– Yo sí volví, doña Empera. No quedó nada en pie.
– Flor Estévez -continuó la ciega- se fue a buscar la vida como pudo. En todas partes preguntaba por usted. En el puerto grande, en el estuario, instaló una casa de costura donde arreglaban vestidos para fiesta y ropa de novia. Poco a poco cambió el negocio de giro y la policía comenzó a molestar. Flor vendió todo y empezó a subir por el río de puerto en puerto. Cuando llegó aquí, las fiebres la traían agotada. No tenía un centavo. Durante un tiempo vivió conmigo y me ayudaba en la pensión. Nos hicimos muy amigas. Por la mañana yo le desenredaba el pelo, que tenía muy alborotado pero muy hermoso. Se curó del paludismo y volvió a ser muy solicitada. Por fin se la llevó un capitán de un barco de los que trabajan para la compañía petrolera. No volví a saber de ella. No se imagina cuántas veces me repetía que lo único que le atormentaba en la vida era que usted pensara que lo había abandonado y ya no lo quería. "Me moriré con esa cruz encima -decía-. ¡Si pudiera verlo algún día; así fuera un momento". Ahora usted lo sabe y ella, si no ha muerto, sigue arrastrando esa pena sin remedio.
Maqroll no supo qué decir. Más bien, se dio cuenta de que nada podía agregar. La noche ya se había echado encima. Conversaron otro rato, los dos con la mente puesta en la partida y esa sensación que dejan las despedidas cuando todo se precipita, de pronto, hacia el pasado y se vacía el presente de sentido. Por fin, doña Empera le dijo:
– Ya es hora de zarpar. Vaya con mucho cuidado. Aquí se le recordará siempre con mucho cariño. Lástima que no terminamos los libros que me leía. Por las noches suelo conversar con san Francisco. No sabe cómo me acompaña. Es un regalo y un recuerdo suyo que guardaré hasta que me muera. Los ciegos ajustamos así cuentas con la vida y le cobramos nuestra oscuridad recordando a quienes queremos. No es tan malo ser ciego, ¿sabe? No creo que sea mucho lo que hay que ver. ¿Usted qué opina?
– Que tiene razón, doña Empera -contestó conmovido el Gaviero-. En verdad no es mucho lo que hay que ver y lo poco que pueda haber es mejor, a veces, olvidarlo.
Se puso de pie y se acercó a la ciega que se había incorporado para abrazarlo. La mujer lo estrechó en silencio, sin lágrimas, sin sollozos. Ella, que todo lo sabía, sintió que de sus brazos se alejaba un hombre que le estaba diciendo adiós a la vida.
Maqroll bajó al muelle donde lo esperaba Tomasito. Nacho se había empeñado en llevarle la maleta hasta el planchón. Ya estaba el motor en marcha, ronroneando con sus toses intermitentes, síntoma de su mucha edad, sus composturas provisionales y sus efímeros ajustes. Cuando Maqroll se despidió del anciano, creyó notar en sus ojos una fugaz chispa de calurosa simpatía. Nacho, con la cara seria y el pelo peinado cuidadosamente, lucía las nuevas ropas que doña Empera le había dado. El Gaviero le acarició la mejilla y saltó al planchón sin pronunciar palabra. El niño tenía los ojos húmedos. Maqroll pensó en Amparo María, en su porte de maja andaluza. El viejo dio con el pie un empujón a la barcaza que partió a media marcha, hacia el centro de la corriente. Dejándose llevar por ésta, el planchón se internó en la noche como si entrase en un mundo letal y desconocido, el Gaviero, sin volverse, hizo un gesto de adiós con la mano. Recostado contra la barra del timón, tenía el aspecto de un cansado Caronte vencido por el peso de sus recuerdos, partiendo en busca del reposo que durante tanto tiempo había procurado y a cambio del cual nada tuviera que pagar.
APÉNDICE
Varias son las versiones que corren sobre el fin de los días del Gaviero. La más antigua de ellas lleva un titulo demasiado pretensioso como para que podamos concederle la menor fe, y reza como sigue: "Se hace un recuento de ciertas visiones memorables de Maqroll el Gaviero, de algunas de sus experiencias en varios de sus viajes y se catalogan algunos de sus objetos más familiares y antiguos". [1]
La muerte de Maqroll que se narra en dicho opúsculo, a todas luces apócrifo, está demasiado teñida de literatura como para que pueda ser creíble. Más adelante, en un trozo de prosa un tanto más verosímil, algunos han creído ver una descripción de la muerte de nuestro amigo. El fragmento en cuestión se titula "Morada" y aparece en una Reseña de los Hospitales de Ultramar,
libro hoy casi inencontrable. Finalmente, la versión que más parece ajustarse a una realidad conforme con ciertas circunstancias narradas en Un bel morir y que en seguida transcribiremos, ha sido objetada, como merecedora de las mayores reservas por amigos y compañeros del Gaviero como Ludwig Zeller, Enrique Molina y Gonzalo Rojas. Este último amenazó, inclusive, con acudir a los tribunales para impugnar la desaparición de su viejo camarada y cómplice de muchas fechorías más báquicas y amatorias que de otra índole. Con estas salvedades, cuya autoridad estamos muy lejos de discutir, transcribimos el testimonio en cuestión que apareció hace algunos años en un libro titulado Caravansary,
en el que se recogen otras experiencias de Maqroll, éstas sí dignas de toda credibilidad. El documento, escrito en versículos un tanto más amplios que lo acostumbrado, se titula "En los Esteros" y dice como sigue:
"Antes de internarse en los esteros, fue para el Gaviero la ocasión de hacer reseña de algunos momentos de su vida, de los cuales había manado, con regular y gozosa constancia, la razón de sus días, la secuencia de motivos que venciera siempre al manso llamado de la muerte.
"Bajaban por el río en una barcaza oxidada, un planchón que sirvió de antaño para llevar fuel-oil a las tierras altas y había sido retirado de servicio hacía muchos años. Un motor diesel empujaba con asmático esfuerzo la embarcación, en medio de un estruendo de metales en desbocado desastre.
"Eran cuatro los viajeros del planchón. Venían alimentándose de frutas, muchas de ellas aún sin madurar, recogidas en la orilla, cuando atracaban para componer alguna avería de la infernal maquinaria. En ocasiones, acudían también a la carne de los animales que flotaban, ahogados, en la superficie lodosa de la corriente.
"Dos de los viajeros murieron entre sordas convulsiones, después de haber devorado una rata de agua que los miró, cuando le daban muerte, con la ira fija de sus ojos desorbitados. Dos carbunclos en demente incandescencia ante la muerte inexplicable y laboriosa.
"Quedó, pues, el Gaviero, en compañía de una mujer que, herida en una riña de burdel, había subido en uno de los puertos del interior. Tenía las ropas rasgadas y una oscura melena en donde la sangre se había secado a trechos, aplastando los cabellos. Toda ella despedía un aroma agridulce, entre frutal y felino. Las heridas de la hembra sanaron fácilmente, pero la malaria la dejó tendida en una hamaca colgada de los soportes metálicos de un precario techo de zinc que protegía el timón y los mandos del motor. No supo el Gaviero si el cuerpo de la enferma temblaba a causa de los ataques de la fiebre o por obra de la vibración alarmante de la hélice.
"Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha.
"Un día, el motor calló de repente. Los metales debieron sucumbir al esfuerzo sin concierto a que habían estado sometidos desde hacía quién sabe cuántos años. Un gran silencio descendió sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchón y el tenue quejido de la enferma arrullaron al Gaviero en la somnolencia de los trópicos.