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Y luego, en el último momento, una hora antes de marcharme, me invadió una especie dc terror, y me pregunté si encontraría a Lou al llegar. Fue el peor momento que he pasado en mi vida. Me quedé sentado a la mesa y bebí. No sé cuántos vasos, pero tenía el cerebro tan lúcido como si el bourbon de Ricardo se hubiera transformado en simple agua pura, y vi lo que tenía que hacer tan claramente como había visto la cara de Tom cuando el bidón de gasolina hizo explosión en la cocina; bajé al drugstore para encerrarme en la cabina de teléfonos. Marqué el número de conferencias y pedí Prixville, y me pusieron la comunicación en seguida. La sirvienta me dijo que iba a llamar a Lou, y al cabo de cinco segundos estaba allí.

– ¿Dígame?

– Aquí Lee Anderson. ¿Cómo estás?

– ¿Qué pasa?

– Jean se ha marchado, ¿no?

– Sí.

– ¿Sabes adónde va?

– Sí.

– ¿Te lo ha dicho ella?

La oí que se reía sarcásticamente.

– Puso un anuncio en el periódico.

La niña no era tonta. Debía de haberse dado cuenta de todo desde el principio.

– Ahora paso a buscarte -le dije.

– ¿No vas con ella?

– Sí. Contigo.

– No quiero.

– Sabes perfectamente que irás.

No contestó, y yo proseguí:

– Todo es mucho más fácil si te llevo conmigo.

– Entonces, ¿para qué ir por Jean?

– Tenemos que decirle…

– ¿Decirle qué?

Esta vez me tocó reírme a mí.

– Te lo recordaré durante el viaje. Haz la maleta y vente conmigo.

– ¿Dónde te espero?

– Salgo ahora. Estaré ahí dentro de dos horas.

– ¿Con tu coche?

– Sí. Espérame en tu habitación. Tocaré la bocina tres veces.

– Me lo pensaré.

– Hasta luego.

No esperé su respuesta y colgué. Y cogí el pañuelo para secarme la frente. Salí de la cabina. Pagué y volví a subir a casa. Mi equipaje estaba ya en el coche, y el dinero lo llevaba encima. Había escrito a la central una carta en la que les explicaba que había tenido que ir a ver a mi hermano enfermo; Tom sabría perdonármelo. No había pensado qué haría con mi trabajo de librero; tanto no me molestaba. De momento no quemaba las naves. Hasta cl presente había vivido sin dificultades y sin conocer la incertidumbre, nunca, bajo ningún aspecto, pero esta historia empezaba a excitarme, y las cosas no me iban tan sobre ruedas como de costumbre. Hubiera querido estar ya allí y resolver el asunto y poder dedicarme a otra cosa. No puedo soportar tener un trabajo a medio hacer, y con esto me ocurría lo mismo. Miré a mi alrededor para comprobar que no olvidaba nada y cogí mi sombrero. Luego salí y cerré la puerta. Me quedé con la llave. El Nash me esperaba una manzana más allá. Puse el contacto y arranqué. Apenas hube salido de la ciudad pisé a fondo el acelerador y dejé correr el coche.

CAPÍTULO XVIII

La carretera estaba terriblemente oscura, menos mal que no habla mucha circulación. Más que nada camiones, en dirección contraria. Hacia el sur no iba casi nadie. Yo estaba forzando el coche al máximo. El motor roncaba como el de un tractor, y el termómetro marcaba ciento noventa y cinco, pero seguí apretando y, de momento, el coche aguantaba.

Quería sólo calmarme los nervios. Al cabo de una hora de aquel fragor empecé a sentirme mejor y entonces aflojé un poco y volví a oir los chirridos de la carrocería.

La noche era húmeda y fría. El invierno empezaba a hacerse notar, pero yo tenía el abrigo en la maleta. ¡Dios mío, nunca había pasado tanto frío! Iba mirando los indicadores, pero el camino no era complicado. De vez en cuando había una estación de servicio y cuatro o cinco casuchas, y luego otra vez la carretera. Algún animal salvaje, frutales o campos, o a veces nada.

Pensaba tardar dos horas en recorrer los ciento sesenta kilómetros. En realidad son ciento sesenta y cuatro o ciento sesenta y cinco, más el tiempo que se pierde en salir de Buckton y el tiempo de dar vueltas al jardín cuando llegara. Me planté en casa de Lou en poco más de hora y media. Le había exigido al Nash todo lo que podía darme. Pensé que Lou debía de estar ya lista, y en consecuencia crucé la verja, me acerqué lo más posible a la casa e hice sonar la bocina tres veces. Al principio no oí nada. De donde estaba no veía su ventana, pero no me atrevía a bajar del coche y no quería volver a tocar la bocina, para no dar la alarma.

Me quedé allí esperando y me di cuenta de que me temblaban las manos cuando encendí un cigarrillo para calmar mis nervios. Lo tiré a los dos minutos y estuve dudando un buen rato antes de volver a tocar la bocina tres veces. Finalmente, cuando ya me disponía a bajar del coche, adiviné que estaba por llegar. Me volví y la vi que se acercaba.

Iba sin sombrero y con un abrigo de un color claro y llevaba como único equipaje una bolsa de cuero marrón que parecía a punto de estallar. Subió y se sentó a mi lado sin decir palabra. Me incliné sobre ella para cerrar la puerta, pero no intenté besarla. Estaba tan impenetrable como la puerta de una caja fuerte.

Arranqué y giré para volver a la carretera. Lou miraba fijo al frente. Yo la miraba a ella por el rabillo del ojo, y pensaba que una vez fuera de la ciudad las cosas irían mejor. Hice otros ciento sesenta kilómetros a todo gas. Se empezaba a notar que el sur no estaba ya tan lejos. El aire más seco y la noche no tan oscura. Pero aún tenía que tragarme ochocientos o novecientos kilómetros más.

No me sentía capaz de estar al lado de Lou sin decirle nada. Y su perfume había invadido el coche entero, lo que, en cierto modo, me excitaba terriblemente, porque la recordaba de pie en su habitación con las bragas hechas pedazos y sus ojos de gato, y suspiré fuerte para que se diera cuenta. Pareció despertarse, o, de alguna manera, volver a la vida, e intenté dar a la atmósfera un poco más dc cordialidad, porque la situación seguía siendo un poco tensa.

– ¿No tienes frío?

– No.

Se estremeció, lo que la puso aún de peor humor. Pensé que estaba representando una especie de escena de celos, pero yo estaba ocupado conduciendo el coche, y con sólo palabras no iba a ir muy aprisa en arreglar la cosa, si ella ponía tal mala voluntad. Levanté una mano dcl volante y rebusqué en la guantera. Saqué una botella de whisky y la dejé sobre sus rodillas. Había también un vaso dc baquelita. Lo cogí y lo dejé junto a la botella, luego cerré la guantera y puse la radio. Tendría que habérseme ocurrido antes, pero es que, decididamente, me sentía incómodo.

Lo que me atormentaba era la idea de que aún estaba todo por hacer. Afortunadamente, ella cogió la botella, la destapó, se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago. Yo tendí la mano. Ella volvió a llenar el vaso y volvió a vaciarlo de un trago. Sólo entonces me sirvió a mí. Ni me enteré de lo que bebía, y le devolví el vaso. Lo volvió a meter todo en la guantera, se relajó un poco en su asiento y se desabrochó los dos botones del abrigo. Llevaba un traje sastre bastante corto, con las solapas muy anchas. Se desabrochó también la chaqueta. Debajo llevaba un jersey amarillo limón encima mismo de su piel desnuda, y por razones de seguridad me obligué a mirar a la carretera.

Ahora el coche olía a su perfume y a alcohol, y un poco a tabaco, un olor de los que se te suben a la cabeza. Pero dejé las ventanillas cerradas. Seguimos sin hablarnos durante media hora y entonces ella volvió a abrir la guantera y se tomó dos vasos más. Ahora tenía calor y se quitó el abrigo. Durante la operación hizo un movimiento acercándose a mí, y yo me incliné un poco y la besé en el cuello, justo debajo de la oreja. Se alejó bruscamente y sc volvió para mirarme. Y entonces se echó a reír. Me parece que el whisky empezaba a hacer su efecto. Conducí otros ochenta kilómetros en silencio, y luego la ataqué, ya de forma definitiva.

– ¿No te encuentras bien?

– Yo, bien -dijo, con lentitud.

20
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