Que los detalles de este viaje con Ilona hubieran venido con tal fidelidad a la memoria, le confirmaba lo importante que había sido en su vida el encuentro con la bella e inteligente triestina cuyo macabro final en Panamá seguía causándole un dolor y una inconformidad con el destino que no disminuían con el paso de los años. Por el contrario, con los primeros síntomas de su entrada a la vejez, más hondamente lamentaba la ausencia de su irreemplazable compañera y regocijada cómplice de andanzas. La virtud lenitiva de estos recuerdos del pasado, evocados por Maqroll en un presente que se ofrecía por demás azaroso, se esfumó bien pronto. Amparo María apareció en La Plata poco tiempo después. Allí estaba, con sus grandes ojos oscuros más abiertos y sobresaltados que nunca, su andar cauteloso y felino que hacía más evidente el quiebre de la cintura, su porte altanero que no lograba disimular, más bien al contrario, la escueta pobreza del oscuro traje de percal que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. El Gaviero conocía la condición en extremo humilde de la muchacha, pero siempre le tomaba por sorpresa el contraste de aquélla con el altivo garbo de Amparo María y sus gestos de reina en el exilio. Esta disparidad le causaba una aguda excitación erótica. Era como si el efecto hubiera sido preparado por ella con un sentido refinado y decadente del que, desde luego, la joven carecía.
Amparo María le explicó que no pudo venir en la fecha prevista porque don Aníbal había dado orden de emprender ciertos preparativos para, eventualmente, abandonar la finca. Todo se hacia dentro del mayor sigilo. Habían subido varias veces al monte para almacenar, en sitios previamente dispuestos, comida, ropa, aperos y otras cosas indispensables para una jornada larga e incierta. La muchacha lucía más delgada y morena. El trabajo debió ser intenso y agotador. Pero, más que cansancio, lo que se notaba en ella era un perpetuo estado de alerta, que hacía aún más pausados sus movimientos y más acelerada y ansiosa su respiración. Cerraron la puerta, ella se quitó la ropa y fue a tenderse al lado del Gaviero. Permanecieron un buen rato en silencio. El admiraba las proporciones góticas de ese cuerpo que le recordaba algunos ángeles en éxtasis del Greco y formas femeninas entrevistas en sombríos rincones de Argel o de Damasco. En silencio hicieron el amor con una lentitud ritual, como celebrando un conjuro de tiempos muy antiguos, como en ese poema de un amigo del Gaviero que evocaba una cortesana fenicia del templo: "Quedeshím, Quedeshót". No era la primera vez que esas estrofas visionarias, para él tan familiares y reveladoras, venían a dar nombre a un instante de su vida consumido en el vórtice del placer.
Amparo María se quedó con el Gaviero dos días más. No salía de la habitación sino para comer en la cocina con la ciega. Hablaba poco, menos que antes. Mostraba una condescendencia y una ternura que el Gaviero sentía como premonitorias de una separación inevitable. El arribo del barco continuaba retrasándose, lo que inquietaba a Maqroll porque, hasta ahora, siempre había llegado el día previsto. Amparo María regresó al llano de los Álvarez una mañana de lluvia. Al despedirse de su amigo, las lágrimas corrían por sus mejillas morenas y tersas, ceñidas a los altos pómulos y al diseño firme pero delicado de ese rostro que inquietaba al Gaviero. Quedaron en verse cuando pasara Maqroll por el llano, en su próximo viaje. -Te esperaré en el camino. Siempre te veo cuando vas subiendo, mucho antes de que llegues a la casa. Ten cuidado aquí. Ya sabes. -La muchacha sabía, entonces, más de lo que aparentaba. Era de esperarse, dada su amistad con la ciega y la confianza que le tenían en la hacienda. Esa discreción, madura y contenida, estaba en armonía con la natural altivez de su belleza. En esto, también, estaba emparentada con mujeres como Ilona o Flor Estévez, tan decisivas en la vida del Gaviero quien, al constatar este parentesco, sintió crecer en su interior una punzante nostalgia de los años en que le había sido dado disfrutar plenamente de la compañía y del solidario fervor de esas mujeres excepcionales en su vida errante y contraria.
Una madrugada lo despertó el sordo pitazo del barco que se acercaba al muelle. Estuvo todavía un rato en la cama, como tratando de aplazar el momento de enfrentar la realidad hostil que le esperaba. Cuando resolvió bajar al río, el calor estaba en su apogeo. Ya habían descargado casi todo lo que traía el barco para La Plata. Fue a la bodega y allí buscó entre la carga alguna caja que se pareciera a las que había transportado al Tambo. No halló nada semejante. Ya se iba, cuando el bodeguero lo llamó. Era un mestizo con gorra de marino que había sido blanca tiempo atrás y ahora tenía un color indefinido mezcla de mugre y de sudor apestoso. El hombre ya lo conocía de las anteriores ocasiones en que fue a recoger el cargamento.
– ¿Busca algo, el amigo? -le preguntó con desenfado molesto.
– Lo de siempre. Algo que me haya enviado un tal Van Branden -contestó el Gaviero mirando a los ojos purulentos de su interlocutor que lo examinaban con malicia y desconfianza.
– ¿Van Branden? Ah, sí, claro. Aquí hay dos cajas para usted. Las bajaron primero que todo y están aquí, a la sombra. Hay que protegerlas del sol. ¿Sabe? Son para el ferrocarril, ¿verdad? Claro, claro. Pase, pase. Allá están -dijo señalando dos cajas que se distinguían en el fondo del almacén. Cada palabra destilaba una doble intención cargada de oculto sentido. Maqroll fue a recoger las dos cajas que no pesaban mucho. Además de la armazón de madera, estaban envueltas en un papel metálico con marcas de color minio que, en algunas partes, habían sido cubiertas con pintura negra. El hombre de la bodega no le entregó recibo alguno y se limitó a decirle:
– Manéjelas con cuidado. Deben estar a la sombra y no recibir ningún golpe. Dice aquí que se entreguen a la mayor brevedad a los destinatarios en la cuchilla del Tambo. Así que ya sabe. Buen viaje. -Todo comenzaba a filtrarse con una celeridad alarmante. Era seguro que el hombre estaba al tanto de toda la farsa del ferrocarril y quién sabe de qué más detalles relacionados con la carga consignada a la cuchilla.
El Gaviero resolvió llevar él mismo las dos cajas y no quiso aceptar la ayuda de los muchachos que solían rondar por el muelle cuando arribaba un barco. Desde el primer instante en que las vio, se dio cuenta del contenido. Se había familiarizado con los explosivos en la mina de Cocora, donde tuvo que manejarlos durante más de un año, bregando por sacar algo de los ciegos socavones ya agotados. A pesar de que habían tratado de borrar los letreros, la envoltura y algunas instrucciones sobre el manejo de las cajas, indicaban a las claras que se trataba de TNT. Cada una debía contener, al menos, doce cartuchos cubiertos con su gelatina protectora y la correspondiente cantidad de fulminantes guardados, a su vez, en un pequeño recipiente de cartón. Pensó que tendría gracia que una mula, en el paso de los precipicios, golpeara una de esas cajas contra los salientes de roca de las paredes cortadas a pico y que apenas dejan paso para los animales. Pero, en verdad, a pesar del nuevo riesgo que venía a agregarse a los ya conocidos, en el fondo sentía una cierta indiferencia, un alivio de saber ya, con certeza, lo que tendría que cargar en su último viaje y en qué consistía ese infundio del ferrocarril. Así, todo aclarado, sentía el ánimo ligero y hasta un cierto gusto en aceptar el desafío. Una serenidad de jugador que cuida sus fichas, se instaló en él y vino a renovar su gusto por la aventura, perdido en la maraña de embustes y chapucerías en la que se había sentido atrapado por obra del tal Van Branden o Brandon, que para el caso daba igual. Por cierto que todos los indicios llevaban a creer que el infeliz debía estar ya ad patres.
Amparo María le había dicho que el Zuro no podría acompañarlo en el primer trayecto del viaje, desde La Plata al llano de los Álvarez, porque don Aníbal le encargó supervisar las provisiones que se preparaban en el monte en vista a una probable huida. Pese a las indicaciones del capitán Segura, no tuvo, pues, más remedio que acudir a alguien de La Plata para que le ayudase a cargar las mulas. Doña Empera, como siempre, vino a resolverle el problema. Consiguió para esa tarea a un muchacho, retrasado mental, cuya madre era la dueña de la rústica panadería que proporcionaba a la región un pan que a Maqroll siempre le pareció incomible. El muchacho se dedicaba a hacer mandados en el caserío, a pesar de expresarse con dificultad. No era fácil entender sus recados emitidos entre una lluvia de saliva y una oscilación de la cabeza que terminaba por marear a quien lo escuchaba. Como es común en tales casos, el infeliz tenía una fuerza muscular sorprendente y gracias a ella lo respetaban en La Plata, donde hasta los más broncos estibadores del muelle le temían.