boca se le secaba dándole una engañosa impresión de sed. Cuando estaba a punto de sugerir un descanso, el Zuro le indicó que iban a detenerse para descansar un rato. -No podemos hacer nada -explicó-. Hay que beber lo menos posible. Masque esto lentamente para que le vuelva la saliva- y le alargó una rodaja de limón. Cortó luego otra para él y se tendió a la vera del camino en un lecho de hojas de frailejón. Maqroll lo imitó en silencio. Allí, tendidos, respiraban hondamente, en espera de que el cuerpo se ajustara a los rigores del páramo. El limón hizo su efecto de inmediato aliviando la impresión de sequedad y el sabor amargo y metálico en la boca que venía atormentando al Gaviero desde hacía rato.
Cuando reanudaron la marcha, las molestias se habían hecho mucho más tolerables. Con la última luz de la tarde, llegaron a la cabaña abandonada por los mineros. Sus paredes eran de roca unida sin argamasa ni cemento alguno. Los intersticios se hallaban tapados con hojas del mismo arbusto que proporcionaba abrigo para dormir. El techo era de pizarra y se sostenía sobre gruesas vigas sin desbastar. Adentro, el recinto se dividía en dos espacios iguales: uno servía de habitación y el otro de establo. Los separaba una pared, hecha de barro y bambú, que llegaba apenas hasta donde comenzaba el techo. En la habitación de los viajeros, una chimenea de piedra y latón funcionaba perfectamente. El lugar estaba relativamente limpio. Sus anteriores ocupantes no dejaron más huella de su paso que un puñado de cenizas frías en la parrilla de la chimenea. Había una provisión de leña al lado de ésta y la regla era reemplazar, cuando se dejaba la cabaña, la que se hubiera usado. El Zuro preparó dos lechos de hojas y sugirió que se tendieran un rato antes de comer. De lo contrario, volvería el dolor de cabeza durante la digestión. Así lo hicieron.
– Muy poca gente sube hasta aquí. Casi nadie aguanta -comenzó el arriero a contarle a Maqroll, mientras éste miraba el techo y sentía la reparadora tibieza del fuego que el Zuro había encendido-. Primero vinieron los mineros, constructores de este refugio. Buscaban oro en las orillas de las quebradas. No encontraron mayor cosa. Luego han seguido pasando extranjeros que sueñan con el cuento de las minas. No creo que haya minas por estos peladeros. Ahora aparecen los del ferrocarril. Ellos mantienen la cabaña como la ve; limpia y más o menos ordenada.