Tanto "La locura…" como el relato que sigue, "Y va de cuento…", fueron compuestos en el período de gestación de su Vida de Don Quijote y Sancho. En su reclusión, el doctor Montarco lo que más lee es el Quijote y en "Y va de cuento…", haciendo gala de una gran dosis de ironía, el narrador-autor va deshilvanando algunas de sus paradojas: "Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja…". Clavería sostiene que puede fecharse la redacción del cuento en 1905, poco después de la publicación del comentario a la novela cervantina que da ya un buen ejemplo de la confusión en las esferas de personajes, lector y autor, en el escenario de la ficción o del relato, que se va haciendo entre ellos: "Dejamos a nuestro héroe -empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro- de codos sobre la mesa…". Nos revela las angustias del autor que tiene que escribir y que tiene que inventarse un asunto y un héroe novelesco, ya que "a Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno" […] "¡Y no soy cuentista!… Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos, o de algo, que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de las entrañas". Pero el Miguel de "Y va de cuento…" estaba publicando o proyectando otros cuentos. La relación del autor con sus personajes, como la de Dios con sus criaturas, la necesidad de ellos que Unamuno sintió les hacen superiores y autónomos. Este problema se plantea aquí antes del muy conocido de Niebla (1914) donde Agustín, el "ente de ficción", se enfrenta con el propio autor para gritarle: "¡Quiero vivir, quiero ser yo!" en actitud paralela a los gritos que Unamuno lanzaba hacia su Creador: "Los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento…".
En "El Canto adánico" se aprecian las preocupaciones del protagonista por la lírica, que "cuando es sublime y espiritualizada acaba en enumeraciones", en poner nombre a las cosas como hizo Adán. También don Miguel sintió una gran pasión por la poesía. En el Prólogo al Cancionero la resume así: "Creo haber maridado dos pasiones, la del sentimiento de la vida humana, deseándose divina, y la del lenguaje en que ese sentimiento se expresa". El autor irrumpe impetuosamente en "La beca" (1913), cuento siguiente, para expresar cómo "el padre come al hijo, devorándole poco a poco…". Francisco Ayala estudia este cuento y destaca cómo Unamuno, lleno de cólera, imputa al progenitor lo que el buen señor jamás hubiera admitido, cuánto le indigna la conducta egoísta de aquellos progenitores: "-Ahora, ahora que iba a empezar a vivir…- se lamenta la madre – Sí, muy triste -murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café".
La célebre frase de Rabelais, en el siglo XVI, "ciencia sin conciencia no es más que ruina para el alma", cobra vida en "Don Catalino, hombre sabio" de 1915. El mensaje resulta clarividente: Hay una burla de la Ciencia, escrita con mayúsculas, que trae a nuestra memoria el clima de la novela Amor y pedagogía (1902) y del ensayo Contra el purismo (1903). El autor aparece con su mismo nombre e idiosincrasia y don Catalino como amigo e interlocutor. Francisco Ayala ha subrayado esta desconfianza unamuniana frente a las especulaciones racionales, manifestando que el uso de razón parece excluido por completo del mundo novelesco unamuniano. Stevens, por su parte, va más allá: "Bajo el humor, más bien templado, se trasluce con clarividencia el temor de Unamuno al daño que la llamada actitud científica puede ocasionar al hombre (…). En realidad, Unamuno está señalando el pedantismo y el autoritarismo del personaje, y a través de él una perniciosa característica de los tiempos modernos…". Lo que sí queda claro es que a partir de estos años Unamuno no deja de mostrar una posición anticientificista, antieuropeizante, irracional e individualista. Quizá la guerra mundial mostraba al rector de Salamanca a dónde conducían los adelantos de la ciencia aplicada, por lo que justifica le diviertan más "las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomino de Newton. Y en cuanto a utilidad -prosigue irónicamente-, como al fin y al cabo se ha de morir uno…".
El tema de "La revolución de la biblioteca de Ciudámuerta" aparecía en el prólogo a Amor y pedagogía donde cuenta el autor su experiencia con un librero que quería que todas sus obras se publicasen del mismo tamaño. El joven bibliotecario del cuento que despotrica contra la haraganería y tontería tiene muchos rasgos quijotescos, unamunianos; sostiene con sobradas razones que "la tontería más que la mala intención, que la inepcia y la incapacidad, son la fuente del enorme montón de menudas injusticias -como una montaña de granos de arena- que produce el general descontento público". Y por último hemos querido incluir en nuestra selección el que creemos último relato que escribió don Miguel, "Al pie de una encina" {Ahora, Madrid, 1-VIII-1934). Aparece el deseo de paz, su preocupación por la fama, pues si ya no puede estar seguro de la de su alma, quiere buscar la otra, la de su nombre. Unamuno establecería el siguiente imperativo moral (parafraseando a Kant): "Obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir". Así, según él, Cervantes era inferior al Quijote, pero Unamuno, al revés, era superior a su obra, queriendo significar con ello que ni los cuentos todos que escribió, ni los ensayos, ni sus innovadoras nivolas conseguirían penetrar en el secreto de la vida y la personalidad. Vicente Gaos (Los géneros literarios en la obra de Unamuno", Claves de literatura española, Madrid, Guadarrama, II, 1971) lo ha expresado certeramente: "El hombre -el yo de carne y hueso que se expresó colmadamente a través de todos esos géneros- los excede". En conclusión, a través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores.
Tarragona, noviembre 1997
Jesús Gálvez Yagüe
VER CON LOS OJOS [1]
Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano como corona de un invierno duro.
El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el pobre…!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?
Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?