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Con el motor a media marcha, Maqroll entró en mitad de la corriente y comenzó a descender sin prisa, mirando con afectada indiferencia hacia la orilla opuesta, como dando a entender que intentaba cruzar simplemente el río. Al pasar frente a las barcazas de la armada, de una de ellas partió una voz desde un altoparlante, instalado en el techo de la cabina de mando:

– ¿A dónde cree que va? ¡Ése, el del lanchón, regrese inmediatamente! ¡Aquí, al costado! ¡Sí, usted!

El acento terminante de la orden se extendió por el ámbito con un eco paralizante y brutal. Con la misma lentitud con la que venía navegando, el Gaviero obedeció las instrucciones y fue a colocarse al lado de la barcaza. Varios soldados lo esperaban haciéndole señas desde el borde de aquélla. Le tendieron la mano para ayudarlo a subir a bordo. Dos de ellos saltaron al planchón y lo llevaron a donde habían anclado los Catalina; río abajo, al terminar el caserío. Un sargento le indicó al Gaviero que pasara adelante. Le señaló un camarote que tenía la puerta abierta y lo siguió de cerca sin decir palabra. Cuando entró al camarote, el Gaviero vio a un oficial agachado examinando unos mapas extendidos en una mesita sostenida por un extremo a la pared. Durante algunos segundos, que le parecieron horas, el oficial siguió inclinado tomando medidas con un compás. Por fin, levantó la vista. El sargento saludó militarmente y dijo:

– Cumplida su orden, mi capitán.

Éste contestó, mientras se quitaba unos anteojos sin aro que tenía sujetos en la base de la nariz:

– Puede retirarse. -Luego se quedó mirando fijamente al recién llegado, como tratando de forzar los ojos para ver mejor. Los tenía de un color azul intenso que, con los reflejos de la luz, cambiaban a un celeste desteñido. El pelo, cortado al rape, rubio, entrecano y ya escaso en la frente, le daba un aire de ejecutivo bancario más que de militar. Mientras limpiaba las gafas con un pañuelo, en gesto puramente reflejo, se dirigió al Gaviero con voz de bajo que para nada iba con su aspecto.

– Me temo que usted es la persona que llevó hasta la cuchilla del Tambo armas automáticas y explosivos adquiridos en el mercado negro de Panamá. Su nombre es Maqroll, si no estoy mal, pero también es conocido como el Gaviero. Llegó aquí no hace mucho y creo que no todos sus papeles están en regla. ¿Estoy en lo cierto?

Había una cortesía distante en sus palabras y en sus movimientos, como si quisiera establecer una rigurosa distancia con su interlocutor. Debía ser una actitud usual en él y totalmente inconsciente, adquirida en los cursos de Estado Mayor.

– Sí, señor. Está usted en lo cierto. Pero me gustaría aclarar algo respecto a lo que menciona de las armas contestó el Gaviero con la serenidad que le daba la resignación ante algo que venía temiendo desde hacía tiempo.

– Esa aclaración, como usted la llama, no me la tiene que hacer a mí. Ya lo interrogarán, en su momento, las personas indicadas. Por ahora me limito a informarle que está detenido en virtud de las atribuciones extraordinarias que tienen las fuerzas armadas durante el estado de sitio. -Al terminar estas palabras, dichas con rutinario acento oficial, el capitán ordenó al sargento que había traído a Maqroll y que esperaba afuera del camarote:

– Llame al guardia de turno. -Al momento se oyeron unos pasos apresurados y entró un soldado que se cuadró a la entrada:

– A sus órdenes, mi capitán.

– Lleve este hombre a la comandancia. Dígale al capitán Ariza que ya le hablaré más tarde al respecto.

– Como ordene, mi capitán -contestó el soldado mientras hacía de nuevo el saludo militar.

Tomó por el brazo al prisionero y salió con él del camarote. Se dirigieron al muelle, donde estaba amarrada la barcaza, y subieron por la pequeña loma que daba al terraplén. Era un zambo corpulento con facha de jugador de fútbol, uniforme impecable y un rostro indefinido de los que jamás guarda la memoria. No soltaba del brazo al Gaviero, pero en ese gesto no había la menor violencia. Parecía más bien que deseaba orientarlo hacia un lugar que el detenido desconocía. Llegaron a las instalaciones del puesto militar, que el Gaviero siempre había visto cerradas. Ahora mostraban una animación sorprendente que le hizo pensar en un hormiguero. Soldados y oficiales entraban y salían. Se escuchaban órdenes en voz perentoria, en medio del entrechocar de las armas y el traslado de muebles y enseres de un lugar a otro del edificio. Todo iba encontrando su lugar a un ritmo acelerado y exacto. Había en esto una demostración de eficiencia y disciplina que imponía temor y respeto. En el aire flotaba un olor a fusil que acaban de aceitar, a salón de clases con esa mezcla de madera de lápiz recién tajado y de sudor rancio.

El guardia condujo al Gaviero a la oficina del capitán Ariza. Este era un hombre moreno, retacón, con bigotico de galán del cine mexicano de los años cuarenta. Vestía una reluciente guayabera blanca y pantalón beige. En la solapa traía un imperceptible botón con delgadas franjas naranja y verde pistache. -Inteligencia Militar -se dijo el Gaviero-, ahora comienza el baile.

Ariza escuchó el recado transmitido por el guardia y asintió con la cabeza sin decir palabra. Se llevó la mano a la frente, esbozando un saludo militar y le hizo seña de que podía retirarse. Luego salió a la puerta y llamó a alguien por su apellido. Un teniente, también vestido de civil y con las mismas prendas de Ariza, entró y fue a ponerse a su lado para escuchar una orden murmurada al oído. El recién llegado asintió con la cabeza y acercándose a Maqroll, le dijo no sin cierta cortesía:

– Venga conmigo, por favor.

Maqroll lo siguió sin despedirse de Ariza. La impersonal deferencia del que lo llevaba por entre corredores y oficinas en plena actividad, le llamaba la atención. Ese “por favor" le seguía sonando en los oídos. Era el signo de que ya no se hallaba entre militares de tipo convencional. Así estuvieran al servicio del ejército, los métodos y el lenguaje eran de policías, de cualquier policía de no importa qué lugar de la tierra. Esta constatación no dejó de producir un relativo alivio. Casi podía anticipar lo que le esperaba. Sólo le quedaba el fastidio de tener que jugar al ratón con el gato astuto e incansable y tratar de salir con vida de entre sus garras. Pero esto no era imposible y estaba listo para comenzar la partida.

Atravesaron un patio en donde algunos infantes de Marina montaban media docena de ametralladoras. Trabajaban al sol y en silencio. Manchas de sudor iban creciendo bajo sus axilas y en el pecho, oscureciendo el uniforme de drill color gris. Maqroll y su guía se internaron por un corredor iluminado con focos de gran potencia, protegidos con mallas metálicas. Pensó que debían haber puesto a funcionar una planta eléctrica propia, ya que La Plata no contaba con electricidad. Se quedaban, pues, por largo tiempo. Iban pasando junto a puertas que se abrían y cerraban para dar paso a oficiales y ordenanzas que, de un lado para otro, llevaban papeles y carpetas con documentos. Cuando llegaron al fondo del pasillo, el oficial se detuvo ante una puerta metálica con pasadores cilíndricos y, en el centro, una estrecha mirilla enrejada. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y, tras de probar varias, halló la que abría la pesada compuerta. Hizo al Gaviero seña de pasar adelante y entró tras él cerrando de nuevo. Se trataba de una celda a la que daban luz dos delgadas ventanas, casi pegadas al techo, protegidas por gruesos barrotes. El piso era de baldosas color azul claro que también cubrían las paredes a una altura de casi tres metros. En el centro había una especie de mesa de cemento, con una estrecha canal en el centro. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante y recordaba un lavadero de ropa, pero más alargado. Al pie estaban el colchón de su cama de guadua y la mochila que traía en la barcaza. En una esquina del cuarto había dos lavabos gemelos con jabón y toallas colgadas a un lado. En la otra, cubierto por una precaria cortina que no alcanzaba a cubrirlo, un escusado. El tanque del mismo estaba colocado a la altura del techo y era inalcanzable, así se subiera uno en la taza para intentarlo. El oficial le ordenó que se quitara los zapatos y el cinturón. El Gaviero se despojó de ellos y se los entregó en silencio.

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