– Vamos a un rincón del monte donde nos espera alguien que tiene interés en hablar con usted. Es persona que conozco hace mucho y que me inspira plena confianza. Le adelanto algunos datos: esta persona me ha informado sobre la caída de una de sus mulas con la carga y del intento que hizo usted ayer por rescatarla. Es un accidente que le hubiera podido costar más caro. La muía desbarrancada la descubrieron por los buitres que rondaron inmediatamente alrededor del cadáver. La carga fue recogida y llevada a lugar seguro. Allí abrieron la caja, que traía doble empaque. El de madera se destrozó al rodar al abismo. Contenía un rifle ametralladora A.Z.-19, de fabricación checa. Es el arma de repetición más moderna y mortífera que se fabrica y tiene gran demanda en el mercado negro de armas. Ya sabrá más datos en un momento. La patraña del ferrocarril, si alguna duda nos quedaba aún, ha quedado descubierta. Pero el asunto no va a ser tan fácil. Yo sé que usted es ajeno por completo a toda esta operación y que fue usado, aprovechando su desconocimiento de esta tierra. Por esto y porque me inspira sincera amistad, he salido fiador de su inocencia. Creo, sin embargo, que van a pedirle cierta colaboración que facilitará su salida del berenjenal en que lo metió esa gente. Debo decirle, también que soy ajeno a todo esto y sólo me interesa la seguridad de los míos y la mía propia, como también conservar, hasta donde sea posible, esta finca en donde hemos enterrado, mis hermanos y yo, buena parte de la vida. Para eso tengo que andar con extrema cautela. La pasajera calma de que disfrutábamos por aquí, se ha terminado. El ejército ya llegó y va a correr mucha sangre. Ya sabemos cómo es eso. Trataré de salvaguardar la hacienda, pero, para ello, no estoy dispuesto a perder el pellejo. No quiero terminar como acabaron algunos de los míos. ¿A usted nadie le advirtió, cuando llegó a La Plata, que esto era un polvorín listo a explotar en cualquier momento?
– Algo pude colegir, por palabras de doña Empera y de otras personas, pero no les di mucha importancia -comentó el Gaviero-. Siempre he pensado que, en casos como éste, sólo quien quiere meterse en problemas corre peligro. En varios sitios del mundo he pasado por situaciones semejantes y mi buena estrella me ha sacado siempre de apuros. De seguro confié demasiado en ella al quedarme aquí. Pero sucede que, en el fondo, todo ha terminado por serme indiferente. Creo que he perdido facultades y me dejo llevar por la suerte. Estoy un poco cansado de tanto andar. Estos intentos en que se empeñan los hombres para cambiar el mundo, los he visto terminar siempre de dos maneras: o en sórdidas dictaduras indigestadas de ideologías simplistas, aplicadas con una retórica no menos elemental, o en fructíferos negocios que aprovechan un puñado de cínicos que se presentan siempre como personas desinteresadas y decentes empeñadas en el bienestar del país y de sus habitantes. Los muertos, los huérfanos y las viudas, se convierten, en ambos casos, en pretextos para desfiles y ceremonias tan nauseabundas como hipócritas. Sobre el dolor edifican una mentira enorme. Supe que por La Plata había pasado, años atrás, una ola de violencia terrible. No hice caso. Es seguir viviendo lo que me cuesta trabajo, no morir. La Plata me pareció lugar ideal para detener, así fuera por un tiempo, ese ir dando tumbos de un lado a otro que ya me tiene hastiado. La cama de guadua en casa de la ciega, el río que pasa por debajo y me ayuda a olvidar, ciertas noches de sobresalto cuando los recuerdos toman cuerpo y me piden cuentas, el alcohol reparador y cómplice en la cantina, al que acudo cuando la lucha conmigo mismo se hace más dura; eso es todo lo que pido a ese lugar en donde nadie me conoce ni con nadie tengo cuentas por saldar. Pero hay un ángel de la guarda diabólico que me obliga a emprender necias empresas, a participar en las de mis semejantes, mezclarme con ellos y sentirme dueño de una exigua parcela de su destino. Así caí en este cuento del ferrocarril. Cuántas veces, me repito en estos últimos días, me he cruzado con tipos como Van Branden y sus socios del Tambo, en los más diversos rincones del mundo. Resultan siempre los mismos, con idénticas astucias, usadas hasta el cansancio y sin el menor ingenio y la misma codicia de lobo apaleado, que a nadie engaña. Le confieso que, allá para mis adentros, nunca me tragué el cuento de la vía férrea y eso fue precisamente lo que me llevó a meterme en la intriga, tal vez con la secreta esperanza de satisfacer a mi siniestro ángel guardián y acabar como la mula de ayer.
– Hombre, me parece que, en eso último, está exagerando un poco -repuso don Aníbal-. Yo lo veo a usted en forma muy distinta y le confieso que he llegado a tenerle, no solamente simpatía y aprecio, sino también a disfrutar de su experiencia y de sus relatos. Para mí son como una lección. Piense que, al quedarme sembrado en estos montes, no he conocido más mundo que estas cañadas y este clima bueno para caimanes. Entiendo que esta experiencia con la gente del Tambo le haya llevado a revivir otras semejantes. Creo que todos tenemos algo de qué lamentarnos. Todo lo ve usted ahora bajo una luz sombría y derrotista. Pero yo lo he escuchado relatar episodios de su pasado vividos, seguramente, en forma muy distinta de como en este momento está viendo las cosas.
Don Aníbal era muy sincero al hacer al Gaviero ese comentario a sus palabras. Solía poner a Maqroll como ejemplo de una vida rica en episodios de apasionante interés y en sorpresas del más variado colorido. Vida opuesta por completo a la suya que se le antojaba como una insípida rutina, a menudo sin sentido. Siguieron dándole vueltas al tema. Cada uno insistía en sostener su opinión. La lluvia inclemente y las nubes aciagas que se cernían sobre el inmediato futuro de sus vidas, debían influir no poco en las negras tintas con las que, cada cual, describía su destino.
La lluvia cesó de repente y el cielo se despejó de inmediato, dejando al descubierto la incandescente maravilla de la noche de los trópicos. Todo se iluminó con una tenue fosforescencia que despedía la clara luz de los astros, reflejada en la humedad de las hojas y en los charcos cuya reciente serenidad rompían, en mil reflejos, los cascos de las cabalgaduras. Penetraron en un pequeño arbolado, que debía ser familiar al dueño de la finca que se internó por él apurando el paso. Maqroll lo siguió, sacudido por el manso trote de la yegua que trataba de controlar, en vano, con torpes jalones de las riendas. Habían caminado un buen trecho, cuando don Aníbal tomó por un sendero que descendía en ligera pendiente hasta terminar en un tupido bosque, al parecer impenetrable. Allí detuvo su caballo y se quedó a la espera de alguna señal. Al escuchar un breve silbido, hizo señas al Gaviero de que desmontara y fue a amarrar su caballo al tronco de un árbol cercano. Maqroll hizo lo mismo y siguió a don Aníbal, quien se internó en la espesura caminando lentamente pero con la seguridad de quien conoce el camino. En un estrecho claro los esperaba un hombre sentado en el tronco de un árbol derruido por el rayo y cubierto de musgo. Se puso en pie para saludar a los recién llegados. Lo hizo con una voz firme, que cuadraba con su uniforme de campaña y las insignias de capitán que llevaba en el cuello de la camisa verde olivo. Los invitó a sentarse en el tronco, mientras permanecía de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. La escasa luz permitía ver un rostro enjuto y pálido, con una barba de varios días, que le daba un falso aspecto de enfermo. La voz y los gestos, firmes y enérgicos, disipaban esa primera impresión. Pero en sus ojos grandes y negros, cercados por ojeras de tensión y fatiga, se advertía un brillo febril, esa movilidad de quien se mantiene alerta, en el límite de sus fuerzas. Don Aníbal se adelantó a explicar a Maqroll de quién se trataba:
– El capitán Segura desea hablar con usted. Quiero que sepa que es amigo nuestro de hace tiempo y que puede hablar con él sin ninguna reserva. Ya sabe de usted por mi. De lo que ahora se hable depende que salga con bien de la situación en que está envuelto sin proponérselo. -Dirigiéndose al capitán, agregó-: En el camino le informé sobre el hallazgo de la caja y su contenido. Ni qué decirle que ignoraba totalmente lo que estaba transportando. Ahora, usted dirá, capitán.