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Cuando quedaron solos, el Zuro comentó: -No se preocupe. Yo conozco una travesía que nos lleva hasta el fondo de la cañada. Dejamos las mulas amarradas en mitad de la cuesta. No lejos de allí está la trocha y en una hora llegamos abajo. Allá veremos de qué se trata. Enterramos la carga en un lugar seguro y ya está. Vamos a llevar esta pala que dejaron aquí los mineros.

Maqroll respiró aliviado. Las palabras de su compañero le devolvían la confianza en que podrían salir del paso sin mayor riesgo. La advertencia del ingeniero se le había quedado atravesada en el pecho. Nada había que pudiese descomponerlo más que las amenazas, intangibles y vagas, proferidas por gente de quien dependía en un momento dado. En ese caso, el miedo era menor que la repugnancia de saberse al arbitrio de alguien que no le merecía ni respeto ni gratitud. Era el tipo de relación que trataba, en lo posible, de evitar.

La lluvia había cesado. Bajaron las mulas al lugar indicado por el Zuro y fueron en busca de la vereda que los llevaría al fondo del precipicio. El sendero era apenas perceptible en ciertos trechos, pero el Zuro conocía perfectamente el camino. El piso arcilloso se había vuelto tan resbaladizo con la lluvia, que en varios trayectos se dejaban deslizar, sujetándose de la maleza que crecía con mayor altura y profusión a medida que descendían. Por fin, se encontraron en medio de una vegetación de verdes intensos, impregnada de una humedad que facilitaba la respiración y distendía los músculos, tensos por el frío y el esfuerzo de la bajada. Al mediodía llegaron al lecho del torrente que corría en una alegre turbulencia de espumas y remolinos. El vocerío de las aguas heladas y cristalinas, retumbaba contra las altas paredes de la cañada de las que partían, al paso de los intrusos visitantes, bandadas de pericos en repentina algarabía y parejas de grandes aves que se alejaban en un vuelo majestuoso dando al ambiente un aire délfico, al margen del tiempo y sus deleznables trabajos. A medida que bajaban por la orilla de la corriente, el Zuro levantaba la mirada para ubicar el sitio por donde se había despeñado la mula. De pronto se detuvo y señaló a Maqroll el lugar. Pero los desconcertó no ver rastros del cuerpo ni de la carga que traía. El Zuro explicó que era posible que el cadáver hubiera sido empujado por las aguas hasta dejarlo atorado contra algunas piedras; pero la carga no era tan fácil de ser llevada por la corriente. En efecto, al poco de avanzar encontraron el despojo hinchado de la mula que giraba en un remolino golpeando contra las grandes piedras. Los buitres, parados en la carroña, le daban vigorosos picotazos y trataban de sostenerse sacudidos por los embates de la quebrada.

Resolvieron regresar al sitio en donde calcularon que había caído la muía y allí reanudaron la búsqueda de la caja.

– ¡Mierda! -exclamó el Zuro mientras levantaba algo del suelo-, alguien vino y se llevó la caja. Mire. -Entregó al Gaviero una astilla de madera que reconocieron de inmediato. Siguieron rastreando el lugar y no tardó Maqroll en recoger otro indicio que lo dejó aún más preocupado. Era un trozo de etiqueta impresa en plástico, con algunas palabras escritas a máquina que se habían borrado con el agua y la intemperie. Pero en el borde inferior, aún se alcanzaba a leer en caracteres impresos: "Made in Czec…". El final de la palabra no aparecía en el pedazo de etiqueta, pero era bien fácil de adivinar. Maqroll guardó en el bolsillo el trozo de plástico y le indicó al Zuro que ya podían volver por las mulas. No era prudente demorarse en esos parajes. El arriero le explicó que, siguiendo el curso del torrente, podría llegar en poco tiempo al llano de los Álvarez. Mientras tanto, él iría por las mulas. Ya sin carga, era muy fácil manejarlas. Además, subir por la trocha resbalosa era un esfuerzo agotador. El Gaviero asintió un poco a disgusto. Si al Zuro le alcanzaba la noche en el camino, podrían sorprenderlo los mismos que habían venido por la caja.

– De noche -comentó el arriero- no hay quien se atreva en la cuesta. Yo me cuido. No se preocupe.

– No estoy tan seguro -replicó el Gaviero-, por la caja tuvieron que venir anoche. Imagínate si van a tenerle miedo a la cuesta.

– No, mi don -contestó el Zuro- ellos vinieron por el atajo. Es muy distinto.

El Gaviero cedió a las instancias del Zuro y allí se separaron. Mientras descendía, siguiendo el curso del agua, una sorda inquietud se iba apoderando de Maqroll. La presencia de un peligro, indeterminado pero evidente, lo volvió a sumir en ese estado de ánimo, para él tan familiar, que estaba formado por un hastío, un monótono cansancio que lo invitaba a darse por vencido, a detener la carrera de sus días, marcados todos por esa clase de empresas en las que siempre los otros sacaban el provecho y tomaban la iniciativa, haciéndole pasar por un inocente que había servido, sin darse cuenta, a propósitos ajenos. Siempre que se sentía así, le invadía un amargo sabor en la boca y un penoso palpitar de las sienes acompañados de un borboteo en el vientre. Era el miedo, el viejo miedo que saltaba con felina regularidad: el miedo que había sentido en la mina de Cocora, el que lo esperaba en los rápidos del Xurandó, el que acechó, agazapado, en la sentina del Lepanto, el miedo en Amberes, en Istambul, el de siempre, el de toda su vida, rosario de sórdidos desastres y frágiles, turbios, momentos de dicha inescrutable.

Cuando llegó al llano de los Álvarez no estaba ninguno de sus conocidos. En la cocina lo recibió una mujer con rostro de momia china que, en palabras que salían torpemente de la boca desdentada, dijo que todos habían salido, pero que don Aníbal le había dejado dicho que entrara para descansar y lo esperara porque tenía que hablarle. Que no siguiera hasta el puerto sin conversar con él. Los demás estaban en la roza del monte y sólo vendrían hasta mañana. También Amparo María estaba allá arriba. La vieja sonreía con una complicidad que desagradó al Gaviero. No quiso quedarse allí para tomar su taza de café y prefirió llevarla, junto con un plato de comida recalentada que le preparó la anciana, al cuarto que le tenían preparado. Allí, tendido, después de haber saciado el hambre que le atormentaba desde la mañana, el Gaviero, antes de caer en un profundo sueño, volvió a ver las mutiladas palabras de la etiqueta que había encontrado en la cañada: Made in Czec… Sabía de qué se trataba, pero no podía o no quería seguir adelante en sus conclusiones. No había tal ferrocarril. Detrás de éste se escondía una empresa en cuyos engranajes podía, en cualquier instante, perder la vida. Así, sin más, con esa gratuita facilidad con la que siempre le llegaban esta clase de sorpresas.

Unos ligeros golpes en la puerta lo despertaron. Era todavía de noche. Había dormido de un tirón muchas horas seguidas y no tenía idea de qué hora podría ser. Fue a abrir y se encontró con don Aníbal, cubierto con una capa de hule que le caía hasta los pies y por la que seguía escurriendo el agua de la lluvia. Acababa de desmontar del caballo, que esperaba amarrado a la baranda del corredor. A su lado estaba el Zuro, que había llegado a tiempo con el dueño y traía las mulas del cabestro.

– Buenos días, amigo -saludó don Aníbal con tono cordial pero que denotaba una cierta preocupación-. Qué bueno que descansó bien, porque, antes de que amanezca, tenemos que hacer una pequeña diligencia no lejos de aquí. Estoy seguro de que le va a interesar acompañarme y, de paso, enterarse de ciertas cosas para su propia conveniencia y, también, para la nuestra. Ya le traen un caballo, listo y ensillado y una capa para protegerlo de la lluvia que no ha parado desde ayer. Lo espero a la salida de la finca. Voy a dar unas órdenes. El Zuro va a guardar las mulas y le trae el caballo. Nos vemos ahora.

El Zuro siguió a don Aníbal, después de saludar al Gaviero con un gesto que le indicaba que todo había ido bien. Maqroll entró para buscar algo con que abrigarse y el arriero no tardó en regresar con la cabalgadura y una capa para la lluvia. Don Aníbal parecía haber adivinado que el Gaviero era un jinete menos que mediocre y le había escogido una yegua mansa, algo dura de riendas, pero muy dócil. Montó en ella con cierta aprensión y el Zuro le alcanzó la capa para que se la pusiera de inmediato. El aguacero caía en forma torrencial y no daba indicios de escampar. El Gaviero se reunió con don Aníbal a la entrada de la finca y empezó a cabalgar a su lado. Caminaron un buen trecho en silencio. La lluvia caía en goterones densos que producían un ruido opaco con ritmo cada vez más rápido. Maqroll preguntó adónde se dirigían. Don Aníbal le hizo señal de que era mejor no hablar todavía. Ya lo harían más adelante. Dentro de un bolsillo de la capa, el Gaviero encontró un gorro de hule, semejante a los que se usan en el mar cuando hay tormenta. Se lo puso y tuvo, de pronto, la sensación de que estaba en alta mar. El agua seguía azotándole la cara en chaparrones intermitentes y tibios que le produjeron una leve somnolencia. Por fin, don Aníbal acercó un poco más su caballo a la yegua y habló en voz baja y pausada:

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