Finalmente, el Gaviero le hizo varias preguntas sobre Van Branden, la llegada del próximo barco y el movimiento de nueva clientela en la cantina y en la tienda de Hakim. La ciega le sugirió de nuevo con cariñosa insistencia que se limitara a cumplir con lo que Segura le había pedido. Si había algo nuevo, ella se lo comunicaría. Cuando estaba a punto de salir, regresó para entregarle dos sobres: -Ya se me estaba olvidando esto. Llegó ayer. Creo que son los giros. En efecto, eran dos giros de Trieste. Maqroll le pidió que los guardara hasta su regreso del próximo viaje al Tambo.
Al poco tiempo entró en un sueño profundo. Sentía que se iba hundiendo en un sopor grato y envolvente que manaba de algún rincón de su ser en donde aún conservaba, intacto, su apego a la vida, al mundo y a sus criaturas. Cuando despertó, ya era de noche. El río se deslizaba bajo el piso de su cuarto con un manso murmullo interrumpido por borbotones intermitentes causados por un tronco arrastrado por la corriente o algún animal que nadaba hacia la orilla en busca de su refugio nocturno. El calor se había instalado tras varios días de lluvia constante. No tenía idea de la hora. Por el silencio que reinaba en el caserío, calculó que podía haber pasado ya la medianoche. Encendió la vela y comenzó a leer el libro de Joergensen sobre el santo de Asís, abriéndolo al acaso. La callada noche de los trópicos y el sereno correr de las aguas, le ayudaron a internarse en la Umbría medieval, en su paisaje de belleza apacible y beatífica. Como le sucedía a menudo en tales circunstancias, consiguió trasladarse por entero al mundo evocado por el danés y borrar el presente con sus absurdos episodios de los que conseguía sentirse por completo ajeno, con una extrañeza no exenta de cierta hostilidad, que lo apartaba de su inoportuna constatación.
Cuando las primeras luces del alba entraron por los intersticios de la pared de bambú y barro de la habitación y los ruidos que indicaban el despertar del villorio llegaron a sus oídos, el Gaviero tornó a dormir profundamente. Al mediodía despertó bastante repuesto del cansancio del viaje. En la cocina, doña Empera le esperaba con un almuerzo frugal y el gran tazón de café fuerte que acabó de restituirlo al mundo de La Plata, pero ya sin las oscuras premoniciones, en buena parte nacidas de la fatiga y el hambre. Bajó a bañarse en un cubículo arreglado en los sótanos de la casa, frente al río, que hacía las veces de baño. Largamente disfrutó el agua lodosa que una bomba accionada a mano subía hasta el tanque de almacenamiento. Más que barro, el agua del río traía una especie de suspensión ferruginosa que le producía la ilusión de estar en un balneario de aguas medicinales. De allí la sensación salutífera y tónica que le despertaban las abluciones en casa de doña Empera. Se afeitó la barba de cuatro días, que contribuía bastante a darle ese aspecto de vagabundo derrotado que despertaba en las gentes del lugar más sospechas de las necesarias. Con una camisa limpia y un pantalón caqui planchados por Amparo María en su última visita, bajó al embarcadero para saber noticias sobre el próximo barco. Le informaron que llegaría dentro de dos días, a más tardar. Pasó a las bodegas para ver si tenían un manifiesto de la carga que esperaban. Le explicaron que el telégrafo estaba cortado, tal vez a causa de las lluvias. Pensó que podía haber otra razón, pero prefirió no hacer comentario al respecto. Subió al caserío y, al pasar por la cantina para tomar una cerveza, vio que estaba cerrada. Preguntó a varios curiosos que andaban rondando por allí a qué se debía esto y nadie supo informarle. Tuvo la impresión de que trataban de evadir la respuesta. No se advertía en la gente ni preocupación ni miedo, sólo el recelo para proporcionar un dato concreto. Como si nadie quisiera ser citado después como fuente de una noticia que era mejor ignorar.
El barco no llegó dos días después, ni Amparo María vino a verlo cuando había anunciado. Pasaba interminables horas tendido en el jergón de guadua, mirando al techo de hoja de palma y arrullado por el agua que viajaba en un susurro permanente y presuroso, bajo el piso de tablones de su habitación. Quizá por una voluntad de preservar cierta armonía interior, que estaba acostumbrado a defender a toda costa, empezaron a serle indiferentes todos los elementos de ese pequeño mundo de La Plata, sus alrededores y sus gentes, a los que veía a punto de sucumbir en un remolino de violencia y terror. Todo aquello se le aparecía como sucediendo en la lejanía, en un ámbito distante donde imperaba el caos, al margen de su propia vida, de los incidentes y recuerdos que, reunidos en un haz apretado, constituían la materia cierta e intransferible de su existencia.
Para llenar el vacío que dejaba ese extrañamiento de un presente que prefería ignorar, Maqroll ocupaba el ocio de sus días y buena parte de sus noches en la evocación del pasado. Allí, tendido, con las manos cruzadas bajo la cabeza y la mirada perdida en el diseño indescifrable y cambiante del techo, evocaba, uno tras otro, episodios que le traía la memoria, con aparente capricho pero con evidente designio de revelarle la oculta trama de su destino. De vez en cuando, un murciélago se desprendía del techo e intentaba dos o tres vuelos rasantes sobre su cabeza para luego regresar a su sitio emitiendo leves chillidos de metal mal lubricado. Entre las varias escenas que revivió durante esas horas de ocio y espera, una le llegó con particular fidelidad, como si trajera consigo una intención reveladora más acusada.
Se trataba de un viaje hecho en compañía de Ilona a Nijni Novgorod, rebautizada como Gorki, palabra que ellos jamás pronunciaban, no por inquina con el gran novelista, sino por devoción al secular nombre del prestigioso puerto fronterizo de la Santa Rusia. Iban allí para ver a un coleccionista de iconos antiguos. Les habían concedido la visa soviética, gracias a la mediación de un marchand de arte londinense que estaba interesado en adquirir algunas piezas, muy posiblemente en poder del experto ruso. Bajaron desde la ciudad de Pedro el Grande hasta Rybinsk y allí se embarcaron para remontar el Volga hasta Nijni Novgorod. El barco era un navío de poco calado pero de proporciones un tanto colosales, con tres pisos de camarotes y "todas las comodidades modernas de la navegación fluvial, comparables con las que puedan disfrutar los viajeros en cualquier otro lugar del mundo", según rezaba el folleto de propaganda que hallaron en el camarote. Era un verano de esos que se instalan en el norte de Europa y se antojan eternos, inmutables, de una inquietante transparencia. Así fue entonces: un cielo azul metálico, sin una nube, ni el menor asomo de brisa y el consecuente acoso de gruesos tábanos cuya picadura era más bien un mordisco feroz, siempre recibido por sorpresa. El ventilador del camarote estaba descompuesto, a pesar de su aspecto reluciente. Tampoco los instalados en el techo del comedor funcionaban. Sus paralizadas aspas, llenas de adornos de dudoso gusto
fin de siglo, constituían una especie de burla cruel para los agobiados comensales quienes, al intentar abrir las ventanas en busca de alguna brisa, se encontraban con la sorpresa de que el complejo picaporte estaba descompuesto, posiblemente desde el instante en que fue colocado. En un ruso más o menos fluido, Ilona se atrevió a comentar en voz lo suficientemente alta como para que el capitán, sentado algunas mesas atrás, la escuchara perfectamente: -Si la revolución no ha logrado que se pueda abrir una ventana, hay que pensar que fracasó por completo. Antes de llegar al socialismo estos pobres rusos van a morir asfixiados.
Las consecuencias de las intrépidas observaciones de su amiga no tardaron en hacerse sentir. A la siguiente comida, los platos comenzaron a llegar a la mesa después de que el resto de los viajeros habían sido servidos y, por lo tanto, todo estaba ya frío. Al camarote no hubo manera de hacer llegar ni un simple vaso con agua. Resolvieron, entonces, comprar varias botellas de vodka en la cantina del barco y emborracharse concienzudamente en su cuarto. Hacían el amor en forma ostensiblemente ruidosa y notoria. Ilona producía largos gemidos de loba en celo y Maqroll gritaba como un "hasidim" en trance, lanzando, en todos los idiomas que conocía, exclamaciones de una procacidad desorbitada. El clima de tensión causado por el espectáculo erótico-sonoro de la pareja, creó entre los pasajeros -casi todos timoratos y disciplinados funcionarios en uso de sus vacaciones- tal malestar que el capitán se vio obligado a ceder. Cuatro días después de las palabras de Ilona en el comedor, la pareja recibió en su camarote un servicio muy completo de té con pastas, mermeladas del Cáucaso de varios sabores y otras delicadezas desconocidas en el menú del barco. Más tarde, tocó a la puerta el segundo oficial, un ucraniano con pelo color maíz, tez sonrosada de comulgante y obesidad de pope. Ilona salió a abrirle envuelta en una toalla. Ruborizado hasta el cabello, el hombre transmitió como pudo la obligante invitación del capitán para que lo acompañaran esa noche a cenar en su cabina a la luz de las estrellas. Aceptaron, intrigados por lo que aquello pudiera significar. Al llegar a la cabina del capitán, a la hora indicada, se encontraron con una cena espléndida, servida en un pequeño balcón privado que daba a la cubierta de proa. Cuatro ventiladores refrescaban el aire y alejaban los tábanos. No recordaban haber comido tanto caviar beluga ni tanto salmón ahumado, rociados con vodka de la mejor calidad, servido en botellas cubiertas por un cilindro de hielo, para terminar con vino blanco georgiano a la temperatura ideal. Las relaciones se restablecieron en un ambiente de mutua cordialidad y así continuaron durante el resto del viaje. Sin embargo, el pasaje siguió mostrando hacia la pareja extranjera una hostilidad ya algo más temperada por la actitud del capitán. El hombre de Nijni Novgorod resultó ser un mediocre copista cuyas ingenuas falsificaciones no hubieran logrado engañar al más intonso comprador de Wichita Falls. Para el regreso, prefirieron el tren que los dejó en Helsinki, después de un viaje en el ferry en compañía de un nutrido grupo de turistas rusos dispuestos ansiosamente a beberse todo el vodka de Finlandia y a no perder ninguno de los pacatos espectáculos nudistas de los bares del puerto. Desde Helsinki enviaron al capitán del navío que recorría el Volga deslumbrando a los ribereños con su opulenta estructura, una tarjeta postal de un erotismo más bien insípido, en donde le agradecían sus atenciones. Oculta como es obvio, en un sobre discreto. Nunca tuvieron noticias suyas, Ilona sostenía que debió terminar en Siberia, no por la postal, es claro, sino por las opíparas cenas que ofrecía en su coqueta cabina con floreros de plata colgando de las paredes tapizadas en seda y sillones fin de siglo, forrados en un terciopelo púrpura que recordaban los muebles de Tsarskoié-Selo.