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El golpeteo del bastón se fue alejando hasta perderse al fondo de la casa. El Gaviero se extendió sobre el duro camastro, en donde el leve colchón de borra pretendía brindar un dudoso alivio contra las tiras de guadua que formaban el tablado. Oía pasar el agua con la monótona energía de una rutina sin sosiego. El murmullo lo fue adormeciendo hasta que cayó en un sueño profundo. El calor implacable de la tarde, cuando toda brisa se suspende y llegan los mosquitos, lo despertó de repente. Hacía muchos años que no sentía ya su picadura pero el inclemente zumbido seguía irritándolo sin remedio.

La vida en La Plata era como la de todos los pequeños caseríos al borde del río. La llegada del barco de pasajeros, con sus grandes ruedas de palas pintadas de color ocre o el arribo de las caravanas de barcazas tiradas por un remolcador tartajoso, eran el principal acontecimiento del lugar. Cuando llegaba esa ocasión, la cantina, ubicada entre las demás casas, frente al terraplén que hacía las veces de plaza, mirando al río, adquiría una inusitada pero fugaz actividad. Al continuar su viaje, los barcos dejaban de nuevo el pueblo sumido en la modorra de un clima de sauna, en medio de un silencio que llegaba a producir la impresión de que la vida se había retirado de allí para siempre. Algunas noches, una victrola rompía la callada tiniebla con el chillón y casi irreconocible lamento de un tango de los años treinta o una gangosa canción del doctor Ortiz Tirado que hablaba del amor con la unción melodramática de un fatal pecado de utilería.

El Gaviero alternaba las lecturas en su cuarto con muy dosificadas visitas a la cantina, cuando ésta se hallaba casi vacía. Doña Empera lo puso en contacto con algunas mujeres amigas suyas. Eran campesinas que bajaban de la montaña para hacer compras en la única tienda del pueblo, cuyo dueño, el turco Hakim, solía acosarlas de vez en cuando con solicitaciones premiosas y siempre mal pagadas. Ellas trataban de completar el escaso dinero que traían del rancho, con alguna pequeña ganancia extra que les permitiera adquirir algún adorno de fantasía o unos metros de tela. Los amigos de la ciega eran la fuente más segura y discreta para tales operaciones. No conseguía Maqroll recordar ni siquiera el nombre de alguna de esas fugaces compañeras de una noche. Las reconocía, a veces, por el olor de la piel o por las historias, siempre las mismas, con las que llenaban los intervalos entre cada episodio amoroso. Se trataba en éstos de seguir un proceso semejante al de los alquimistas, destinado a conservar algunas zonas imprescindibles de su nostalgia, sin permitir que se impregnasen del presente sin rostro, ni perdiesen la virtud de salvarlo del lento deslizarse hacia la nada cuya certeza lo atormentaba a menudo.

Una de las ventanas del cuarto daba hasta el piso y abría a un tambaleante balcón de guadua suspendido sobre la corriente. Allí pasaba el Gaviero muchas horas, recostado sobre el barandal, contemplando el curso siempre cambiante, siempre sorpresivo, de las pardas aguas sin memoria. En la orilla opuesta se divisaban los extensos campos sembrados de algodón, alternando con las parcelas de caña de azúcar. El tono acerado y oscuro de éstas contrastaba con los blancos copos de una nieve inconcebible, imprimiendo al paisaje un carácter de vaga pesadilla. La cordillera se erguía al fondo, imponente, con sus picos por los que cruzaba la niebla en velos vertiginosos o caía la lluvia en densos telones que se instalaban durante varias horas. A menudo, por las tardes, era posible, después de la lluvia, contemplar el borde, destacado y sobrecogedor de las cimas más altas, del páramo inalcanzable y señero. Era un paisaje ordenado, soñoliento y denso, que se ajustaba al ritmo perezoso de las aguas oxidadas y espesas de la gran corriente que descendía hacia el mar en un silencio apenas perturbado por el borboteo de los remolinos surgidos alrededor de las grandes lajas de pizarra que aparecían de vez en cuando en la superficie. Maqroll podía pasar muchas horas embebido en el desfile ceremonial que se disolvía al llegar la noche, acompañada del febril coro de los grillos y del chillido de los murciélagos que pasaban en precipitado vuelo rasante por sobre la corriente y los tejados de las casas.

La Plata era un caserío semejante a todos los demás que agonizaban al pie del gran río, sin razón ni propósito definido en su existir anodino y monótono. Unas cuantas casas con techo de palma. El puesto del ejército y la tienda de Hakim con techos de zinc, pintados el primero de un color gris rata y el del turco de un fresa rabioso y gratuito. El Gaviero había comenzado a entrar en una beatífica serenidad, que, en el fondo, le preocupaba por sentirla extraña a su inagotable ansiedad ambulatoria. La ausencia de ésta última podía estar indicándole un cambio radical de su ser, al que, al principio, se negó a acostumbrarse. Siempre había sentido temor por tal clase de mudanzas que, en forma un tanto difícil de precisar, se le antojaban como un anuncio de aciagas consecuencias, como una caída del telón para la que nunca creía estar suficientemente preparado. De éstas meditaciones en el balcón y de sus apacibles lecturas, vino a sacarlo bruscamente la noticia de un proyecto de construcción ferroviaria a lo largo de la cuchilla del Tambo, uno de los lugares más altos e inhóspitos de la cordillera. Cada mañana la podía divisar desde el balcón de su cuarto, envuelta casi todo el año por un impenetrable manto de niebla. Se la había señalado doña Empera, que le relató sobre el paraje inconcebibles historias llenas de una violencia demente que le dejaban el malestar de un sombrío pronóstico indefinible.

El encuentro de Maqroll con la empresa ferroviaria en la cuchilla del Tambo, nació por obra de un azar idiomático y de una reacción de nostalgia á rebours. Habían transcurrido varios meses desde su instalación en casa de doña Empera. Sus relaciones con la dueña habían llegado a ser, más que amistosas, familiares. Resultó de una inteligencia fuera de lo común y acabó tomándole a su huésped un afecto con ciertos visos maternales en el que había una no escasa dosis de curiosidad por alguien cuya vida iba conociendo en largas conversaciones a la hora de las comidas y por noticias recibidas antes de la llegada del Gaviero y que ella guardaba celosamente. A éste le desazonaba el sigilo de la ciega para ocultar tales informes. Sólo alcanzó a saber que se referían a una época en que él vivió en un lugar del páramo, al pie de la carretera. Eso bastaba para atizar aún más su curiosidad, pero doña Empera mantenía un riguroso silencio al respecto.

Maqroll vivía de una módica cantidad que le giraba un banco de Trieste, con puntualidad sujeta a las más inesperadas y absurdas irregularidades del correo. Los giros los cambiaba en la tienda de Hakim, quien accedió a hacerlo merced a la intercesión de la dueña que tenía sobre él un misterioso ascendiente. Doña Empera, desde un principio, mostró la mayor comprensión y paciencia por las demoras que el caos postal imponía al pago de la pensión. No pasó mucho tiempo antes de que ofreciera a su huésped pequeñas sumas en préstamo para cubrir sus gastos más inmediatos y algunas cuentas que solían quedar pendientes con el mismo Hakim y en la cantina. Los transitorios amoríos del Gaviero eran la causa de las primeras y el apremiante afán de olvido que le acosaba por épocas, era la razón de las segundas. A la cantina solía, en efecto, acudir pensando que el brandy le haría más llevaderos los accesos de hastío causados, en buena parte, por la Constatación del paso de los años sobre sus cansados huesos de nómada irredento. Estas crisis, como era previsible, desembocaban en fantasías, cada vez mas concretas, sobre lo que podría ser el final de sus días y estaban siempre acompañadas de una también cada vez más radical liquidación de las endebles razones que lo sostenían para seguir viviendo. Las incursiones a la cantina le ocupaban largas horas y se cumplían en una rutina de silencio y marginación que, tanto el cantinero como los parroquianos, aprendieron a respetar desde la primera visita de Maqroll, cuando fue a sentarse parsimoniosamente en la mesa más apartada, en un rincón del fondo y pidió un brandy doble. No importaba que la victrola atronara con música que el Gaviero parecía no escuchar. Las copas de brandy se sucedían regularmente, a medida que sus ojos, imprecisos y opacos, se perdían en un atónito paisaje interior, inasible para los presentes. Para él, de una familiaridad devastadora. Así transcurrían las horas. Entrada la noche, pedía la cuenta que pagaba, o bien en efectivo, si había recibido el giro de Trieste, o bien firmando el vale con los amplios trazos de su letra clara pero ligeramente infantil. Doña Empera, sin mencionárselo, había conseguido con el dueño de la cantina esta deferencia para con su huésped.

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