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"Pálida estrella de la noche, ¿qué ves en la llanura?, y como callaba la estrella, él mismo se contestaba: "Veo a Lelo que persigue a Zara…"

¡Qué enorme tristeza le daba ver desde las cimas a la serpiente negra, que silbando y vomitando humo arrastraba sus anillos por las faldas de las montañas y las atravesaba por agujeros, trayendo a Euscaria la corrupción de allende el Ebro! Entonces suspiraba por la muralla de China.

¿Qué nos han dado esos maquetos? -pensaba-. ¿No adorábamos la cruz antes que ellos nos trajeran el cristianismo? ¿No teníamos una lengua filosófica antes que ellos nos trajeran con su corrupto erdera la flor de la civilización romana? ¿No hizo Dios las montañas para separar los pueblos?

Y al sentir el ronquido de la serpiente negra exclamaba:

"Huye, huye, rey Carlomagno, con tu capa roja y tu pluma negra", y bajaba triste, apoyándose en su maquilla.

El sueño de su vida era el santo roble. No quería morir sin haberle visitado una vez cuando menos. El árbol santo es el complemento de la cruz que asoma entre sus ramas en el escudo de Vizcaya.

Llegó el día de la visita. Iba Lope en el imperial del coche cantando el himno de Iparraguirre y hartando sus ojos de paisaje. Subió Aunzagana a pie, apoyado en la maquilla. Entraron en la garganta de Oca, donde se despeña el arroyo entre fronda. Luego se abrió ante ellos la dilatada vega de Guernica, hendida de aire marino, y vio a lo lejos la iglesia de Luno, como centinela sobre el valle.

El aire corría por el valle acariciando los maizales verdes, el cielo se tendía sin una arruga, las peñas de Acharre cerraban el horizonte y la ermita de San Miguel parecía un pájaro gigantesco posado en la puntiaguda cima del Ereñozar.

Allí abajo, oculta tras los árboles, reposaba Guernica, Guernica la de las Juntas.

Cuando se apearon del coche Lope y Joaquín, estaban medio locos. Sin cepillarse el polvo, preguntaron por el árbol, y un chiquillo les mostró el camino. Entraron en el santo recinto, vieron mudo el anfiteatro donde batallaron las pasiones, muda la Concepción guardada por espingardas, mudos los señores de Vizcaya.

Llegaron frente al árbol y se descubrieron. Y ni una lágrima, ni una palpitación más, ni un impulso del corazón; era para desesperarse, estaban allí fríos. Miraron bien al pobre viejo, viéronle remondado de mortero, miraron al joven que se alza recto dividido en tres ramas, y se sentaron en los asientos de piedra del pabellón juradero. En el convento próximo tocaban las monjas.

Vino también un aldeano. Pasaba por primera vez por Guernica y no quería irse sin ver el árbol de la canción; le miró y remiró, preguntó tres o cuatro veces si era aquél y se fue diciendo:

– ¿Cer ete da barruan? Es decir: ¿qué tendrá dentro?

Entonces les contaron a Lope y a Joaquín la llegada del último koblakari, no se sabe si de la región de los espíritus.

Una noche de plenilunio apareció junto al árbol el último koblakari. Era un mocetón robusto; las negras greñas le caían hasta la espalda, algo cargada; llevaba boina roja y un elástico rojo con bellotas doradas por botones. Se apoyaba en un bastón de hierro y llevaba una guitarra. El koblakari misterioso llegó, se arrodilló, abrazó y besó el árbol y lloró. Entonó himnos que subían al cielo como incienso, cantó el himno divino del anteúltimo koblakari, y cantó luego la degeneración de la noble raza vascongada, ¡y lo cantó en castellano!

Pero el pueblo no le conoció, hizo befa de él. Cabizbajo, sumido en honda tristeza, bajó a Guernica, dio de noche en la sociedad una sesión de guitarra y rifó un pañuelito de seda.

Lope y Joaquín se retiraron a la fonda silenciosos, y, después de haber calentado el estómago con unas humeantes chuletas y un vivificante vinillo de allende el Ebro, sintieron que una inmensa ternura les invadía el corazón, se resquebrajó el hielo que les hubo coartado frente al roble santo y el recuerdo de la visita les llenó de dulce tristeza que acabó en sueño.

Los dos, de vuelta de la santa peregrinación, ingresaron en una patriótica sociedad que se fundó en Bilbao, a la que iban a jugar al dominó.

Más tarde, en época de elecciones, hizo Lope de muñidor electoral. Cuando llegaban éstas el santo fuego le inflamaba, evocaba a Aitor, a Lecobide, a los héroes del Irnio y se despepitaba para sacar triunfante con apoyo del primero que llegara a ser candidato unido a un blanco, negro, rojo o azul, y aquí paz y después gloria.

¡Viejos euskaldunas que os congregabais en los batzarres y cantabais a Jaungoicoa a la luz de los muertos! ¡Vosotros que conservabais la médula fecunda del misterioso verbo euskárico!

¡Nobles koblakaris de la Euskaria! ¡Levantaos de la región de los espíritus, todos, desde el primero al último, el de los botones bellotas, levantaos! ¡Descolgad de los añosos robles los mudos atabales y entonad elegías dolorosas a esta raza que descendió del Irnio a los comicios, a esta raza indómita ante las oleadas de los pueblos, domada por el salitre del bacalao y la herrumbre del hierro!

Mientras ellos pelean a papeletazos por un cargo público, ¡llorad, nobles euskaldunas, a la sombra del roble santo!

(El Nervión, Bilbao, 14-IX-1891)

CHIMBOS Y CHIMBEROS

I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

– Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

– ¿En el sementerio? ¡Bueno!

– ¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

– Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

– Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

– ¡Nicanora, mañana ya sabes!

– ¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!

El moscón empezó a crecer, hasta llegar tamaño como el chimbo; acudieron otros más, y se llenó el cuarto de moscones chimbos. El se acurrucó en un rinconcito, bajo una parra, y, tiro va, tiro viene, a cada tiro derribaba un moscón chimbo, que caía desplomado en la cama, convertida en gran cazuela, y donde al punto quedaba frito… Luego pasaron volando merluzas, lenguas, sarbos, chipirones… Oyó que uno de sus compañeros gritaba a lo lejos:

– ¡Las dos y nublado!

Luego, la misma voz más lejos, mucho más lejos. En seguida… cayó él mismo en la cazuela, y se despertó en la cama. Oyó despierto las tres, volvió a dormirse y volvió a despertar: ¡arriba! Fue al balcón en calzoncillos… Empezaba a clarear… Algunas nubes… Todo ello era la bruma de la mañana, porque el fraile tenía medio descubierta la calva; abrió un poco el balcón y sacó la mano… Se lavó y vistió el traje viejo, botas de correas y bufanda; sacó la burjaca, y salió del cuarto.

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