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– Si quiere mujeres no tiene más remedio que atendernos. Lo sabe muy bien. -El comentario de doña Empera no necesitaba mayores explicaciones.

Colocaron el acumulador y llenaron el tanque de combustible. Después de varios intentos, el motor se puso en marcha.

– Hay que regularlo. Así no va a ir muy lejos -comentó el Gaviero.

El viejo estuvo de acuerdo y empezaron a trabajar bajo un sol de justicia. Cuando consiguieron poner el motor a tiempo, Maqroll se dio cuenta de que la hélice no estaba balanceada. Tampoco así era posible partir río abajo ni controlar la embarcación en los trayectos en donde el agua estaba muy baja. Tomasito dijo que tenía una hélice de repuesto, pero también estaba en casa de doña Empera. Fueron por ella. Cuando lograron colocarla, se había venido la noche encima con la rapidez con la que llega en los trópicos. El Gaviero partió a casa de doña Empera para reunir sus pocas pertenencias. Al acercarse, oyó voces en la cocina y, por el tono, se dio cuenta de que se trataba de algo grave. Al entrar vio a un muchacho sentado en un asiento de esterilla, con los ojos desorbitados y temblando como con un ataque de malaria. Tenía la camisa manchada de sangre, al igual que los brazos y las rodillas. Doña Empera, sentada en su silla, tenía la cara vuelta hacia el muchacho. Una palidez marmórea le había detenido el rostro en una expresión de pavor como sólo los ciegos pueden tener en las tinieblas de su impotencia. El Gaviero preguntó qué sucedía. La ciega sólo pudo pronunciar algunas palabras con dificultad:

– Es Nachito, primo de Amparo María. Allá arriba… en el monte… todos. Habla, hijo, cuéntale al señor. Aquí no te va a pasar nada. Dile… -Era evidente que el pobre no conseguía pronunciar una frase completa. La ciega le contó a Maqroll que, por lo que había entendido a medias, el muchacho traía muy malas noticias. Un poco más serena por la presencia del Gaviero, consiguió, al rato, tranquilizar un poco al niño hasta que su llanto fue apenas perceptible. Las lágrimas le escurrían por las mejillas e iban a caer en la camisa destiñendo la sangre ya seca.

El relato del chico duró casi una hora. Volvía sobre ciertos detalles y, de pronto, temblaba de nuevo y se le cortaba la voz. Don Aníbal y su gente habían sido sorprendidos en medio del bosque. Gente emboscada, al parecer con fusiles automáticos de los usados por los contrabandistas, les disparó una ráfaga tras otra hasta que todos quedaron tendidos en medio de la sangre. Después de las primeras ráfagas aún se escuchaban gritos de mujeres y de niños que seguían con vida. Una última descarga, más cerrada que las anteriores, los silenció para siempre. Nacho se había abrazado al cuerpo de su padre, que cayó entre los primeros con el pecho destrozado. El terror paralizó al muchacho que permaneció allí varias horas inmóvil y en silencio. La agonía de su padre había sido muy corta. Sintió unos pasos apresurados perderse en lo más espeso del monte y unas voces entrecortadas y lejanas de las que nada logró entender. Horas después huyó, presa del pánico, por una brecha que solía llevarlo a La Plata. Había esperado toda la tarde en las afueras del pueblo, porque no se atrevió a llegar de día en el estado en que estaba. Ya de noche, se resolvió a tocar en casa de doña Empera a la que conocía muy bien por haber llevado y traído recados para ella.

Cuando el muchacho terminó su historia, el Gaviero lo hizo sentar a su lado. Le acarició los cabellos sin conseguir decirle una palabra. Sentía una piedad abrumadora que se concentraba en el cuerpo flacucho y endeble del chico y que iba extendiéndose, paulatinamente y con mayor dolor, a toda su gente segada con la crueldad fría y gratuita de la que sólo es capaz nuestra especie. Rostros, palabras, gestos, risas, mínimas historias familiares de los habitantes del llano de los Álvarez, se agolparon en su memoria. La bestialidad de esa masacre sin objeto le era imposible de entender, de aceptar. El dolor que esto le producía llegó, en su intensidad, a ser físico. Pasó a su cuerpo como una punzada creciente que lo derrumbaba. La ciega se llevó a Nacho para cambiarle de ropa y lavar la sangre seca que tenía por todo el cuerpo. Lo acostó junto a ella, en una pequeña hamaca en donde solía dormir el chico cuando le sorprendía la noche en La Plata.

Durante varias horas trató Maqroll de tomar una decisión. Era impensable partir en esas circunstancias. Esperaría hasta la mañana siguiente, cuando doña Empera se hubiera repuesto un poco. De nuevo giraban a su alrededor las presencias amigas de la gente sacrificada en el monte: Amparo María y su aire de maja de Goya, su amor sin dueño ni salida; don Aníbal Álvarez, hidalgo en sus tierras, leal y justo con sus amigos, fatalista y resignado como el caballero del Verde Gabán; el Zuro, inteligente, fiel, arisco e independiente y de recursos inagotables en el páramo. Y tantos otros rostros sin nombre, de gente hospitalaria y amable: masacrados, todos, por manos anónimas cuya costumbre de matar se había convertido en la única razón de existir. Chacales dementes, listos a recibir órdenes de quienes mueven allá arriba los hilos de una codicia implacable. Allí, tendido, Maqroll supo que su desesperación iría en aumento. Prefirió llevar la silla al balcón y quedarse mirando correr el río indiferente a la milenaria torpeza de los hombres, a su desventurada vocación de sacrificio. El silencio era perturbado, de pronto, por el chillido de algún ave desviada de su ruta, o el sonido del agua girando en los remolinos de la corriente. Sólo las estrellas trataban de penetrar en vano la espesa tiniebla del paisaje. La luna se había ocultado hacía mucho rato. Algo pesaroso y fúnebre flotaba en el ambiente. O, tal vez, el ánimo del Gaviero trasladaba al nocturno escenario el sabor de muerte y destrucción que se anudaba en su garganta. Antes de que aparecieran las primeras luces del alba, regresó a la cama para tratar de dormir un poco. Le esperaba el primer tramo de navegación río abajo, sembrado de peligros y riesgos encubiertos e imprevisibles.

Dormía profundamente, cuando un estruendo de motores pasó con furia desbocada por encima del techo de la casa. Quedó sentado en el jergón, presa de un pánico súbito. Logró sobreponerse y corrió al balcón para ver de qué se trataba. En ese instante acuatizaban, uno tras otro, dos hidroaviones Catalina pintados de color gris, con las insignias de la Infantería de Marina en las alas. En el desembarcadero estaban amarradas dos grandes barcazas del mismo cuerpo, de las que descendían, en fila ordenada y silenciosa, infantes de marina con uniforme gris de campaña y casco del mismo color. Los oficiales controlaban el descenso de la tropa e impartían órdenes en voces breves y tajantes. Los aviones amarraron al lado de las barcazas. Al abrir las portezuelas, descendieron oficiales de diferentes servicios: médicos con el uniforme de sanidad, capitanes de intendencia con portafolios y máquinas de escribir portátiles, hombres de la Inteligencia Militar, inconfundibles en su traje de civil consistente en guayabera blanca y pantalones beige claro. Al instante supo el Gaviero que su plan de partir esa mañana se iba a pique. Sin embargo, resolvió intentarlo. Reunió algunas pocas cosas y las guardó en una mochila que le había dado doña Empera. En un mudo y estrecho abrazo se despidió de la dueña de la casa que repetía como sonámbula:

– Apúrese, por Dios, apúrese. -Le daba bendiciones musitando ensalmos, invocando santos y santas en una abigarrada mezcla incomprensible. Maqroll dejó en la casa la maleta con el resto de sus ropas y papeles, con recomendación a la ciega de que incinerara todo en caso de que lo mataran. Cuando llegó donde Tomasito, éste lo esperaba con los ojos más desorbitados y febriles que nunca:

– Váyase con cuidado, señor. Con la Marina no se juega. Esa gente viene aquí a poner orden y sabe hacerlo.

– Maqroll le entregó el dinero que habían acordado para completar el precio de la embarcación. Las mulas estaban en el establo y la ciega tenía instrucciones de entregárselas. El Gaviero tiró el morral en el fondo del planchón y saltó a éste. El motor encendió de inmediato. El viejo soltó las amarras y se despidió con un gesto de la mano que también tenía algo de bendición desesperada.

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