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Maqroll no pudo entender a ciencia cierta a qué se refería el oficial. Pero su escueta manera de plantear el asunto le hizo correr un escalofrío por la espalda. Pensó que lo necesitaban muerto y no allí creando una confusión innecesaria. Apenas consiguió alzar los hombros, como disculpándose de seguir aún con vida.

– Va a salir vivo. No hay remedio. Pero no se meta más en problemas y desaparezca de aquí. Entre más pronto mejor. -El capitán comenzó a guardar en una carpeta todos los papeles que había estado examinando mientras hablaba con el detenido.

– ¿Esto quiere decir que estoy libre? -preguntó Maqroll con incredulidad que tenía algo de patético y de infantil.

– Si, señor. Eso quiere decir que está libre desde este momento y que debe salir de La Plata ahora mismo, si es posible. Su planchón lo espera en el desembarcadero. Trate de alejarse de esta zona, que se halla bajo control militar. Si lo agarran en otro puesto, más abajo, nada podemos hacer nosotros. Ellos no van a

esperar comunicaciones del Medio Oriente, ¿sabe?, no es su estilo. ¿Está claro?

– Sí capitán. Entendí perfectamente -contestó el Gaviero, tratando de ocultar el eufórico alivio que lo invadía-. Pero preferiría esperar a que cayera la noche para partir. Pienso que es más seguro. No creo que tenga inconveniente, ¿verdad?

– Ninguno. Proceda como quiera -repuso Ariza en forma cortante y queriendo dar fin a la entrevista-. Ahí está su lanchón. Aquí tiene un salvoconducto para circular en nuestra zona. Ojalá le sirva. Las cosas están muy revueltas. Parta tan pronto caiga la noche y ojalá nunca nos volvamos a ver. -El capitán le alargó un papel con su firma y un sello de la comandancia del puesto. Le tendió la mano para despedirse y el Gaviero se la estrechó. Se dirigió a la puerta y, cuando la iba a abrir, se volvió para preguntar a Ariza:

– ¿Puedo saber algo?

– Sí. Dígame -repuso Ariza impaciente.

– Si no llega el parte del capitán Segura, ni la embajada del Líbano se hubiera interesado por mi suerte, ¿qué habría sido de mí?

– ¿De usted? -una risa se quedó atorada en la garganta del oficial-. ¡Hombre!, usted estaba muerto hace rato. Váyase tranquilo y recuerde lo que le dije:

ándese con cuidado, estas tierras no son para gente como usted.

Maqroll fue a la celda para recoger sus cosas, ya sin la compañía de ningún guardia. Mientras metía sus ropas y enseres en la mochila de doña Empera pensaba en su amigo y compañero de viejas andanzas, Abdul Bashur. Desde la eternidad, después de su muerte en un accidente de avión en Funchal, seguía ocupándose de él por intermedio de familiares y amigos dispersos por los cuatro puntos cardinales. No pasaba día sin que Maqroll lo recordara con ternura y nostalgia irremediables. Ahora, una vez más, le salvaba la vida. Un sollozo se demoró en su pecho. Recobró con esfuerzo la serenidad y salió del puesto militar ante la indiferencia de los centinelas, que antes lo vigilaban tan de cerca.

En camino hacia la pensión de la ciega, las palabras del capitán Ariza seguían sonándole en los oídos: "…estas tierras no son para gente como usted". Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en dónde terminar sus pasos. Lo mismo que ese poeta, compañero suyo de largos recorridos por cantinas y cafés de una lluviosa ciudad andina, el Gaviero podía decir: "Yo imagino un País, un borroso, un brumoso País, un encantado, un feérico País del que yo fuese ciudadano. ¿Cómo el País? ¿Dónde el País?… No en Mossul ni en Basora ni en Samarkanda. No en Kariskrona, ni en Abylund, ni en Stockholm, ni en Koebenhavn. No en Kazán, no en Cawpore, ni en Aleppo. Ni en Venezia lacustre, ni en la quimérica Istambul, ni en la Isla de Francia, ni en Tours, ni en Strafford-on-Avon, ni en Weimar, ni en Yasnaia-Poliana, ni en los Baños de Argel", y su camarada seguía evocando ciudades en las que quizás jamás había estado. -Yo, que todas las he conocido -pensaba Maqroll- y que en muchas de ellas me he topado con los más sorprendentes quiebres de esquina de la vida, salgo ahora de este caserío de mierda, sin saber muy bien por qué fui a caer en el cepo más necio entre todos los que me ha deparado el destino. Sólo me resta ya el estuario, nada más que los esteros en el delta. Eso es todo.

Doña Empera lo esperaba ansiosamente: -Qué bueno que lo dejaron libre. Nachito vino a contármelo. Lo vio salir del puesto y vino corriendo con la noticia. Lo mandé por más diesel donde el turco. Le dije que lo llevara al planchón. Es importante que salga tan pronto venga la noche, con suficiente combustible para que no tenga que parar por lo menos en tres días. No debe detenerse en los puestos donde están ahora los infantes de Marina. -La mujer pensaba en todo. Le habían caído varios años encima. Sus cabellos parecían más blancos y su espalda levemente más encorvada. Era conmovedor el pensar que, sin decir palabra, con la abismada resignación de los ciegos, ella había cargado con la incertidumbre de la suerte de su huésped en el cuartel, con la duda de si saldría de allí vivo o muerto. Había algo de maternal en esa amorosa vigilancia y también mucho de solidaria simpatía hacia un hombre cuya vida, encontrada e incierta, en nada se parecía a la suya, perdida en ese rincón de la cordillera, al pie de un río de aguas pardas y sin nadie a su vera para acompañarla.

Lo invitó a tomar café en la cocina, preparado como a él le gustaba. Las cosas del Gaviero ya estaban allí, listas para llevarlas al río. Sólo faltaba agregar lo que traía en la mochila. Cuando Nacho regresara del embarcadero, se encargaría de reunirlo todo y bajarlo al planchón. Allá cuidaba Tomasito, esperando para despedirse de Maqroll y dando los últimos toques al motor. Frente a sendas tazas esmaltadas llenas de café oscuro y humeante que despedía un aroma recio, casi selvático, la mujer empezó a relatarle al Gaviero algo que venía reservándose desde el momento en que lo conoció.

– Hay algo -le dijo- que he querido contarle desde hace mucho tiempo. No quise hacerlo antes porque hubiera sido agregarle una preocupación y una amargura más a las que ya tenía encima con las benditas mulas y la carga esa del demonio. Ahora ha llegado el momento de que lo sepa: Flor Estévez estuvo aquí en años pasados. Se quedó en esta casa y fuimos muy amigas.

Un sordo golpe, allá adentro, en pleno pecho, dejó por un momento al Gaviero sin aliento. Jamás, ni un solo instante, había olvidado a esa mujer que lo acogió en el páramo, en " La Nieve del Almirante", su tienducha al pie de la carretera, a donde él había llegado con una pierna a punto de gangrenarse por la picadura de una araña del Okuriare. Su oscura cabellera en desorden, su manera silenciosa, intensa, casi religiosa y algo vegetal de hacer el amor; sus grandes iras, que todo lo devastaban a su alrededor y su ternura obediente para tornar a poner todo en su sitio. Flor Estévez; cómo podía olvidarla. Al regresar de su recorrido por el Xurandó, subió a buscarla y nada había encontrado. Sólo la tienda en ruinas, abandonada. El camionero que lo llevó hasta la parte más alta de la carretera, donde vivía Flor, le mencionó algo de la quebrada de la Osa. Allá fue y no encontró a Flor por ninguna parte. Hasta ropa de mujer había acabado vendiendo en un vado del río, en espera de que algún día ella pasara por allí. Y ahora, aquí, de repente, aparecía su huella como por milagro. Con palabras ahogadas en la tristeza sin alivio, le preguntó a la ciega qué más sabía de su amiga.

– Hablaba mucho de usted -le comentó doña Empera-. Por eso, cuando lo vi llegar, ya lo conocía como si fuéramos viejos amigos. Flor me contó que había tenido que dejar la tienda porque llegó el resguardo y le confiscaron la casa para instalar un puesto de vigilancia. Luego, parece que también los guardias dejaron el lugar. Poco después vino un invierno terrible. Los derrumbes taparon la carretera y hubo que hacer un nuevo trazado por otro sitio. Ya nadie volvió allí y todo quedó en ruinas.

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